sábado, 30 de abril de 2011

Segunda Parte

Segunda Parte


CONVERGENCIA
Capítulo 29.

Bruno no hubiera esperado lo que había pasado. Esa misma noche, en la cama pero sin poder dormir, recordaba cada momento. La canción. Las tumbas abriéndose. La aparición de Leopoldo Fuentes, el de verdad: no el sueño, no la imagen de la cabeza de Bruno, sino el muerto de carne y hueso.

Bruno había presentido que algo extraño iba a pasar: si los mundos se unían, y si en aquél de su sueño los muertos andaban por ahí como si estuvieran vivos, era presumible que aquí pasara lo mismo. Bruno lo había imaginado, pero verlo en la realidad lo dejó estupefacto y horrorizado. La absurda lógica de los muertos conviviendo con los vivos no era algo por lo que se hubiera preocupado antes. "Hay que salvar al mundo", había pensado, y todo lo demás había sido secundario.

Leopoldo Fuentes no le había ocultado nada; no había nada que se le pudiera reprochar. Sin embargo, ahora Bruno se preguntaba si verdaderamente el fin de todo esto era que la humanidad se salvara de los supuestos monstruos del inframundo, o si en realidad Leopoldo Fuentes solamente quería, de alguna manera, resucitar. No, no era posible; el Libro de los Muertos decía claramente lo que decía. ¿Y si era una falsificación, un truco del muerto para acceder a este mundo? Después de todo, Bruno no tenía idea de cómo se construían los sueños, y ¿por qué no podía ser posible que sus propios habitantes pudieran manipularlos? Era su mundo, después de todo, y en él Bruno había sido sólo un invitado... ¿O un rehén? ¿O una víctima?

De esa manera, Bruno se pasó la noche entera sin dormir. Un poco antes de eso, cuando escaparon del cementerio, empujando carne muerta hacia los costados, manchándose las manos y la ropa de podredumbre, sin pensar en nada más que en alcanzar el paredón, treparlo y no volver allí nunca jamás, los tres amigos se dirigieron, corriendo tan rápido como podían, hacia la casa de Bruno.

Clara estaba levantada. Finalmente, a pesar de su anterior aparente soltura de espíritu, no había podido conciliar el sueño. Estaba de jogging, sentada en la mesa de la cocina, tomando café. Cuando los vio, tan pálidos que los muertos parecían ellos y no los que habían dejado atrás, se levantó, abrazó largamente a su hijo, y luego preguntó alarmada:

- ¿Qué les pasó?

- Resucitamos a todos los muertos del cementerio, eso nos pasó- dijo Benjamín con voz temblorosa, sin ningún respeto ni compostura-.
Resucitamos a todos los asquerosos muertos de ese puto cementerio.

- Necesitamos bañarnos, mamá. ¿Podemos?

- Sí, claro. Vayan de a uno y mientras tanto me van contando. Qué alivio que estén bien-. Y mirando a Bruno mientras le tomaba la cara entre las manos:- No sé en qué estaba pensando. No sé cómo pude dejarte hacer esto.

- Tranquila, mamá, no es mi integridad lo que debería preocuparte ahora. En este momento, un ejército de muertos debe estar preparándose para invadir el mundo de los vivos. Quién sabe qué van a hacer con nosotros…

- ¿Pero no se suponía…?

- Ya no sé qué se suponía y qué no, qué es verdad y qué es un fraude… Una sola cosa puedo dar por cierta, y es que en efecto, este mundo y el de mis sueños se unieron. Pero sólo Dios sabe cuáles serán las consecuencias.

Se bañó Benjamín, después Felipe, y mientras tanto Bruno puso a Clara al tanto de los pormenores del episodio de la medianoche. Cuando él fue a bañarse y a sacarse el asqueroso olor a podrido de encima, su madre volvió a la cama.

Una vez que los tres estuvieron presentables de nuevo, se sirvieron más café –Clara les había convidado antes- y, ya un poco más calmados, cerraron la puerta para no molestar a los Ledesma y se sentaron en la mesa de la cocina a planear sus próximos pasos.

- Tenemos que ir a ver- dijo Felipe.

- ¿Estás loco? Bruno, decile que está loco. Está loco, ¿no?

- Tenemos que ir, Benjamín- dijo Bruno, muy serio.- Quién sabe qué puede estar pasando en este momento. Yo soy el responsable y ustedes mis cómplices, ¿no?

- No podemos dejarlos salir- siguió Felipe, como hipnotizado, los ojos en la pared y más allá también.

- ¿Y si ya salieron, qué? ¿Los vamos a llevar de la mano de vuelta a sus tumbas?

A regañadientes, Benjamín fue con ellos. Fueron en el auto, más precisamente en el Ford Ka de Clara, el único que le permitían manejar a Bruno (el auto del padre, más grande y lujoso, había sido víctima de un pedo tremendo del muchacho pocos meses antes, durante el cual un poste entrometido le había producido rasguños, si no graves, al menos dignos de la consideración del padre y fundamento suficiente para prohibirle su uso por algún tiempo).

Se aproximaron con extrema cautela al cementerio, mirando para todos lados, cada vez más nerviosos. No vieron nada que les llamara la atención durante el trayecto, y una vez frente a la entrada, respiraron aliviados al ver que la puerta principal no había sido violada, y que lo poco que podían ver hacia el interior les permitía pensar que todo estaba tranquilo.

¿Había sido todo un sueño, o una alucinación colectiva? Se acercaron un poco más, los tres con la mirada fija en la oscuridad de adentro, y de repente vieron una sombra cruzando por la calle central, que desapareció rápidamente detrás de una bóveda. Los tres se

sobresaltaron ante la viva imagen de la realidad: los muertos estaban ahí, efectivamente resucitados y dando vueltas como si estuvieran vivos, pero por algún motivo seguían adentro. O bien todavía no se habían atrevido a salir, o de alguna manera no podían hacerlo. De cualquier forma, no parecían constituir una amenaza, por lo menos no durante lo que quedara de esa noche, así que pegaron la vuelta y volvieron por donde habían venido. Bruno dejó a cada uno en su casa, regresó a la suya y se acostó, pero como ya se dijo, no pudo conciliar el sueño en toda la noche.

Capítulo 30.

El día siguiente amaneció sin complicaciones extraordinarias en el mundo. Bruno prendió el televisor mientras desayunaba, pero no hubo ninguna noticia que tuviera que ver con los sucesos de la noche anterior. Los muertos no habían salido a la calle, o si lo habían hecho, habían vuelto en silencio a su morada eterna, sin molestar a nadie. Bastante más tranquilo, Bruno tomó varias tazas de café y salió una vez más hacia el cementerio, su segundo hogar.

Recordaba el aspecto del lugar cuando lo dejaron: todas las piedras corridas, la tierra removida, los muertos vagando por ahí. ¿Podría ser que nadie más que ellos tres lo hubieran visto, a esta altura? El cementerio ya debía estar abierto. Si alguna señora de esas que van todos los días bien temprano a visitar a sus muertos se hubiera encontrado con el esqueleto de su madre diciéndole Hola hija, tanto tiempo, ¿no habría pegado un tremendo grito, dejado caer las flores que seguramente traía en su mano, y echado a correr para denunciar la presencia de un molesto ser querido que volvía de la muerte a cagarle la vida?

Claro, pensó Bruno cuando llegó y vio que todo parecía normal: no hay nada que denunciar, no hay ni un muerto fuera de su tumba, todas las losas están en su lugar, etc. etc. Volvió a preguntarse, una vez más, si todo lo que había pasado podría haber sido una alucinación, o un sueño de una noche que había creído pasar en vela, pensando en un suceso absurdo acontecido algunas horas antes, pero durante la cual, en verdad, había dormido como un angelito.

