sábado, 30 de abril de 2011

Tercera Parte

Tercera Parte


DIVERGENCIA
Capítulo 29.

Pueden llamarme Bruno Ledesma, ya que así me llamaban cuando estaba vivo. Ahora estoy muerto, asesinado por la esposa de Leopoldo, quien antes lo había asesinado a él. Ya nada de esto importa: cuánta razón tenía Leopoldo cuando me decía que no valía la pena… Finalmente lo entiendo todo. Él no podía decirme que lo había matado su propia esposa, porque semejante noticia habría arruinado la vida de su hija: padre muerto, madre criminal y condenada a prisión perpetua. La pobre Lucero hubiera terminado pegándose un tiro.

Pero por otro lado, qué distintas hubieran sido las cosas si él me lo hubiera dicho. Yo seguiría vivo en aquél otro mundo, tan lejano ahora… cada vez más lejano. De hecho, este mundo y aquél podrían ser el mismo, si yo hubiera podido tocar esa melodía -¡qué absurda, qué imposible que parece ahora!- y abrir la puerta.

Leopoldo está enormemente apenado. Cree que es culpa suya, por no haberme dicho la verdad sobre su esposa, que este mundo y aquél otro estén condenados a desaparecer. Y lo sé porque, ahora, Leopoldo es, si se me permite la expresión, mi vecino. No podría decir cómo fue el entierro, ni quiénes asistieron, ni nada, porque yo ya no estaba allí, pero puedo afirmar con certeza que me enterraron aquí, es decir, allí, porque este "aquí" no es más que una proyección de aquél "allí".

Ya lejos de ser el consejero de aquellos tiempos, ahora Leopoldo es un compañero. Fue bastante extraño al principio, cuando me encontré con él por primera vez en este mundo: el Leopoldo Fuentes que yo percibía como un muerto viviente ya no existía. Nada de él me parecía fuera de lugar, incluso teniendo en cuenta su ya avanzado estado de descomposición. La comparación más cercana, aunque inexacta, es la que podría hacer un adolescente con un adulto: las diferencias existen, claro, pero no tienen nada de peculiar.

Cuando Leopoldo me vio y me reconoció, su expresión fue, primero, de desconcierto. Enseguida cambió, y leí el pánico en sus ojos: si yo estaba ahí…

- Bruno, ¿está muerto?- preguntó inútilmente, porque la respuesta no podía ser más evidente.

- Sí Leopoldo, su esposa me asesinó.

El pánico se hizo aún más evidente en su rostro.

- ¿Eso quiere decir que…?

- No pude tocar el violín. Los mundos no se unieron. Estamos condenados.

El pánico se transformó en ira mezclada con desesperación.

- ¿Cómo puede decirme eso con tanta tranquilidad?

- Debe ser porque todavía tengo la muerte fresca en mi piel. Tener que morir de nuevo no me parece tan terrible.

- Usted no entiende nada, Bruno. No va a morir de nuevo. Va a dejar de existir, lisa y llanamente.

- Puede ser, pero de todos modos, ¿qué podemos hacer ahora? Ya estamos condenados.

Leopoldo me miró, primero con incredulidad, pero lentamente fue ablandando su mirada y finalmente dijo:

- Es verdad.

Y se fue, dándome la espalda. Creo que debió haberse ido a terminar de hacerse a la idea en la soledad de alguna cripta vacía.


* * * * * * *

Todavía no me puedo dar cuenta de si esto es el Paraíso o el Infierno. Más bien parece un Purgatorio, un lugar de paso. Eso sí, de Dios, ni noticias. Ninguna pista de dónde estamos. Yo me pregunto: si cuando estaba vivo este mundo estaba en mis sueños, ¿dónde está ahora? ¿En los sueños de quién se aloja? Pero por otro lado, ¿necesita estar alojado en los sueños de alguien? ¿No puede ser que exista independientemente de la gente viva? Yo, al menos, no vi a ningún "soñador" en este lugar, todavía. Claro, puede ser que no tenga ese privilegio, quizás sólo Leopoldo, por la sabiduría que le confirió el Libro de los Muertos, tenga conexión con el otro mundo… no sé. Son tantas las dudas… ¿Y qué va a pasarme cuando este cuerpo muerto deje de sostenerse por sí mismo? Leopoldo teme la destrucción de los mundos, pero ¿no vamos a desaparecer de todos modos? La única diferencia, creo, es que en uno de los escenarios todos dejaríamos de existir de una vez, de un solo golpe, y en el otro, iríamos desvaneciéndonos poco a poco. Quizás soy demasiado joven en este mundo y no logro ver el futuro con claridad, pero la verdad es que yo preferiría lo primero. Por supuesto, mi cuerpo todavía está prácticamente intacto, fuerte… debe ser por eso, porque un muerto viejo, deteriorado, ya sabe cómo es la decadencia, ya se acostumbró a ella, y para él probablemente tenga más importancia el hecho de "permanecer" que el de mantenerse en buenas condiciones físicas… En fin, son tantas las dudas… Cuando Leopoldo vuelva de su aislamiento, voy a tratar de conversar con él.


