sábado, 30 de abril de 2011

Epílogo

EPÍLOGO

No hubo velatorio para Bruno. Su muerte fue discreta, y sólo supieron de ella los familiares directos y, por supuesto, Lucero, Felipe y Benjamín, quienes la presenciaron y anunciaron.

El motivo de la discreción fue la secreta decisión de romper las "nuevas reglas en lo referido a la muerte" y enterrarlo en lugar de cremarlo. A pesar de que iba contra todo lo que habían predicado últimamente, a pesar de que significaba dar inicio a una nueva "cuenta regresiva" para el despertar de los monstruos que tanto trabajo les estaba dando evitar, ninguno quería resignarse a que Bruno dejase de existir, y esto porque sabían que en este nuevo mundo los muertos salen de sus tumbas a la medianoche, y hasta el amanecer pisan el mismo suelo, si bien limitado por las murallas infranqueables del cementerio, que los vivos.

En definitiva, Bruno podía seguir estando, de alguna manera, entre ellos. Ni los padres, ni los amigos, y ni siquiera Lucero, que lo conocía mucho menos, parecían dispuestos, o preparados, para borrarlo de sus vidas.

Felipe había propuesto, la noche en que Bruno murió en el cementerio, que ocultaran su cuerpo en el ataúd de Leopoldo Fuentes, que ahora estaba libre y vacante. Tanto Lucero como Benjamín estaban locos de desesperación y les costó escuchar y entender lo que el más racional Felipe estaba proponiendo, pero finalmente los tres coincidieron en que ocultarlo era la mejor alternativa. No hubiera sido prudente llevar a cuestas el cuerpo a la casa de los padres de Bruno para darles la noticia en vivo y en directo, primero porque podría haber gente en la calle a la que la escena pudiera perecer sospechosa; y segundo, porque llegar y decirle a Clara, tirándole el cadáver de su hijo en la mesa: Murió en manos de sí mismo, era más bizarro que cualquiera de las cosas que habían hecho hasta ahora.

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De acuerdo a Las Leyes del Cementerio, compiladas, como ya sabemos de sobra, de manera ejemplar en el Libro de los Muertos, al haber ya pasado la medianoche cuando Bruno fue enterrado, no tuvo otra opción más que permanecer en su sepultura sin poder levantarse hasta la noche siguiente.
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El día que transcurrió entre las dos noches fue particularmente extraño y oscuro, como si no fuera el día, sino una noche pero de otro tipo, lo que las uniera. Entre noticias de cementerios profanados e incinerados, guiños periodísticos y acuerdos tácitos de los gobiernos para, sin alentar estas prácticas abiertamente, darles vía libre sin castigarlas, y protestas de las iglesias que no llegaron a casi ningún oído, la familia de Bruno se debatía entre la desesperación, la amargura y la ansiedad.

Los portavoces de la fatal noticia tuvieron la prudencia de omitir la identidad del asesino, y sólo dijeron a su familia: Lo mató un muerto, sin entrar en más detalles. Tampoco hizo falta: Clara no preguntó nada más, porque entró en un estado de aflicción tan profundo que la privó de toda palabra y pensamiento. Tan contagiosa y tangible era la angustia de la madre, que los demás, incluido el padre de Bruno, no pudieron más que abrazarla, llorar con ella y esperar, si no a que el dolor menguara, lo cual para una madre con un hijo muerto es imposible, sí, al menos, a que recuperara el entendimiento y la

palabra, a que pudiera volver a pensar con cierta claridad, y a que fuera posible comenzar a planear los próximos pasos.

Todos estuvieron de acuerdo en que tenían que llevarle su violín. También le llevaron ropa limpia, sin entender que cualquiera que fuese la vestimenta, en poco tiempo estaría arruinada por las idas y venidas entre la tierra de la tumba. Tomaron algunos elementos para limpiar el cuerpo, y eso fue todo: como no conocían a ciencia cierta cuáles podían ser las necesidades de los muertos, prefirieron esperar a la noche y preguntarle directamente a Bruno, si es que él ya las había aprendido por alguna especie de instinto que otorga la muerte.

A las diez de la noche estuvieron en el cementerio. Después del impacto de ver a su hijo muerto, para lo cual Felipe, Benjamín y Lucero dieron a los padres todo el tiempo que fue necesario, Clara pidió a los demás que se retiraran por un momento, y entonces desvistió a su hijo y, con todo su amor, limpió su cuerpo. La sangre que se había secado alrededor del cuello la ablandó con sus propias lágrimas, y esto hizo más sencilla la tarea de quitar esa mancha infame. Lo que no pudo borrar, ni siquiera disimular, fue la herida que había provocado la rústica, la improvisada daga de piedra y, presa de una agobiante frustración, rompió a llorar una vez más sobre el cadáver de su hijo.

Finalmente limpio y bien vestido, los hombres colocaron al muerto en el ataúd y, en el poco tiempo que quedaba, improvisaron una despedida mucho más certera que las habituales ceremonias religiosas: en ésas se anuncia el reencuentro con el muerto en una incierta eternidad; en cambio, a Bruno le estaban diciendo solamente, pero con plena seguridad de que así sería: Nos vemos en un rato.

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Así siguieron las cosas durante un tiempo. Lo visitaron a la medianoche hasta que la decadencia de su cuerpo se les hizo insoportable. Fueron abandonándolo, en este orden:

Lucero, un par de meses después del día de la muerte.

Felipe, poco más de un año después.

Benjamín, de corazón más grande, dos años y medio después.

Papá, casi cuatro años después.

Mamá, siete años y algunos meses después.

Desde entonces, Bruno Ledesma, el único muerto sobreviviente del cementerio de nuestra historia, se abre camino como puede desde el fondo de su tumba prestada, empuña su violín y, sentado en el banco donde se decidió tanto tiempo atrás su destino, se pone a tocar siempre la misma melodía: la que salvó al mundo del Apocalipsis, pero también, la que le cantó al oído su propia sentencia de muerte.

FIN

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