Se acercó una vez más a la tumba que había cambiado el curso de su vida, la tumba de Leopoldo Fuentes, la de quién, si no. Se paró frente a ella y, de brazos cruzados y ceño fruncido preguntó, como preguntándole a un Leopoldo Fuentes ahí, real, presente:

- ¿A qué estamos jugando?

Por supuesto que Leopoldo Fuentes, perfectamente muerto debajo de esa losa muy bien puesta… ¿muy bien puesta? Bruno miró mejor, es más: se arrodilló frente a la sagrada sepultura para poder mirar aún mejor que mejor. ¿Y qué fue lo que vio?, se preguntan todos. Bruno vio que la losa no estaba
tan bien puesta. Estaba un poquito, muy poquito, corrida de su lugar de calce perfecto. Como si alguien, desde abajo y sin poder ver

claramente la coincidencia de los lados de la fosa con los de la losa, con perdón de la rima involuntaria y de pésimo estilo, como si, digámoslo de una vez y sin más misterio innecesario, como si el muerto, al volver a meterse en la tierra hubiera, de la mejor manera que pudo, puesto la bendita piedra en su lugar para simular que ahí no había pasado nada.

Así que había sido cierto. Lo que había pasado, había pasado. Los muertos se habían levantado de sus tumbas, mal que nos pese. Habían deambulado a su antojo por el cementerio, aparentemente no habían salido de él –no había ningún indicio de que semejante cosa hubiera pasado-, y en algún momento habían vuelto a sus guaridas, como ratas a sus madrigueras. Era muy probable que el retorno se hubiera producido antes de que el cementerio abriera, porque de lo contrario alguna alarma se habría disparado: como se dijo, alguna vieja habría visto que algo no andaba bien y habría puesto su grito en el cielo: ¡AAAAAAHHHH!

Todas estas conclusiones podrían llamarse apresuradas, pero gracias a ellas Bruno se fue haciendo una imagen de lo pasado y lo por venir. En primer lugar, lo más importante: los muertos no parecían presentar una amenaza a la sociedad. ¿Por qué, si no, en su primera noche de libertad, no fueron a comer cerebros por ahí, como en las películas? Evidentemente, en la realidad los muertos no comen cerebros, qué pelotudez, pensó Bruno. ¿A quién se le puede ocurrir, comer cerebros? Por Dios.

En segundo lugar, parecía probable que los muertos se movieran durante la noche. De alguna manera, el día estaba prohibido para ellos. Y, si se ponía a pensar, Bruno se deba cuenta de que, en sus sueños, siempre era de noche.
En un mundo y en el otro, los muertos sólo salían a la superficie de noche, y ahora que los mundos estaban unidos, que eran sólo uno, ya nunca más dos mundos separados, ni siquiera cercanos, sino uno solo, las reglas no tenían por qué haber cambiado.

Reglas, leyes, fue la tercera cosa que pensó Bruno. Aparentemente, los muertos no podían hacer lo que quisieran en este mundo (ni tampoco en el otro, que ahora era parte de éste). Eso era bueno: si no existieran estas probables "leyes del cementerio" (qué ocurrencias tan extrañas las tuyas, Brunito), el caos habría tomado al mundo de rehén, vaya a saberse con qué consecuencias. Es verdad, en los sueños Leopoldo Fuentes parecía buen tipo, se comportaba como un ser humano común y corriente, pero ¿quién sabe si todos eran como él? ¿Y si había alguna secta suicida, enterrada toda en el mismo cementerio, una secta que supiera la verdad, y que esperara el momento de la Resurrección para conquistar el mundo? ¿Se imaginan a un muerto como presidente, a una muerta como presidenta, o peor aún, como Emperador o Emperatriz del Mundo, o peor aún, incluso: como Soberano o Soberana Supremo o Suprema del Universo o Universa? Bruno esperaba sinceramente no

estar equivocado, y que las Leyes del Cementerio existieran realmente, y controlaran el comportamiento de los muertos.

Cuarto pensamiento, que lo llenó de pavor:
esto debe haber pasado en todos los cementerios del mundo. No tenía forma de saberlo con certeza en ese momento, debería esperar a la noche, por ejemplo, e investigar en otro cementerio, digamos el de Olivos, por ejemplo, para verificar si en verdad los muertos también se levantaban a vivir la noche o no.

Pero Bruno no quería ir a ningún otro cementerio: él quería volver a éste, juntar coraje y encarar directamente a Leopoldo Fuentes, porque humildemente reconoció que, a partir de ese momento, no tenía ni la más puta idea de qué hacer a continuación para seguir salvando al mundo. Por otro lado, estaba el asunto de Lucero, la hija de Leopoldo Fuentes, y de Alicia, su mujer. Y de Joaquín, por supuesto. Esperaba que el muerto, ahora mucho más fácilmente accesible, porque bastaría con presentarse frente a su tumba a la noche, probablemente a la medianoche, que había sido la hora en que se habían levantado la vez anterior, y esperar a que saliera de entre los grumos de tierra, o terrones; que el muerto, decíamos, quisiera volver a hablar son él.

Lo que Bruno no sabía aún era si comunicarse con el Leopoldo Fuentes realmente muerto sería igual a dialogar con la imagen de sus sueños. Por empezar, había una diferencia que ya había experimentado: el olor nauseabundo que despedía el verdadero cadáver, además de su aspecto mucho más repulsivo. Por otro lado, Leopoldo Fuentes le había hablado, le había dicho Buenas noches, Bruno Ledesma. Al menos esto sí lo hizo bien, y la voz era la misma, y el tratamiento formal era el mismo: se percibía claramente que el respeto seguía siendo el mismo. Incluso a pesar del enojo que seguramente seguía embargándolo y que hacía pensar que, además de las inesperadas motricidad, locuacidad, vista, etc., los muertos que resucitan y salen de sus tumbas por las noches tienen buena memoria.

El plan que comenzó a tomar forma en su mente incluía entre otras cosas:

- mandar a Benjamín a un cementerio X para ver si los muertos se levantaban a la medianoche.

- mandar a Felipe a un cementerio Y para la misma cosa.

- ir él mismo al cementerio Z, que es el ya visitado hasta el hartazgo en esta historia, encarar a Leopoldo Fuentes cuando se presentase, y pedirle explicaciones y ayuda.

- llamar a Lucero y preguntarle qué había pasado con el caso de Joaquín.

Este último punto le preocupaba sobremanera: no sabía por qué, todavía, pero cada vez le dolía más, en lo profundo de su alma, el poder llegar a ser responsable del dolor de esa mujer.

Capítulo 31: la historia de Lucero.

¿Qué fue lo que me pasó? ¿Cómo llegué a ese bar, cómo permití que este desconocido, este inquietante desconocido, me hablara de estas cosas? Lo cierto es que ahora ese desconocido es Bruno, que no me puedo olvidar de sus ojos, y que me abrió la puerta para saber, finalmente, qué le pasó a mi padre. Quién lo mató.

Del bar me fui a casa. Mamá estaba cocinando: como todos los domingos, hacía ravioles. Desde la muerte de papá se acabaron los almuerzos familiares, cuando nos juntábamos con los tíos y los primos. Todos son de la familia de papá; mamá es hija única y no queda nadie de su lado. Era previsible que, ya sin él, la familia se dispersara: jugaba el papel del nexo que nos mantenía unidos. Por supuesto, la tristeza de mamá después del asesinato y su negativa a reunirse con nadie tampoco ayudaron.

- Mamá, tengo algo muy importante para contarte.

Ella dejó de amasar, me miró mientras se limpiaba un poco las manos en el delantal, y adivinó el tema por el tono de mi voz:

- Es sobre tu papá, ¿no?

- Sí, mamá. Es sobre papá.