* * * * * * *

- Hola Leopoldo.

- Hola Bruno.

Si bien todavía parecía perturbado, ahora estaba más bien triste que preocupado, y pude ver que se había comenzado a resignar a lo inevitable.

- Es verdad lo que me dijo alguna vez, Leopoldo. Acá la noche no se acaba nunca.

- Veo que ha prestado atención a mis palabras.

- Claro Leopoldo, si usted es un maestro para mí. La verdad es que me gustaría seguir aprendiendo con usted.

- Hasta que la muerte definitiva nos sorprenda…

- Sí, hasta que la muerte nos separe.

- La muerte nos unió, la muerte nos separa. Qué cosa, ¿no?

- Sí.

- Pero, Bruno, no sé para qué quiere aprender nada, si en poco tiempo vamos a dejar de existir.

- Sí, soy consciente de eso –dije, y me tomé unos instantes para reflexionar-, pero creo que la muerte me volvió curioso.

"¿Sabe una cosa, Leopoldo? Cuando su mujer me puso la bolsa en la cabeza, cuando supe que no había vuelta atrás, me di cuenta de que ya no tenía sentido debatirme ni tratar de escapar. No servía de nada intentar aferrarme a la vida. Entonces, con la poca lucidez que me iba quedando, pensé en la muerte como en una experiencia nueva. "Ya que no me queda más alternativa que enfrentarla", pensé, "¿por qué no explorarla, investigarla, conocerla? ¿Por qué no mirarla de frente, en lugar de darle la espalda como un nene caprichoso que no quiere

bañarse?". En ese momento me sentí… no se ría, pero creo que "iluminado" sería la mejor forma de describirlo.

Leopoldo no se rió; por el contrario, asentía muy serio a lo que yo estaba diciendo. Sintiéndome halagado por el respeto que me estaba demostrando, continué:

- A medida que me desvanecía, iba internándome más en el laberinto que es la muerte, un laberinto de espejos, le diría si me pide que lo describa, aunque no es un laberinto de verdad, ni son espejos de vidrio y madera… usted me entiende, ¿no? Qué curioso, Borges lo decía siempre: laberintos, espejos… ese tipo debe haber estado al borde de la muerte en algún momento, por eso escribió lo que escribió, y de la forma en que lo escribió…

"Usted lo debe saber muy bien, Leopoldo; no hay ni un túnel ni una luz a lo lejos, y sin embargo, la muerte es como una luz en sí misma. Si existe un momento en que uno puede verse a sí mismo tal como es, no me cabe dudas: ese momento es el instante en que uno se está muriendo.

- Bruno, me alegra que haya podido ver todo eso. No muchos lo logran. Y esto último que me está contando, esto de verse a sí mismo, es lo que los filósofos, en particular Kant y Sartre, siempre postularon como la autoconciencia del ser humano.

- ¿Usted sabe de filosofía, Leopoldo?

- Así es; era uno de mis hobbies…

- Además de la prostitución.

Los dos nos reímos un buen rato. Acá, los prejuicios y los rencores no existen. Antes de decirlo, yo sabía que Leopoldo no iba a enojarse.

- Qué serias y graves parecen esas cosas durante la vida, ¿no es verdad Bruno? Y ahora que ya estamos del otro lado, nos damos cuenta de que son tonterías de niños.

- Sí, ahora los problemas son otros.

- En realidad, Bruno, los problemas realmente importantes son los mismos; pero allá se nos hace mucho más difícil verlos y tomar conciencia de su relevancia. Usted lo ve, ahora: la continuidad de la existencia es, aquí y allá, la más trascendental de las cuestiones; sin embargo, estoy seguro de que cuando estaba vivo no consideró ese tema como el más crucial de todos.

- No lo sé Leopoldo, nunca lo pensé en ese sentido. Creo que le di toda la importancia que pude…

- Y sin embargo no logró unir los mundos y aquí estamos, esperando el final.

No me lo dijo con rencor ni con resentimiento: fue, simplemente, una afirmación neutra, la enunciación pura de una verdad innegable. Yo podría haberle dicho: Si su mujer no me hubiera asesinado… Si usted me hubiera contado la verdad de su muerte… pero ya no tenía sentido nada de eso. Leopoldo tenía razón: si mi intención de lograrlo hubiera sido totalmente sincera, de alguna forma lo habría hecho.

- El lado positivo es que tanto usted, Leopoldo, como yo, tuvimos la suerte de conocer dos mundos antes de desaparecer.

- Triste consuelo –dijo él-, pero verdadero. Desde su recientemente descubierta faceta exploradora de los misterios de la vida y de la muerte, esto no puede menos que resultarle novedoso e interesante. Si quiere seguir investigando, puedo prestarle el Libro de los Muertos; de cualquier manera, a esta altura ya no quedan secretos que proteger.

- Me siento honrado. Por supuesto, me gustaría mucho leerlo.