Se sentó frente a mí en la mesa de la cocina. Con la voz resignada de alguien que pasó un año sufriendo, un año buscando justicia sin encontrarla, pero con un atisbo de esperanza que iluminaba de alguna manera sus palabras, me dijo:

- Contame, hija.

Sentí que tenía toda su atención, sentí la avidez en sus ojos. Por desgracia, también sentí el dolor, el terrible dolor que creía que se estaba diluyendo, pero no, seguía tan vivo como hace un año, sólo que el polvo de lo cotidiano lo había ocultado. Mis palabras fueron como una ráfaga que disperso todo ese polvo y dejó, una vez más, el dolor en la superficie, en carne viva. En ese momento me arrepentí profundamente de lo que había dicho, y deseé nunca haber hablado, podría haber hecho todo sola y, si realmente encontraba algo detrás de las palabras de Bruno, entonces sí contarle a mamá que se había hecho justicia. Pero ya no podía volver atrás, me sentí empujada por un camión enorme que no paraba, por un bloque de cemento de una tonelada que se deslizaba cuesta abajo, lentamente, por la ladera de una montaña enorme. Un destino que de pronto se me volvió inevitable me obligó a seguir.

- Vengo de hablar con una persona que me dio información sobre papá. Puede ser clave para descubrir quién lo mató.


* * * * * * *

Fuimos juntas a la comisaría. Yo ya le había contado todo a mamá, incluso lo que me había producido Bruno Ledesma. A esto último ella no le prestó atención, y es lógico: su vida se había convertido en nada más que averiguar quién le había arrebatado a su esposo. Claro que yo sufrí mucho su pérdida, también, claro que me importaba muchísimo saber la verdad, pero estoy totalmente segura de que mi dolor no era nada comparado con el de ella. Me sentía una porquería, pero cuando estábamos contándole la historia al oficial de policía que nos atendió, habiendo decidido de común acuerdo no

revelar nuestra fuente, mi mente derivó lentamente, suavemente, al recuerdo que me había quedado de Bruno Ledesma. Mi fuente que no sería revelada.
* * * * * * *

La contundencia de las palabras de mi mamá fue decisiva para que la policía emprendiera inmediatamente la búsqueda de Joaquín Valenzuela. Yo no podría haberlo hecho mejor, incluso siendo quien había recibido el mensaje original.

No fue nada difícil encontrarlo. Al día siguiente estaba sentado en la sala de interrogatorios, y mi mamá y yo del otro lado del vidrio/espejo. Por un momento me sentí dentro de una película, pero la sensación pasó rápidamente y fue reemplazada por una especie de odio contenido: ese hombre podía ser el asesino de mi padre, y por eso sentía odio, pero también podía no serlo. Es una emoción muy difícil de explicar con palabras, pero al final, todas las emociones son difíciles de explicar. La que siento por Bruno, ese muchacho que no logro borrar de mis pensamientos, y que se vuelve cada día más intensa, más borrosa pero más intensa, tiene el sabor de un barco alejándose de la costa donde estoy parada, un barco en el que viaja un ser muy querido, un barco que se va perdiendo en el horizonte, y a medida que eso pasa, mi desesperación, la certeza de que jamás va a volver, es más y más profunda.

Casi con lágrimas en los ojos vi como el inspector de policía entraba a la habitación y se sentaba frente a Joaquín Valenzuela.

Capítulo 32: el interrogatorio.

El inspector de policía abrió la puerta, entró en la habitación y se sentó frente a Joaquín Valenzuela. Después de las formalidades habituales –nombre, domicilio, edad, estado civil, etc.- pasó a lo realmente importante.

Inspector - ¿Conoce o conoció en algún momento a Leopoldo Fuentes?

Joaquín (nervioso, sudando, claramente no acostumbrado a este tipo de situaciones, sin siquiera haber pensado en llamar a un abogado, tan precipitada había sido la serie de eventos de las últimas horas. Sabía que, si habían llegado hasta él, ya no había escapatoria. Lo habían descubierto. Por lo tanto, decidió no prolongar la agonía y decir la verdad) – Sí, lo conocí.

I - ¿Podría describir las circunstancias?

J (ni remotamente imaginando que la viuda y la hija podían estar escuchándolo del otro lado del espejo) – Yo le pagaba a él por sexo.

I (sorprendido, incluso después de años de haber escuchado todo tipo de barbaridades, sobre todo por la descarada franqueza del interrogado) - ¿Usted sabía que Leopoldo Fuentes era un hombre casado y con familia?

J – (fue entonces cuando se dio cuenta de que la familia podía estar escuchándolo, y sintió como una bofetada en todo su cuerpo).

I - ¿Durante cuánto tiempo mantuvo esa relación con Leopoldo Fuentes?

J – Cerca de seis meses.

I - ¿Y por qué dejaron de verse?

J – Porque Leopoldo está muerto, fue asesinado.

I - ¿Cuándo y por qué medios supo usted que había sido asesinado?

J (jugadísimo, ajeno a la realidad y a las circunstancias, con la mente anulada, hablando sólo desde la emoción) – Lo supe en el instante en que lo apuñalé. Cuando me dijo que no podía seguir viéndome. Estábamos en mi casa, después de una sesión de sexo como cualquiera de las anteriores, y me dice "Joaquín, esta es la última vez, no puedo seguir haciendo esto, aunque necesite la plata", y yo no supe qué decir, yo lo amaba, lo amaba con todo mi corazón y con todo mi cuerpo, fue la única persona a la que amé en mi vida, y él me estaba diciendo que no podíamos seguir con lo nuestro, que era una ilusión mía, él era casado y me cobraba por sexo, él no me amaba, pero yo no me daba cuenta, estaba enceguecido, y cuando me dice que no puede seguir con esto, todo el mundo se derrumba a mi alrededor, me doy cuenta de golpe de que él estaba conmigo sólo por el dinero, que si no podía seguir era porque me consideraba repulsivo, lo que yo vivía como la mayor felicidad del mundo a él le daba asco, al punto de necesitar renunciar incluso cuando necesitaba la plata, mi amor era un chiste patético, cuando todo eso me golpeó en la cara no pude contener el impulso, me arrojé sobre él y su cabeza golpeó contra la pared y se desmayó, y corrí a la cocina, busqué una cuchilla y lo maté, llorando como un chiquillo le clavé la cuchilla en el pecho no sé, diez o veinte veces, con todo el odio y con todo el amor que sentía en ese momento…

I – Basta, es suficiente. (miró hacia el espejo, y era como si la desesperación y el odio y la sed de venganza y la angustia de las dos mujeres pudiera atravesarlo; sentía toda esa ola de emociones en el aire)

J (viendo al inspector mirando al espejo, y mirando él a su vez, ya completamente seguro de quiénes estaban del otro lado. Llorando desconsoladamente) – Perdónenme, por favor.

I – Acompáñeme por aquí.

Ese momento marcó el final de los días de libertad de Joaquín Valenzuela.

Capítulo 33 - Sigue la historia de Lucero.

¿Cómo se puede describir lo que sentí? Por un lado, la certeza de saber que finalmente habíamos dado con el asesino de mi padre. No sé cómo será morir, pero el hecho de ponerle un punto final a la obsesión de todo un año, y sobre todo que haya sucedido tan repentinamente, fue como una tonelada de cemento cayéndome encima de repente y sin previo aviso. Ya estaba: no había más que hacer, la motivación se había acabado. Lo que nos había mantenido tan unidas a mi madre y a mí, la expectativa por descubrir la verdad, se había visto consumada por una llamada inesperada, una charla desconcertante y una confesión extremadamente simple y rápida. Ahora estaba todo dicho, el asesino estaba ahí, y en lugar de sentir que todo había salido como desde hacía un año veníamos esperando, me invadió un desconsuelo tremendo. ¿Sentirán lo mismo todos los familiares de víctimas que terminan encontrando a los culpables de su desdicha?

La segunda sensación era más negativa si cabe. Era la consecuencia de lo anterior: el deseo irracional de descargar todos los odios, las frustraciones y las amarguras de mi vida en el hombre que estaba del otro lado del vidrio, y al que no podía tener acceso. ¿Qué puede tener de bueno, me pregunté, encontrar al culpable de un crimen si no se le pueden poner las manos encima?

Por último, lo peor y lo que envolvía a todo lo demás: la aberrante relación entre mi papá y ese hombre. Siempre había sentido un profundo respeto por mi padre: un hombre trabajador, abocado a su familia, lleno de amigos, excelente marido... Y ahora, me entero de que se acostaba con un hombre. ¡Por Dios, en qué cabeza cabe! ¿Mi papá, homosexual? No puedo creer eso. Y sin embargo, lo que hizo es, quizás, incluso peor que eso. Lo que hizo no sólo fue una traición a su familia, también fue una traición a su propia naturaleza. Mi papá no era homosexual, no cabe ninguna duda sobre eso, y sin embargo se prestó a ese juego inmundo sólo por un poco de dinero.

Ojalá nunca hubiera existido este día. Hubiera preferido no conocer jamás al asesino en lugar de pasar por todo esto. Mi madre está destrozada. Por un lado, quisiera arrancarle la piel con las manos a este monstruo, a este Joaquín Valenzuela, y destruirlo muy lentamente, no sólo por haber matado a mi padre, y encima por un motivo tan estúpido, sino también por haberle develado la repulsiva verdad sobre el hombre que compartía su cama y su vida. Todos los buenos recuerdos que podrían haberla acompañado hasta su muerte, ahora que ya no existía la incertidumbre sobre la identidad del perpetrador del crimen, se habían ensuciado y no había nada que pudiera sacarles el olor a podrido que ahora tenían, que los cubría con una película de porquería igual a la que cubre a las aves marinas después de un derrame de petróleo.

Cualquiera odiaría a Bruno Ledesma por habernos conducido por este camino. Quizás mi mamá lo haga. Yo, en cambio, y tal vez influenciada por otras cuestiones, podía entender su intención, podía ver más allá del hecho en sí, de sus palabras que llevaron a que el recuerdo de mi padre quedara arruinado para siempre. Bruno, simplemente, quería ayudarme a saber la verdad. Además, también es cierto, y puedo tener la mente clara para pensar esto sólo porque no quiero guardarle rencor a Bruno, es cierto que yo podría haber decidido no hacer nada con esa información, y sin embargo lo hice. Soy tan responsable como él.

Necesitaba decirle que no se preocupara, que no estaba enojada con él, y por otro lado me preguntaba por qué suponía que Bruno podía sentir alguna culpa por lo que me había dicho. Lo más probable era que pasara todo lo contrario, que él, al saber que nos había ayudado a encontrar al asesino de mi padre, se sintiera orgulloso y creyera que había hecho un bien a la humanidad, a la Justicia. O podía ocurrir que, como Joaquín Valenzuela era su profesor de violín, y que ahora lo había perdido para siempre, se diera cuenta de que no debería haber hecho lo que hizo, de que el arrebato de heroísmo le había acarreado solamente una pérdida, y ¿quién dice que no fuera él, finalmente, quien me guardara rencor a mí?

Necesitaba hablar con él, y no solamente por todo lo anterior. Ahora Bruno era parte de mi vida, éramos de alguna forma cómplices. Él tenía que saber lo que había pasado, tenía que escuchar de mi boca que su profesor iba a pasar el resto de su vida en la cárcel.

Pero por sobre todas las cosas, quería hablar con Bruno porque tenía una necesidad imperiosa de escuchar su voz.

Capítulo 34.

Bruno atendió el teléfono y la voz de Lucero le dijo Hola. Al principio él no se dio cuenta de quién le hablaba, así que preguntó:

-¿Quién habla?

- Lucero- y, por si él no recordaba quién era Lucero, o por si hubiera muchas Luceros en su vida y fuera necesario especificar mejor de cuál de ellas se trataba, aclaró:- La hija de Leopoldo Fuentes.

- Hola, Lucero, ¿cómo te va? ¿Alguna novedad?

- Sí, todo resultó como vos me habías dicho. Joaquín Valenzuela confesó. Él fue quien asesinó a mi padre. Pero quisiera verte para contarte los detalles y para agradecerte, no me parece apropiado hacerlo por teléfono.

Quedaron en encontrarse en el mismo bar de la vez anterior. Al colgar, Bruno sintió un escozor en el estómago; no había creído que ella lo llamaría; su voz lo había sorprendido. Ahora se daba cuenta de que eso lo alegraba de alguna manera, todavía borrosa en su cabeza.


* * * * * * *

Al colgar, Lucero se puso a llorar. Todo esto le estaba resultando demasiado para tan poco tiempo. Le preocupaba cómo iría a reaccionar cuando lo viera a Bruno. ¿Sería tan estúpida como para desfallecer delante de él, cayendo así en el mayor de los ridículos? Esperaba que no, pero entendía que con las cuestiones de la emoción, una nunca sabe...
* * * * * * *

Pero volvamos a la perspectiva de Bruno, que de eso se trata todo esto. Cuando llegó al bar, una vez más, Lucero lo estaba esperando, es decir, había llegado antes que él. A diferencia de la vez anterior, ahora Bruno sitió un leve rubor de vergüenza, que desapareció incluso antes de que se acercara para darle un beso. Ya hay confianza, pensó.

No supo descifrar la cara de Lucero, si bien dentro del cúmulo de gestos y rictus vislumbró dolor antiguo, odio velado, ansiedad, una timidez ya fuera de lugar, una pizca de reproche... Y quién sabe cuántas cosas más que, justamente, no podía distinguir y mucho menos nombrar. Trató de preparar un tono de voz, una entonación, que fueran una respuesta apropiada a esa expresión, y desde esa artificialidad dijo:

- Hola, Lucero.

- Hola, Bruno.

- ¿Nos sentamos?

- Dale.

- ¿Cómo estás?

-Imaginate.

-¿Querés contarme ahora, o tomamos algo y vamos a caminar, y...?

- No, dale, te cuento, no hay problema. Antes que nada, creo que te quedaste sin profesor- dijo Lucero queriendo parecer distendida, y de hecho sonriendo un poco de un costado. Bruno la acompañó.

- Ja, creo que es el menor de los problemas. Profesores de violín hay muchos. Mientras haya valido la pena el sacrificio...

Ahí fue cuando Lucero empezó a recordar y a sollozar. Pero siguió hablando, a pesar de la cara alerta de Bruno.

- Al tipo no le costó nada confesar, me pareció extraño. Es como si hubiera preparado su discurso...

- En realidad, debe haber presentido que esto iba a pasar cuando le pregunté por tu papá. Después de un año de pasar desapercibido, alguien va y le nombra a Leopoldo Fuentes. Después viene la policía y se lo lleva. Creo que estaba todo prácticamente dicho, ¿no?

- Puede ser...

- Pero entonces, ¿dijo por qué lo mató? ¿Así de fácil?

Aun habiendo previsto contarle a Bruno sobre la despreciable relación entre los dos hombres, de repente Lucero se sonrojó y sintió una tremenda vergüenza. Tan marcada fue su reacción, que Bruno dijo:

- ¿De verdad querés contarme?

Sin ninguna intención romántica, sólo movido por la preocupación y la compasión, Bruno tomó la mano de Lucero, que estaba sobre la mesa. Ella, que de la vergüenza todavía miraba hacia su regazo, lo miró, extrañada, nerviosa, complacida. Reprimió muy bien el instinto de retirar la mano, sabiendo que podría no volver a lograr esa agradable comunión. Sin embargo, Bruno se dio rápidamente cuenta de lo desubicado que estaba siendo, y retiró la mano casi con violencia. Le tocó a él sonrojarse, pero el efecto estaba logrado: Lucero se animó a seguir hablando. De hecho, la sobredosis de adrenalina le permitió expresarse con absoluto desparpajo:

- Mi papá se cogía a tu profesor, ¿podés creer? Se lo cogía, y tu profesor le pagaba. Mi papá era un prostituto, y tu profesor un puto de mierda.