* * * * * * *

Como en este lugar la noche es interminable y el sueño innecesario, dediqué innumerables horas a la lectura del Libro de los Muertos. Por supuesto, no se trata de una tarea sencilla: el Libro no sólo pasa revista a la historia de cada muerto de la Historia, sino que además relata episodios como el comienzo del mundo y la aparición en escena de Nanuk, Yessi y sus secuaces. Esto significa que la lectura completa del Libro llevaría más tiempo que la Historia del Universo completa. Una vez más, creo que Borges sabía demasiado: su Libro de Arena, el de las páginas interminales, podría muy bien ser éste mismo.

Todo lo que pude leer, abriendo al azar en diferentes lugares del Libro, fue muy ilustrativo, pero llegó el momento en que el Destino se interpuso, una vez más, en mi existencia.

Abrí, creyendo que al azar pero no, en una página que hablaba de las paradojas de los mundos. Entre otros detalles menos importantes, el artículo decía: "es una aberración el hecho de que en diferentes planos de la Existencia un mismo ser se manifieste en diferentes estadios, por ejemplo, como vivo y muerto a la vez. Si bien este tipo de paradojas es muy poco conocido, en momentos cercanos a cataclismos universales se vuelven peculiarmente frecuentes. No obstante, las fuerzas que gobiernan la Existencia en todos los universos se encargan de corregir el error rápida y eficazmente".

Desde ese momento, no puedo dejar de pensar en que podría haber un Bruno Ledesma que vive en algún otro mundo. No podría explicar cómo, pero la convicción acerca de este hecho me pesa como un bloque de cemento cargado en mi espalda.

Capítulo 30.

Leopoldo me lo dijo, alguna vez. El tiempo en este mundo no transcurre de la misma manera que en el de los vivos. Encima, la noche perpetua distorsiona el sentido del paso del tiempo. Los que están aquí desde hace años ya se acostumbraron y para ellos es perfectamente normal, como si nunca hubieran estado vivos y presenciado días iluminados por el resplandor del Sol. Para mí es dificilísimo.

Me di cuenta en mi propia carne de que el tiempo aquí tiene otro ritmo porque pasó lo que, finalmente, se suponía que ocurriese: éste mundo, como antes, existe en los sueños de alguien, y llegó el momento en que yo mismo empecé a ser parte de esos sueños.

No sabría explicar cómo apareció el muchacho, apenas un adolescente, en la noche eterna de mi cementerio. Pero allí estaba, mirándome desconcertado, como seguramente yo había mirado en aquél día tan lejano a Leopoldo Fuentes. Atisbé a mi alrededor buscando a Leopoldo para compartir con él este suceso, pero no lo vi cerca de mí, y de hecho, todos los demás "vecinos" estaban muy, muy lejos, y hasta me pareció que un tenue manto de luz me separaba de ellos. Ahora, el muchacho y yo estábamos solos.

- Hola –le dije inocentemente. El chico gritó, muerto de miedo.

- No te asustes –seguí, tratando de parecer simpático y… vivaz-. Aquí nadie te va a hacer daño.

De todas maneras, el chico salió corriendo, tratando de huir de mí. Claro que no pudo ir muy lejos: no se puede huir de las propias pesadillas. A los pocos pasos, le salió al encuentro un monstruo imaginario –imaginario para mí, que era parte de la misma pesadilla: para él, el protagonista, era abrumadoramente real-. Era como una gran araña con cabeza de dragón o

algo similar, la verdad es que no le presté demasiada atención. Esperé, con los brazos cruzados, a que el pibe volviera hasta donde yo estaba. Y volvió: entre los dos males, yo era el menos horroroso.

- Hola- le dije, una vez más.

- ¡Ayuda, por Dios! –gritó, y ya empezó a sacarme de quicio.

- No te preocupes, nene, no te va a hacer nada. Estás soñando.

Cuando dije esto último, el muchacho, como cayendo en la cuenta de un hecho evidente que, así y todo, había pasado por alto, y aparentemente avergonzado por su patética demostración de histeria, se calmó y dijo:

- Ah…

Volvió a mirar hacia atrás, para ver si yo tenía razón, y efectivamente, el monstruo había desaparecido.

- Ah… gracias.

- No es nada; yo pasé por lo mismo que vos, hace un tiempo.

- Pero ahora… ¿estás muerto, no?

- Sí.

- Pero… sos muy joven, ¿no?

Haciendo alarde de una retórica que en un vivo hubiera sido estúpida, pero que, cargada con el peso estar muerto tenía sabor a profecía, le dije:

- La Muerte no conoce de edades.

Me equivoqué, sin embargo. El muchacho, en lugar de asombrarse lleno de respeto, se sonrió primero, y largó una carcajada después. Me sentí extraordinariamente viejo; o mejor dicho, antiguo. Por lo menos el chico ya se había relajado.

- Yo soy Bruno, ¿vos cómo te llamás?

- Vicente.

- Tenés nombre de viejo.

- ¿Ah sí? Y vos tenés nombre de muerto y no digo nada.

Esta vez nos reímos los dos.

- ¿Y yo estoy acá, o vos estás en mi sueño, por algún motivo en especial?

- Para qué voy a mentirte; la verdad es que no sé. El que podría darnos alguna pista es Leopoldo, el muerto que se me aparecía en sueños a mí, pero por el momento creo que se encuentra inaccesible- dije, mirando hacia atrás y señalándole a Vicente la cortina resplandeciente que nos separaba del resto de los muertos.