Bruno no supo, al principio, cómo reaccionar o qué contestar a semejante diatriba. Eran demasiados conceptos juntos: ¿Joaquín, homosexual? ¿Leopoldo Fuentes, comerciante de sexo? Todo sonaba demasiado inverosímil. Lo único que atinó a decir, dentro de esa tormenta de sensaciones extrañas, entre las que además se incluía la inesperada verborragia soez de Lucero, fue:

- Guau... Pero, ¿por qué lo mató?

- Por despecho. Mi papá, seguramente presa de la culpa y la vergüenza, decidió dejar de verlo, y por lo visto el otro no lo pudo soportar, se ve que estaba enamorado de él- y al decir esto, no pudo reprimir una mueca de asco.

- Increíble... Me imagino cómo se estarán sintiendo tu mamá y vos en este momento- y pensó, sin decirlo, Claro, ahora entiendo por qué Leopoldo Fuentes me dijo que les había arruinado la vida a las dos. Y entonces volvió a tomarle la misma mano que antes.- No sé cómo podría ayudarte a sobrellevar esto, pero contá conmigo para lo que necesites.

- El hecho de que estés acá conmigo ya me está ayudando mucho, Bruno- le dijo ella, sonrojándose una vez más. Bruno supo interpretar muy bien la frase y el rubor, y apretó con suavidad la mano que tenía bajo la suya. ¿Sería éste el momento de comenzar una relación más íntima, empezando por contarle su increíble historia con Leopoldo Fuentes? Pero antes de que pudiera responderse Sí, o No, Lucero dijo:

- Bruno, lo que todavía no entiendo es cómo hiciste vos para saber que tu profesor tenía algo que ver con el asesinato. ¿Tenías alguna relación con mi papá, lo conocías de algún lado?

Al preguntar esto, ninguna sospecha se adivinaba ni en la expresión ni en el tono de las palabras de Lucero. Era, simplemente, una pregunta sin dobles intenciones. Así lo interpretó Bruno, quien contestó con franqueza, pero sin haberse decidido todavía a jugarse el todo por el todo:

- Tu papá se me apareció en sueños. Varias veces -y, mintiendo un poquito, para no entrar en detalles innecesarios:- Me dijo que había sido asesinado y que era necesario que se hiciera justicia para que pudiera descansar en paz.

Ahora sí había una sombra de incredulidad en los ojos de Lucero, pero como Bruno la miraba fijamente y muy serio, rápidamente se dio cuenta de que le estaba diciendo la verdad (claro que ella no sabía que dentro de esa verdad había alguna que otra mentira, pero ¿existe una caso de mentira piadosa más justificable que éste?). Y, con la mano de Bruno apretando todavía más la suya, ya no con cariño sino con urgencia, como rogándole, a través de ese apretón, Es cierto, confiá en lo que te digo, creeme, Lucero le dijo:

- Esto es muy loco... Pero ¿por qué se te apareció a vos, un desconocido, y no, por ejemplo, a mí?

- Qué se yo... No sé cuál es la mecánica celestial que hace que los muertos se aparezcan en los sueños de la gente...

Ese comentario logró distender a Lucero, quien esbozó, apenas, una sonrisa. Bruno continuó, inventando, una vez más tratando de no divulgar más información de la necesaria, incluso a ella, que se estaba convirtiendo en una persona aparte de "Leopoldo Fuentes y familia", ya no su hija solamente. De hecho, ya empezaba a pensar en Leopoldo Fuentes como en "el padre de Lucero", y no al revés.

- Quizás tenga que ver con que yo conocía a Joaquín, y podía hacer que le cayera la justicia encima rápidamente, que de hecho es lo que ocurrió, ¿no?

- Sí, es verdad-. Lucero hizo una breve pausa, como para finalizar ese capítulo, y pasó al epílogo, que fue breve y netamente retórico:- Es raro, por un lado entiendo que mi papá te usara como instrumento para develar su crimen, si es que su alma no podía descansar en paz si eso no pasaba. Pero por el otro, me sorprende su crueldad, ¿no pensó en que, al enterarnos de todo esto, mamá y yo íbamos a sufrir, ni en que su recuerdo iba a quedar empañado para siempre?

- La vida es un misterio, y la muerte también- dijo Bruno, y quién sabe de dónde sacó la inspiración para una frase tan aparentemente profunda pero tan francamente estúpida. Lo único cierto es que quería dar por terminada la conversación antes de que se le fuera de las manos. A pregunta retórica, respuesta críptica, pensamos nosotros y no Bruno, porque él probablemente ni siquiera conociera el significado de esas dos palabras.

Se soltaron las manos y se despidieron con un beso más cariñoso de lo habitual en dos personas que se ven por segunda vez, y encima para hablar de un asesinato. Los dos apoyaron con contundencia los labios en la mejilla del otro, es decir, primero lo hizo Bruno y después Lucero, porque un par de besos como esos, a la vez, no se pueden dar, es imposible.

Después de tan pintoresca escena de telenovela, los dos supieron que se verían una tercera vez.

Capítulo 35.

Esa misma noche Bruno, Felipe y Benjamín dieron inicio al operativo "¿Qué hacen los muertos después de las doce?" en las tres versiones programadas, es decir, en los tres cementerios más cercanos. Como se dijo antes, Bruno tomaría la parte más complicada, que no consistía en una mera observación, como las de sus amigos, sino en un encuentro cara a cara, vivo a muerto, un diálogo del más acá al más allá y viceversa, con el difunto más famoso de esta historia, Leopoldo Fuentes en persona, sin sueños ni imágenes invasoras de cuerpos para hacerse presentes en el mundo de los vivos. Esta vez sería il vero, Leopoldo Fuentes, si no vivito y coleando, al menos sí, con absoluta seguridad, muertito y coleando.

Parte 1 - Lo que vio Felipe, oído de su propia boca.

Para llegar al cementerio que me tocó en suerte tuve que tomar un colectivo. De lo contrario, habría tenido que caminar treinta cuadras, que para esa hora de la noche y atravesando esos barrios, habría sido lo mismo que suicidarme. Llegué a las doce menos cuarto, por desgracia, porque no se me ocurría qué hacer durante esos quince minutos de espera forzada. Me empezó a dar miedo. No tanto a lo que había adentro del cementerio, sino a lo que había afuera. Como dije antes, el barrio no era muy agradable, y si bien no había nadie caminando por ahí a esa hora, me sentí totalmente expuesto y me imaginé víctima de cualquiera que pudiese pasar. Y fue como si los hubiera llamado con mi creciente temor, como dicen que pasa con los perros si uno tiene miedo, de alguna manera ellos se dan cuenta y te muerden. Estos dos venían, para colmo, con una botella de cerveza en la mano, una cada uno, quiero decir. En la escala de terror que puedo sentir, creo que llegué al 80% más o menos, y lo único que atiné a hacer fue trepar el paredón, que acá era incluso más bajo que en el cementerio de Bruno (yo diría, medio metro más bajo, más o menos), y esconderme adentro. No había dejado de pensar en que en cualquier momento se podrían levantar todos los muertos, pero era más urgente el miedo a los dos borrachines que habían estado a punto de verme. Oí sus voces al acercarse, pasar justo por donde yo había estado, y alejarse sin haberse dado cuenta de nada. Todo esto pasó en un par de minutos, casi nada, pero lo suficiente como para que dieran las doce. No supe de la hora por haber mirado el reloj, sino porque, detrás de mí (yo todavía miraba el paredón, como

intentando percibir si los muchachos habían vuelto y me estaban esperando, tendiéndome una trampa silenciosa, es decir: mi preocupación aún no se había trasladado al siguiente evento, el Alzamiento de los Cadáveres), apenas a unos metros, escuché ruido de tierra moviéndose y piedras desplazándose de su sitio. Me di vuelta, pero ya era tarde: muy cerca de mí, a tres metros y medio, podría decirse, un espantoso engendro, mitad carne podrida, mitad huesos expuestos, me miraba, lo cual es sólo una forma de decir, porque un ojo no lo tenía y el otro era como una gelatina blanca sin iris ni pupila. Pero de alguna manera me veía, quizás con la mente, porque me dijo:

- Usted no está muerto. ¿Qué hace aquí?

Detrás de él, los demás empezaban a salir de sus tumbas, y era como si yo fuera un imán, porque lo primero que hacían, una vez libres, era darse vuelta (o no, dependiendo de la orientación de sus tumbas) y mirarme, también. ¿Yo le había temido a los supuestos patoteros que pasaron por afuera? Ahora sí que tenía miedo de verdad, y aquello me pareció una nimiedad: ¿qué podían hacerme, darme una o dos trompadas, robarme la billetera? En cambio, esta horda macabra, ¿de qué era capaz? Si antes mi miedo rozaba el 80%, ahora sin dudas sobrepasaba un 95%. Como no le contesté, y como estaba muerto de terror y ahora sí, estaba seguro, los muertos son como animales, era evidente que podían oler mi miedo, ellos comenzaron a acercarse, lentamente, o más bien, tan rápido como sus maltrechos cuerpos les permitían. Al ver esa marcha fúnebre, nunca tan bien deformado un significado, reaccioné, trepé el paredón y… quién sabe qué bicho me picó, pero esta vez, en lugar de salir corriendo, me quedé ahí arriba, parado en lugar de sentado para que no me quedaran los pies colgando y pudieran agarrármelos.

El muerto que me había hablado fue el primero en llegar al paredón, y miró hacia arriba. Parecía que se le iba a caer la cabeza para atrás. Desde tan aparentemente incómoda posición, me dijo:

- No se preocupe amigo, no quiero hacerle daño. Solamente me llama la atención que un vivo esté en el cementerio a estas horas de la noche.

Los demás terminaron de acercarse y también, cada uno a la manera que pudo, alzó sus ojos hacia mí. Me sentí una especie de redentor, ahí arriba y todos ellos allá abajo. De a poco se me fue yendo el miedo, diluyéndose dentro de la sensación de poder que sentía.

- Estoy chequeando si en todos los cementerios pasó lo mismo. Por lo que veo, así es. ¿Por qué no me atacan?

- ¿Por qué habríamos de hacerlo? Usted no nos hizo nada.

Le creí, quizás con demasiada liviandad, sin sopesar la posibilidad de que me estuviera engatusando. Y como le creí, me senté sobre el paredón, exponiendo mis piernas, pero agarrándome bien, por las dudas, para poder hacer fuerza hacia afuera en el caso de que me agarrasen y quisieran llevarme adentro de nuevo.

- No estoy acostumbrado a hablar con los muertos- dije-, y tampoco conozco sus costumbres. Les pido disculpas si los ofendí con mi patética demostración de horror.

Una muerta joven, por el fondo, lanzó una carcajada.

- ¿Saben por qué están acá?- continué.- Porque mi amigo Bruno los liberó del mundo de sus sueños.

- Ah. Y, ¿para qué?- preguntó el mismo muerto de antes, llamémosle el Vocero.- Allá y acá es lo mismo para nosotros. De una forma o de otra, estamos presos en este cementerio y jamás podremos salir de él.

- Pero al haberles permitido existir en carne y hueso, no como imagen en un sueño, todos nosotros, vivos y muertos, podemos salvarnos. Si esto no hubiera pasado, tanto ustedes como nosotros estaríamos condenados a desaparecer, destruidos por Nanuk y sus secuaces.

Ahora la carcajada fue general.

- ¿Nanuk?- dijo el Vocero en el tono más divertido que puede emitir un muerto en semejante estado de descomposición-. ¿Quién es Nanuk?

- No importa- dije, porque no quería que se siguieran riendo de mí-. Créanme, sólo de esta manera van a poder seguir existiendo.

- Bueno, si usted lo dice… no nos queda más que agradecerle, supongo. ¡A ver, todos!

Y todos gritaron, como pudieron, al unísono:

- ¡Graaaaciaaaas!

Me sonó a burla, sobre todo por las risitas que vinieron después. Bastante molesto, me bajé del paredón hacia el lado de la calle y me fui a tomar el colectivo.

Parte 2 - Lo que vio Benjamín, oído de su propia boca.

Mi cementerio estaba más bien en las afueras de la ciudad, en una zona poblada pero de suburbios. Era un cementerio judío, además. ¿Cuándo será el día en que entierren a todos los muertos juntos, sin distinción de religiones? En fin, llegué al lugar, en el que nunca había estado antes, y me encontré con una fortaleza. ¿Los judíos hacen todo de la misma manera, siempre con miedo a un atentado? ¿Pero quién sería tan estúpido de poner una bomba en un cementerio? Nunca se sabe lo que hay en la mente de las personas, pero como decía, al principio me pareció imposible ver lo que pasaba adentro, que era para lo que había venido, ¿no?

Primero me fijé en que no hubiera nadie cerca; claro que algún guardia de seguridad en la puerta principal tendría que haber, pero yo no tenía intenciones de ir por ahí, de hecho llegué al cementerio por la parte de atrás. El muro parecía impenetrable. No había puertas, sólo algunos pequeños agujeros en la pared que, supongo, serían respiraderos, venteo de gases de descomposición... Pero nada por donde acceder o treparme.

Fui hacia uno de los laterales, una vez, más, chequeando antes que no hubiese nadie que pudiera verme. Para eso, me escondí detrás del paredón en la esquina y asomé la cabeza. No vi a nadie. Empecé a caminar con cautela. Más o menos a mitad de cuadra, encontré lo que necesitaba: un portón, una interrupción del muro. Pero visto desde más cerca, me di cuenta de que el problema era que, si bien no tan alto, ese portón tampoco me iba a permitir treparme. En ese momento maldije a todos los judíos del mundo por ser tan paranoicos.

Como caídos del cielo, como si Dios pensara lo mismo que yo acerca de los judíos, vi aparecer, rodeando la esquina -no la misma por la que yo había llegado ahí, sino la opuesta, la que venía desde el frente del cementerio- a un par de

pibes, más chicos que yo, tendrían unos dieciocho, diecinueve años, con una botella de cerveza en la mano cada uno. Parecían un poco borrachos. Les dije:

- ¡Eh! ¿Me dan una mano? ¿Me pueden hacer pie para subir al portón? Es un segundo nomás.

- ¡Eeee, profanador de tumbas, jaja!

- ¡Dale, te hacemos, que querés, ver si algún degenerado está violando a tu abuela jajaja!

Me reí con ellos, mientras el que habló último me hacía pie y el otro me sostenía y seguía haciendo comentarios de ese tipo. Logré agarrarme del borde del portón, y con un poco más de esfuerzo pude asomar la cabeza, apenas, sólo hasta la altura en que mis ojos pudieron echar un vistazo al interior del cementerio.

Era un hormiguero. En el breve instante que estuve ahí arriba, vi cientos de tumbas abiertas, y los cientos de muertos que habían salido pululaban por entre los agujeros. Criptas abiertas, cadáveres entrando, saliendo, hablando, sentados en bancos, mirando la Luna, y quién sabe cuántas cosas, más. Yo no pude seguir viendo porque no podía sostenerme, pero no necesitaba más evidencia, si vamos al caso. Misión cumplida. Agradecí a los pibes, me convidaron un trago de cerveza mientras caminábamos hasta la esquina donde nuestras rutas se separarían y se alejaron, todavía riéndose de lo que habíamos hecho. Yo, por mi parte, volví a casa.