"Lo que sí puedo decirte, mi estimado Vicente, es que cuando Leopoldo se me empezó a aparecer a mí, el motivo era importante. Era el más importante de los motivos, o como le llamó él en ese momento, "la más importante de las novedades".

- Disculpame que te lo diga, pero ustedes los muertos tienen una forma de hablar muy rebuscada. Parece como si quisieran hablar en difícil a propósito.

Me sentí un poco humillado, y pensé en si, aquella vez, Leopoldo no habría intentado pareçer importante, como yo hacía un rato, cuando dije eso de la Muerte y las edades. Además, me pareció un desprecio que no me preguntara cuál había sido el motivo por el cual Leopoldo me había contactado. La verdad, este Vicente parecía flor de chiquilín. Así que le di la oportunidad de saberlo, preguntándole:

- ¿No querés saber por qué se me aparecía Leopoldo Fuentes?

- Bueno, dale, ¿por qué se te aparecía?

Despechado por su desinterés, le escupí, prácticamente:

- El Fin del Mundo. Que es inevitable, y que ya está cerca -y, ocultando parte de la verdad, le dije la mitad de las consecuencias de tal suceso-: tu mundo va a desaparecer muy pronto.

- ¿Ah, sí? -preguntó retórica e incrédulamente-. ¿Y el tuyo?

Esta última pregunta no era retórica, así que no pude alardear de más nada y tuve que reconocer:

- El mío también va a desaparecer. Pero al menos yo supe lo que es estar muerto.

Vicente debe haber percibido algo en mi cara, en mi mirada o en mi tono de voz, porque preguntó, más serio:

-¿Es verdad?

- Claro que es verdad. Está escrito en el Libro de los Muertos.

Su expresión cambió. Estaba cayendo en la cuenta de que todo lo que había pensado que ocurriría en su vida, quizás cosas tan triviales como casarse y tener hijos, o escribir un libro, plantar un árbol, o lo que fuere, todo eso no iba a ocurrir. Por más banal que pudiera parecer, el concepto era claramente terrorífico para alguien tan joven.

- ¿Y no hay nada que se pueda hacer?

- Ya te dije que es inevitable. Yo debería haber encauzado las cosas para evitar el Apocalipsis, pero me mataron antes de que pudiera hacerlo.

Vicente se quedó pensando, y al rato preguntó:

- Y eso que ibas a hacer, ¿no podría hacerlo yo, por ejemplo?

- No sé, ¿sabés tocar el violín?

- No... Un poco la guitarra, nomás.

- Sí, me imaginaba. Igual -dije, mirándolo de arriba abajo, ante lo cual Vicente no pareció sentirse ofendido-, igual creo que la única oportunidad que teníamos ya pasó. Tiene que darse una confluencia entre este mundo y el tuyo, que ya se dio y me parece que jamás va a volver a repetirse.

- ¿Y eso vos cómo lo sabés?

- Esta todo escrito en el Libro de los Muertos, ya te dije.

Pareció reflexionar un rato más, al parecer intentando buscarle alguna vuelta al asunto, porque al cabo dijo:

- Esto no es más que un sueño.

- Sí, tenés razón. Y ya va siendo hora de que te despiertes.

Sin saber por qué lo toqué en el brazo, e inmediatamente Vicente desapareció.

El problema es que yo también desaparecí.

* * * * * * *

Estaba en el mismo sitio del mismo cementerio, pero sabía que se trataba de otro lugar. Por empezar, había niebla, mucha niebla; pero además de eso, por todo el cementerio parecía reinar el caos. Los muertos, mis mismísimos vecinos, pero de alguna manera otros, iban y venían alborotados, diciendo "nos está sacando fotos" y "hay que llevárselo a Leopoldo Fuentes". Traté de adaptarme al ritmo, de lograr que mi presencia intrusa no se notara tanto -no debería ser tan difícil, dado que yo también estaba muerto-, y empecé a moverme junto con

el grupo inquieto. La mayoría parecía encaminarse hacia una cripta, y me pareció percibir que los primeros llevaban arrastrando un cuerpo. Después me di cuenta de que no era un cuerpo, sino una persona. Viva.

Un poco después, cuando esa persona viva miró hacia donde yo estaba, me di cuenta de que, finalmente, mis preocupaciones tenían sentido de ser: había otro Bruno Ledesma, vivo, en otro mundo, alimentando con alevosía la insoportable paradoja.

Capítulo 31.

Creo que lo que me trajo de vuelta fue el shock de verme reflejado en ese otro Bruno. Lo cierto es que volví sin darme cuenta de que estaba volviendo.

Como acá las noches son largas, por no decir interminables – o interminable, porque en realidad es una y única-, y como nosotros no dormimos nunca, me pasé largas horas en soledad, pensando en los dos encuentros que había tenido recientemente.

En primer lugar, me di cuenta de que el cementerio donde había encontrado a Vicente no era el mismo que aquél donde había visto a Bruno vivo y siendo secuestrado por los muertos. No es fácil decir cómo percibí eso, pero era algo así como el tono y la consistencia del cielo nocturno. Algo tan sutil como el espesor del aire –y eso que los muertos no respiramos-.También es posible que el mundo de Vicente fuera, como de hecho él dijo que era, un mundo de sueños, y que el del Bruno vivo fuera real… aunque esto último no podía saberlo. La única pista consistente era que no se había generado esa película luminosa que me aislaba del resto de mis compañeros, pero por otro lado estaba esa niebla…

Además, el hecho de que los muertos estuvieran arrastrando a alguien vivo no puede significar más que el propósito logrado: los muertos y los vivos conviviendo, los mundos unidos. Pero si yo, que era quien debía abrir las puerta no pude hacerlo, entonces ¿cómo es que los mundos, en algún lugar diferente de éste, se unieron?

Lo último, y quizás lo más inquietante, era que el lugar donde había estado al final, entre la niebla y siguiendo a los captores de mi gemelo vivo, me resultaba decididamente familiar. No me cabían dudas de que yo lo había conocido, que incluso había pertenecido a él. Pero a la vez, estando allí había sentido una tensión insoportable, como si mi cuerpo se estuviera desgarrando por todos lados, y a pesar de que los muertos no sentimos dolor, el horrible malestar que me produjo esa sensación me llevó al borde de las náuseas.

Con todo este arsenal de preguntas, hipótesis e incertidumbre, fui a buscar a Leopoldo, quien me recibió muy gentilmente.

- ¿Y Bruno, cómo le está yendo en esta nueva vida?

- Más o menos Leopoldo, más o menos.

- ¿No se acostumbra todavía a la visita de los soñadores?

- No es sólo eso…

Por lo visto no me estaba prestando mucha atención, o quizás lo dije muy bajo, porque él siguió:

- De todos modos, va a terminar pronto.

Con un poco más de volumen, y suponiendo que hablaba de la existencia, pero sin estar del todo seguro, le pregunté:

- ¿Qué cosa?

- Esto de que las personas vivas se le aparezcan, o mejor dicho, que usted se aparezca en sus sueños. Esto va a pasar cada vez menos, a medida que los mundos se empiecen a alejar de nuevo.

- Para nunca más encontrarse.

- Exacto.

- Pero también es posible –arriesgué- que el mundo se acabe antes de que dejen de aparecérsenos, ¿no es verdad?

- Quién sabe…- dijo, y nos quedamos los dos pensativos, mirando al infinito por algunos momentos.

- Quería contarle otra cosa, Leopoldo- dije cuando vi que no reaccionaba, sus pensamientos probablemente perdidos en ideas de olvido eterno.

- Dígame, Bruno, dígame.

- Después del muchacho que sueña, me fui de este mundo y aparecí en otro.

- Quiere decir, en el mundo del muchacho que lo soñó. Sí, a mí me pasó algo similar con usted.

- No, no era ese mundo.

Fue la primera vez que vi desconcierto en la expresión de Leopoldo.

- ¿Cómo? ¿Otro mundo? ¿Y cómo puede usted saberlo, Bruno?

- No sé cómo, pero lo sabía con certeza. Además, me resultaba muy familiar, como si hubiera estado allí antes.

El desconcierto dio lugar a la alarma. Es posible que Leopoldo previera lo que venía a continuación, porque cuando le dije:

- En ese otro mundo me vi a mí mismo, pero vivo –se le pusieron, permítaseme la exageración, los pelos de punta.

- Eso no puede ser, Bruno.

- Y le digo más –continué, haciéndome el que no lo había escuchado, para compensar su distracción de hacía un rato-: en ese mundo, los muertos y los vivos conviven, y perdóneme si acabo de cometer una redundancia.

Leopoldo comenzó a caminar en círculos, con la cabeza gacha.

- No puede ser… no puede ser…- decía.

Ahora, el que empezaba a alarmarse era yo. Sólo quería algunas respuestas, pero parecía haber desencadenado una tormenta.

- ¿Qué cosa no puede ser, Leopoldo?

- Bruno- me dijo, tomándome de los hombros y mirándome a los ojos-: lo que me está contando es imposible. Y sin embargo, le creo.

- Bueno… gracias… por creerme.

- El problema es que, aunque yo le crea, sigue siendo imposible.

- No entiendo. Yo lo vi. No puede ser imposible.

- Sí Bruno, lo es. ¿No se sintió extraño, como fuera de lugar, en ese mundo?

- Absolutamente.

- Dentro de poco, eso mismo que usted sintió vamos a sentirlo todos. El veneno de la paradoja va a esparcirse lentamente… o rápidamente, eso la verdad que no lo sé, por todos los sitios donde haya existencia. Y cuando eso pase, cuando la tensión entre estos dos mundos

cuya existencia simultánea es imposible, se vuelva incontrolable, ocurrirá como con el fuego y el papel: ambos se consumirán mutuamente hasta que no queden más que cenizas.

- Pero Leopoldo, igual todo se va a acabar pronto, ¿no es así? Todos vamos a ser devorados por Nanuk y por Yessi.