Parte 3 - La experiencia de Bruno.

Para Bruno no existieron problemas logísticos, conocía de sobra el cementerio y cómo acceder a él. Su problema era de una índole completamente diferente: no sólo tenía que encarar a Leopoldo Fuentes y hablar con él. También tenía que arriesgarse a meterse dentro de una comunidad de... ¿zombis?, un mundo en el que era un intruso, y cuidarse de que no le hicieran quién sabe qué cosas que hacen los muertos con los vivos que se infiltran en sus cementerios. Lo único que lo tranquilizaba era que al menos Leopoldo Fuentes lo conocía, y que no permitiría ningún ultraje a su persona, pero ¿sería este Leopoldo Fuentes el mismo de antes? Hasta ahora se había comunicado con el de sus sueños, una imagen, un pensamiento. El cadáver que había visto la vez anterior no era exactamente el mismo de sus sueños (tenía olor, por ejemplo), ¿qué otras cosas que Bruno todavía no había visto podían haber cambiado? Pero así y todo, Leopoldo Fuentes era lo único a lo que podía asirse en una comunidad totalmente desconocida.

Pensando en todas estas cosas, Bruno juntó coraje, trepó el paredón y saltó al otro lado. Faltaban cinco minutos para la medianoche, durante los cuales intentó ahuyentar todo pensamiento de su cabeza. Se paró justo frente a la tumba de Leopoldo Fuentes, que parecía, en la oscuridad, como si nunca se hubiese abierto desde hacía un año, cuando lo habían enterrado. Costaba pensar que en un rato todo cambiaría, y más aún costaba imaginarse todo prolijo, una vez más, al amanecer del día siguiente. Qué extrañas reglas de conducta tienen estos muertos, pensó sin querer Bruno, y rápidamente ahuyentó el pensamiento.

Cuando la tierra empezó a temblar, Bruno dio un paso atrás instintivamente, pero ahí se mantuvo, sin seguir retrocediendo. No tenía sentido volver a postergar este momento; huir de nuevo habría significado más remordimientos, la salvación del mundo en sus manos que no terminaba de entender y todo eso. A la larga habría tenido que volver. Pero incluso intentando racionalizar todo de esa manera, la imagen de Leopoldo Fuentes saliendo de la tumba una vez más lo llenó de pavor. El miedo a los muertos, sea por una educación macabra de tantas películas de terror, sea porque el ser humano, por naturaleza, siente pánico ante la visión de su propio final al ver la muerte en los otros, o sea por lo que fuere, no parece dispuesto a ser superado jamás. Bruno retrocedió un paso más, pero volvió a plantarse mientras Leopoldo Fuentes, viéndolo ahí parado, y aparentemente más calmado después de que Bruno " le arruinara la vida a su familia", lo saludó con esa voz de ultratumba tan característica de los muertos que se ponen a hablar, justamente, después de muertos:

- Buenas noches, Bruno-, esa reverberancia que le daba escalofríos, que era casi igual a la de sus sueños, pero definitivamente diferente, era la voz de la carne frente a la del alma.- ¿Qué hace usted por aquí a estas horas?

Intentando sobreponerse al asco y sintiéndose un poco más seguro en su posición, el miedo a los muertos es, en definitiva, un miedo imaginario, es como tenerle miedo a la multitud que va por las veredas, una vez que uno ve que andan por ahí sin hacer nada, Bruno dijo lo que ya sabemos:

- No vengo porque tenga ganas de verlo. Vengo a buscar respuestas y a entender cómo sigo adelante con esto de salvar al mundo- y agregó, como al pasar:- Lo que hizo con Joaquín es asqueroso.

- Ah, finalmente todo salió a la luz- dijo, parándose más cerca de Bruno de lo que éste último estaba dispuesto a tolerar. Dio el tercer paso hacia atrás. Leopoldo Fuentes, quizás dándose cuenta, no siguió avanzando-. ¿Vino a juzgarme, entonces?

- No, qué voy a andar juzgando a los muertos. Para eso están Dios y el Juicio Final, supongo. Simplemente le digo, me parece asqueroso. Sobre todo el hecho de haberle mentido así a su familia.

- Lo hice sólo por el dinero. Esas mentiras les dieron a mi mujer y a mi hija una vida un poco mejor. ¿No es peor su pecado, Bruno, que las condenó al sufrimiento? Si nunca lo hubieran sabido, estaríamos todos contentos.

- Sí, salvo por el detalle de que ellas nunca hubieran sabido quién lo mató.

- Y ahora que lo saben, deben estar felicísimas, me imagino. Y Joaquín, ese pobre hombre desesperado, también debe estar saltando en una pata, ¿no es verdad? Y usted se

quedó sin profesor, se llevó una gran decepción, y mi descanso en paz dejó de ser pacífico, porque ahora todos los días voy a cargar con el sufrimiento de ellas dos...

- Deje de quejarse, Leopoldo Fuentes, que estoy aquí para salvarlo a usted, a ellas y a todos. Dígame, por favor, qué tengo que hacer.

- Tiene razón Bruno, no sigamos llorando sobre la leche derramada… lo que yo haya hecho con mi vida es lo menos importante de toda esta trama. Lo que sí es importante, más bien grave, diría yo, es que usted no sepa lo que tiene que hacer. ¿No le conté ya la historia del Libro? "Los licores podridos de los muertos alimentan a las Bestias y las hacen más y más poderosas", "Cada muerto que se entierra afloja el suelo y allana el camino para que surjan hasta la superficie y nos devoren a todos"… o algo por el estilo. ¿Qué cree, entonces, que tiene que hacer?

- Por lo visto, dos cosas. Evitar que se entierren más muertos, y no permitir que los que ya están enterrados sigan alimentando a estos bichos con sus drenajes…

- ¡Eureka!- dijo Leopoldo Fuentes levantando los brazos, como burlándose, pero rápidamente recobró la compostura-. Eso es exactamente lo que tiene que hacer.

- Es muy fácil decirlo, ¿no? Pero ¿cómo se lleva una idea tan loca como esa a la práctica? ¡Y además, en todo el mundo! ¿Cómo voy a ser yo capaz de una cosa así?

- No lo sé exactamente, Bruno, pero ¿no acaba de unir dos mundos para formar uno? ¿No le hubiera parecido imposible eso, también?

Bruno estaba pensando y no contestó.

- Ya se le va a ocurrir. Me vienen a la cabeza algunas ideas: hacer que nos construyan criptas a todos, bien alejadas del suelo… o levantarnos edificios para morar y despertar allí por las noches, o castillos, como a los vampiros…

- ¿Y el Libro de los Muertos, no dice nada acerca de eso?

- No Bruno, ¿usted cree que no se le hubiera dicho, si ahí estuviera escrita la solución? El Libro se acaba con la unión de los dos mundos. De ahí en más, tenemos que construir nuestro propio destino.

Después de unos instantes de reflexión silenciosa, durante los cuales Bruno miró a Leopoldo Fuentes a los ojos, a lo que quedaba de sus ojos, ya sin miedo ni impresión, sino con la mirada enfocada, penetrante, como quien mira a algo que está más allá de eso que está mirando, y que se prepara para largar una frase contundente y definitiva.

- O sea, usted ya no tiene nada más que ofrecerme.

- Nada. Ya le dije todo lo que sé. El resto está en sus manos.

- Acá nos despedimos, entonces.

- Así es, salvo que quiera volver a visitarme, pero no creo que le apetezca.