- Personalmente, no quisiera sufrir los efectos de la paradoja consumiéndome. Debe ser la sensación más insoportable de todas. El mismísimo infierno.

- Es verdad Leopoldo; yo lo sentí cuando estuve allá.

- Usted sólo comenzó a sentirlo, Bruno. La paradoja aún es joven. Si sigue creciendo, le aseguro: no quiere siquiera imaginarse cómo se siente.

- ¿Y usted, Leopoldo, cómo sabe todo esto?

- El Libro de los Muertos, Bruno –dijo haciendo acopio de toda su paciencia-. El Libro de los Muertos.

Capítulo 32.

El siguiente encuentro con mi doble fue diferente: no ocurrió ni en el mundo de los sueños de Vicente, ni en la realidad del Bruno vivo. No obstante, la misma sensación de desgarro, de cruce a través de la membrana que separa realidades –y vaya uno a saber por qué es esa la imagen que me viene a la cabezas en este momento- que había experimentado la última vez volvió a manifestarse.

Bruno estaba ahí, en el banco donde yo mismo solía sentarme cuando estaba vivo, el banco del mismo cementerio, éste pero no éste, en el que daban comienzo los sueños de Leopoldo Fuentes. Deduje, por lo tanto, que éste Bruno era el mismo Bruno vivo de la vez anterior, pero soñando.

Sólo atiné a sentarme a su lado. Él no me había visto aún: estaba mirando a Leopoldo Fuentes, que a su vez lo contemplaba desde su tumba con ojos tristes. Después de un momento Leopoldo desvió imperceptiblemente la mirada para enfocarse en mí: evidentemente, me había visto.

La tristeza había desaparecido de la expresión de Leopoldo, y ahora, con sus ojos en los míos, parecía querer decirme: Está en tus manos.

Lo único que se me ocurrió hacer en ese momento fue entablar contacto físico con mi probable Némesis. Apenas lo toqué, Bruno se dio vuelta para mirarme. El shock debe haber sido tremendo, porque ahí nomás se terminó el contacto: él desapareció, es decir, volvió a su mundo a través del despertar.



* * * * * * *

¿Cuántos Brunos existen en el universo? Esa es la pregunta que ahora me carcome los sesos. El único que puede tener algo cercano a una explicación es Leopoldo. Claro, podría empezar a leer el Libro de los Muertos hasta encontrar la respuesta a mis interrogantes, pero no tengo la paciencia suficiente. Quizás el mismísimo mundo no tenga la paciencia suficiente. Por lo tanto, elijo el camino más fácil: le pregunto a Leopoldo. Aparentemente empeñado en confundirme aún más, me contesta con otra pregunta:

- ¿En qué universo?

- ¿Hay más de uno?

- Claro. Hay dos, por lo menos, hasta donde yo sé.

Me llevó unos instantes hacerme a la idea. De hecho no pude hacerme del todo, porque pregunté:

- ¿Dos universos?

- Sí Bruno –y, una vez más apelando a la poca paciencia que parecía quedarle-: dos, por lo menos.

No fui tan tonto como para preguntarle cómo era que lo sabía. En cambio, dije:

- Eso quiere decir que mis idas y venidas son viajes a otro universo…

- No todas. Verá, Bruno –dijo mientras se sentaba en la losa de su tumba-, por lo poco que he leído, puedo decirle que aparentemente existen dos mundos en cada universo: el de la realidad habitual, y el de los sueños.

"No logro entender todavía muy bien cómo se accede al mundo de los sueños, si es individual para cada persona o único y compartido, etc. etc. Lo cierto es que ese mundo existe. De hecho, el cruce de esos dos mundos fue la clave para la creación de un nuevo universo, en el cual ningún mundo está condenado a desaparecer.

En ese momento, Leopoldo interrumpió su discurso y, con una expresión de iluminación en su rostro, seguramente destinada a impresionarme, dijo:

- El Bruno vivo con el que usted se ha estado encontrando vive en ese universo. En el universo donde los mundos se unieron. El universo que va a salvarse.

Lo miré en silencio, desconcertado.

- Claro, Bruno, ¿no lo entiende? Usted vio a una banda de muertos arrastrando a su gemelo vivo. Eso sólo puede querer decir que allí, el mundo de los vivos y el de los muertos se unieron… que usted tuvo éxito en su misión.

- No lo sigo Leopoldo… evidentemente, yo no tuve éxito. Si no, no estaríamos aquí esperando a que el mundo se termine.

- Y sin embargo, así de imposible como parece, usted tuvo éxito. Ese universo fue creado, y va a salvarse.

- Depende. Si aquél Bruno sigue vivo, chau universo, ¿me equivoco?

- Tiene razón, amigo mío. La estructura lógica de toda la existencia se desmoronaría y no sólo aquél universo, sino todos, se desvanecerían.

- Permítame corregirlo, Leopoldo, pero de esto sé más yo que usted. Desvanecerse no es la palabra adecuada. Yo lo viví en mi propia carne. Desgarrarse, arrancarse de sí mismo; eso es lo que le va a pasar a todo lo que hay.

- Se me está convirtiendo en un sabio, mi estimado Bruno. Podríamos hacer una buena dupla, entreteniéndonos con reflexiones existencialistas durante mucho tiempo, si no fuera porque...

- Sí, no hace falta que lo diga de nuevo, ya sé.

- Pero nada cambia el hecho de que un universo puede salvarse.

- Sin un Bruno vivo en él.

- Ése es el precio, efectivamente.

- ¿Sabe una cosa? En el sueño de Bruno estaba usted, el usted de allá, quiero decir. Con su mirada me dijo todo: una vez más, el destino está en mis manos. Sólo destruyendo a ese Bruno

puede haber un futuro, dondequiera que fuere. Y no hace falta que me lo digan: me doy cuenta solito, soy yo el que tiene que matarlo.

- Si yo pudiera moverme entre universos como usted, no tenga dudas, lo haría con mis propias manos.

- Pero no puede. Y tampoco es que yo pueda: me pasa, simplemente. Pero, usted dirá, por algo me pasa.

- No lo sé Bruno, parece ser que usted es una especie de elegido -me dijo, y noté el atisbo de una sonrisita burlona que no llegó a producirse. O pude haberla imaginado.

- Ni muerto puedo descansar en paz.

- Lo que me sorprende, Bruno, es que usted podría decidir no hacer nada, y sin embargo, ni siquiera se plantea esa posibilidad. Lo que va a hacer, si es que lo hace finalmente, no va a evitar que este universo desaparezca, sino que simplemente va a salvar a otro. ¿Desde cuándo es usted tan altruista, tan desprendido?

- No se trata de eso, Leopoldo, me extraña... Usted debería saber mejor que yo que todo lo que hacemos, vivos o muertos, es fundamentalmente egoísta. Si voy a matar a alguien, si voy a salvar al otro universo, será simplemente para que no tengamos que vivir ese infierno del que usted me habló; para que nuestro final sea rápido e indoloro, en las manos de los Dioses Oscuros, y no lento y desgarrador, encerrados en una paradoja insoluble.

- Bruno, no deja usted de sorprenderme. Cuánto que ha aprendido en tan poco tiempo.

- El Libro de los Muertos, Leopoldo. El Libro de los Muertos.

Capítulo 33.

La ansiedad me carcome las entrañas. ¿Habrá un viaje más, una última oportunidad? Ojalá dependiera de mí; de esa manera podría evitar esta insoportable sensación. La impotencia me aplasta y, por otro lado, los efectos de esta imposibilidad que perdura, de esta molesta paradoja, ya se empiezan a sentir incluso aquí; las implacables oleadas de contradicción hecha sangre y huesos, el cielo que se estira, se vuelve tan tenue, a pesar de esta eterna oscuridad, que permite ver a través, sin uno saber muy bien qué es lo que está viendo, aunque se agita como el fuego... Pero fuego no es. No sé, nadie puede saber, lo que es eso que está detrás de todas las cosas.

Muchos dejan su felicidad en las manos de los demás, y entonces cuando las cosas salen mal -cuando un partido de fútbol se pierde, cuando Dios no escucha las oraciones de súplica- la culpa está afuera: la Selección, el Señor, el gobierno, la vida. No reconocen que no deberían esperar tanto de lo que no depende de uno mismo. Es posible que yo tampoco lo supiera cuando estaba vivo y que recién ahora, muerto y pudriéndome, destinado al olvido que ya está cerca, me de cuenta de una verdad tan esencial. Pero en mi caso, que justamente no quisiera que lo que debo hacer dependiera de nada más que de mi propia voluntad, todo pasa exactamente al revés. Tengo que quedarme acá, esperando a que alguna fuerza que no conozco y que mucho menos sé cómo actúa, se apodere de mí, me lleve hasta allá y me permita hacer lo que tengo que hacer.

¿Será, al final, Dios, en el que nunca pude creer del todo? ¿Será Él quien me maneja como a su marioneta preferida? Yo prefiero pensar que no, que lo que me mueve es una especie de voluntad colectiva, un conocimiento inconsciente de la serie de causas y efectos que

determina la forma en que se mueve el universo... Siempre se dijo que la mente humana es más poderosa que lo que se cree y conoce; entonces, ¿no sería posible que ella misma, o mejor dicho, la concurrencia de todas las mentes del mundo, tuviera la fuerza suficiente para forzar los hechos hacia la dirección que el Destino predeterminó?

Pero incluso si así fuera, ese Destino debería haberse originado de alguna manera. Y otra vez, el fantasma de Dios me nubla los pensamientos...



* * * * * *

Como dije antes, aquí el tiempo es caprichoso. Ahora resulta que entre un pestañeo y el siguiente me parece que hubieran pasado siglos.



* * * * * *

Ahora puedo ver mejor qué es lo que hay del otro lado del cielo, y prefiero dedicarme a mirar al suelo.



* * * * * *

Los instantes, los días de pura noche, las eras se suceden y yo sigo aquí, inmóvil e inmovilizado. Aprieto con fuerza la daga de piedra que yo mismo afilé a partir de un pedrusco insignificante. No la soltaría por nada del mundo.


* * * * * *

El malestar, la náusea, son cada vez más visibles entre mis compañeros. Algunos, me imagino que los más sensibles, o los que más tiempo llevan muertos, ya se revuelcan por el piso, retorciéndose como si realmente pudieran sentir algún dolor físico. Quizás lo que sienten es un recuerdo del dolor de cuando estaban vivos. O el del dolor del instante de su muerte.



* * * * * *

Tarde o temprano yo también habría de revolcarme en el piso.



* * * * * *

Sí, es dolor, un dolor tan inhumano, tan irreal, tan lejano pero profundo a la vez que no podría describirlo de ninguna manera. Los muertos, se dice, no sienten dolor, pero cuando el mismísimo universo es el que sufre, nada le puede ser ajeno.



* * * * * *

Cuando no pude aguantar más, cuando el infierno que había pronosticado Leopoldo se volvió más real y más terrible de lo que hubiera osado imaginar, me puse de pie y di un grito. Le grité a ese cielo que se desgarraba, pero sobre todo a lo que estaba detrás, esa sustancia imposible que ya estaba amenazando con entrar a este lado.

Fue mi grito, fue mi propia voluntad, lo que me llevó al otro universo.

Capítulo 34.

Me encontré, mareado por el sabor a infierno que todavía recorría mi ser de punta a punta, en el mismo cementerio una vez más; por supuesto, no era el mismo sino otro, el del mundo donde Bruno todavía estaba vivo.

Me llamó la atención la tranquilidad que reinaba en el lugar, a pesar de que las tumbas estaban abiertas. ¿Dónde estaban todos los muertos? Después sentí el olor entre ácido y putrefacto, y mi instinto me dijo que ese olor era el de la carne muerta quemada.

Cuando miré al piso vi varios cuerpos calcinados, y me di cuenta de que si los tocaba se convertirían instantáneamente en puras cenizas, como un libro extremadamente viejo que se deshace entre las manos de quien quiere leerlo.

Enseguida vi la luz de una llamarada en el otro extremo del cementerio, allí donde debería encontrase la tumba de Leopoldo Fuentes. ¿Qué podía hacer yo, más que correr hacia ese lugar?

El espectáculo con que me encontré heló la poca sangre que todavía quedaba en mi cuerpo. Benjamín, Felipe y Bruno, de espaldas a mí, miraban cómo se encendía el cuerpo de Leopoldo Fuentes, víctima de una ráfaga de fuego proveniente de un lanzallamas que sostenía... ¡Lucero, su propia hija! ¿Entonces, Bruno no sólo representaba la amenaza más grande de todas, sino que además, junto a sus secuaces -¡gente que yo había apreciado tanto durante mi vida!- estaban acabando con todos los muertos del cementerio? Traté de relacionar e imaginarme qué podría tener que ver esto con la escena de la vez anterior, Bruno siendo arrastrado por un grupo de muertos, pero la furia pudo más, y prácticamente de un salto estuve detrás de Bruno.

¿Cuánto de asesinato y cuánto de suicidio tenía el acto que estaba a punto de cometer? Éramos Bruno y Bruno, yo mismo provocándome la muerte, y sin embargo, lo hacía para poder sobrevivir un poco más. Claro que en ese momento no pensé en nada de eso: no pensé nada de nada. Sin saber de dónde venían las palabras, me oí diciéndole al otro Bruno al oído: No se puede estar vivo y muerto a la vez, Bruno. Y, simplemente, pasé la cuchilla de piedra por su garganta.


* * * * * *

Vi el horror en la cara de Lucero al percibir el resplandor de la sangre en el cuello de Bruno. Vi a los chicos dándose vuelta, sacando su mirada del hipnótico espectáculo de Leopoldo Fuentes consumiéndose entre las llamas, y pasando a ver la forma en que Bruno se desangraba mientras caía al suelo.

Un instante después Lucero me vio. Al principio pareció desconcertada: Bruno estaba tirado en el piso, muriendo, y Bruno estaba al lado, con el cuchillo de piedra lleno de sangre, en la mano. No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que yo, a diferencia del otro Bruno que desde el suelo dejaba escapar su último aliento, estaba muerto desde mucho antes.

Ahora sí, presa de un horror enloquecedor, apuntó su lanzallamas hacia mí, y sin escuchar a Felipe, que le decía que no, porque seguramente quería saber quién era yo, lanzó una catarata de llamas hacia mi cara.

Cuando el calor empezaba a acercarse, a hacerse insoportable, a derretirme los ojos, ya no estuve más en ese lugar.

La tranquila noche de mi cementerio volvió a envolverme en su manto.



* * * * * *

La paradoja continúa, lo siento en los huesos. Todavía es muy sutil, no creo que los demás lo perciban, pero yo tengo más experiencia. Tampoco me cuesta descubrir por qué persiste: ahora, Leopoldo desapareció completamente de aquél otro universo, el lanzallamas que empuñó Lucero lo llevó un paso más allá, ya ni siquiera está muerto. Pero acá todavía existe y es nuestra peor amenaza.

Todavía tengo el cuchillo de piedra teñido de sangre en mis manos.

Fin de la Tercera Parte

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