Ignorando el comentario mordaz, Bruno concluyó la conversación de una manera nada espectacular:

- Lo dejo, entonces, Leopoldo-. Y agregó, sinceramente:- Fue un placer conocerlo-. Lo que no dijo es que había sido un placer, sí, pero en aquél otro mundo, no en éste.

Cuando se dio vuelta para irse, se sobresaltó al darse cuenta de que todo el cementerio estaba ahí mismo, alrededor de ellos dos, presenciando la conversación. Se sobresaltó pero no se asustó. No iban a hacerle nada, si no ya lo habrían hecho. Inclinó levemente la cabeza, como despidiéndose también de todos ellos, y se encaminó tranquilamente hacia el

paredón. Trepó, se sentó unos segundos sobre él, para presenciar el panorama, y sintió algo muy distinto a lo que estaba experimentando Felipe, también sentado en un paredón pero de otro cementerio. En lugar de la burla barata de aquéllos, Bruno sintió respeto y admiración. Ellos habían escuchado la charla y sabían que su subsistencia, una vez más, dependía de él. Se sintió poderoso y animado a continuar. Cuánto, pensó, cuánto que puede decir el silencio.

Saludó con un gesto de la mano y una sonrisa apenas esbozada; sin palabra alguna. Saltó hacia el otro lado y se alejó, ensombrecido por un tenue pero molesto sabor a nostalgia en el alma.

Capítulo 36.

El que trajo la idea fue, cuándo no, Felipe.

- ¿Y si les sacamos fotos?

- ¿Fotos? ¿Para qué podríamos querer sacarles fotos? ¿Para hacer un álbum póstumo de Leopoldo Fuentes y sus amigos?

Ese fue Benjamín.

- No tarado, para publicarlas y hacer que los diarios y los noticieros nos crean y divulguen la noticia. Por ahí, si muchos más lo saben, surgen algunas ideas de qué carajo hacer ahora...

Durante el silencio que siguió, los tres tomaron un trago de cerveza casi al unísono. Esta vez se habían juntado en el Downtown Matías de Belgrano. Un rato después intervino Bruno:

- No me parece mala idea... Pero por otro lado, corremos el riesgo de armar flor de escándalo. La gente no tiene la mente tan abierta, en general, como para aceptar que los muertos anden caminando por ahí como si estuvieran vivos. ¿Y las religiones? ¿Cómo puede el alma de alguien estar en el cielo, el infierno o donde fuere, y el cuerpo seguir hablando y pensando en este mundo? Se vendría todo abajo. Creo que los curas, pastores y todo lo demás nos perseguirían para lincharnos. No, pensándolo bien, no es una muy buena idea...

- Podemos mandar una carta anónima, si lo que te preocupa es tu seguridad.

- No es sólo eso Felipe, pensá también en el escándalo que se armaría, hay mucha gente que venera a sus muertos y todo eso. Imaginate a vos sabiendo que el cadáver de tu novia muerta, ponele, se anda paseando lo más campante bajo la luz de la Luna. No es muy agradable que digamos...

- Gracias, me alegraste la noche pelotudo.

Saliendo del ensimismamiento en que se había sumergido desde aquél trago de cerveza de que hablamos antes, Benjamín se preguntó, pero en voz alta:

- ¿Y por qué no los eliminamos de alguna manera?

- ¿A todos los muertos del mundo? ¿Vos estás chiflado?

- No sé cómo podríamos hacerlo, pero por lo visto lo que hay que hacer es sacarlos a todos de la tierra, no dejarlos volver a entrar, y no permitir que se entierren más muertos. Lo último es fácil, con cremar a todos los muertos que se generen de ahora en más, ya estaría...

- Sí, es facilísimo- interrumpió Bruno, desparramando sarcasmo, peor Benjamín continuó, demasiado entusiasmado con su idea como para prestarle atención. Felipe, en cambio, hizo una mueca y miró a Bruno de reojo.

-... Y a los que ya están enterrados, habría que agarrarlos después de la medianoche, cuando ya todos estén afuera, y no sé... ¿prenderlos fuego? Una cremación tardía, podría decirse, ¿no?

- Si fuera factible, estaría bárbaro. Pero, una vez más, no alcanzaría con prender fuego un cementerio. Habría que hacerlo en todos los del planeta, y francamente, yo con todo gusto me iría a recorrer el mundo, pero no creo que tengamos tiempo. Estos bichos subterráneos nos van a comer vivos mucho antes de que terminemos.

- ¿Y si usamos la red? Podríamos convencer a personas de distintos países para que nos ayuden. Por ahí, eliminando sólo a una cierta cantidad de cadáveres, logramos demorar las cosas lo suficiente como para, qué se yo, morirnos nosotros en paz, al menos...

- ¿Y vos no pensás tener hijos algún día, egoísta de mierda?

Felipe, llegando al límite de su paciencia, dijo:

- Bueno Bruno, pará un poco, ¿qué te pasa que estás tan hijo de puta hoy?

- ¡Hija de puta tu abuela! Si no paran de decir pelotudeces, ¿cómo querés que les conteste?

A Felipe le salían chispas de los ojos. Se paró, apoyándose sobre la mesa, y le dijo en voz alta pero sin gritar:

- ¿Por qué no te vas a tu casa, Bruno? Me parece que hoy no estás como para "salvar al mundo"- dijo, parafraseándolo con malicia, y remarcando las comillas con los dedos.

- Ma sí, váyanse a la mierda. Y paguen ustedes. A ver si pueden arreglárselas solitos para –comillas- "salvar al mundo". Pelotudos.

Después de que se fue, Benjamín preguntó:

- ¿Qué le pasa? Nunca lo vi así.

- Me parece que se la está creyendo. Piensa que se va a convertir en un héroe o algo así. Pero si pretende hacer esto él solo, no va a ir a ningún lado. Esto lo tenemos que hacer los tres juntos, si no vamos a fracasar.

- Sí, ya sé. No sé por qué, pero lo sé. Tenemos que traerlo de vuelta, Felipe.

- Ni en pedo. Que se dé cuenta y que vuelva solo. Y que pida disculpas.

Parecía un chico, de brazos cruzados y haciendo pucheros. Un chico encaprichado.


* * * * * * *

Pero Bruno no se creía ni un héroe ni nada parecido. De hecho, su ánimo de esa noche no tenía nada que ver con el plan, ni con Leopoldo Fuentes ni con el Fin del Mundo: su agonía venía de mucho más abajo.

Se estaba dando cuenta de que no podía dejar de pensar en Lucero, la hija de Leopoldo Fuentes. Justo ahora, cuando toda su energía tenía que estar puesta en el proyecto "qué hacemos con los muertos", por llamarlo de alguna manera, gran parte drenaba hacia ella, y también hacia todas las preguntas que surgían de ese tema:

"- ¿qué hago ahora con Sofía?

- ¿querrá Lucero tener algo que ver conmigo, un pendejo casi diez años menor que ella?

- ¿podré encararla y decirle toda la verdad?

- si decidimos quemar los cementerios, yo sería el segundo asesino de su padre… ¿cómo carajo se puede llegar a explicar eso a una hija?"

Por un momento pensó en dejar toda la responsabilidad a Felipe y a Benjamín, que no cargaban con todo este peso adicional. Pero al instante siguiente se dio cuenta, o mejor dicho recordó lo que ya sabía: si no lo hacían los tres juntos, fracasarían.

Con ese amasijo de problemas en la cabeza y en el corazón llegó a la reunión de recién con los chicos; con eso mismo más la bronca de la pelea, la dejó. Se fue caminando hacia su casa, pensando en abandonar absolutamente todo y que se vaya todo a la mierda.

Capítulo 37.

Al día siguiente, todavía pensando, aunque con menos intensidad y menos bronca, en abandonar absolutamente todo y que se vaya todo a la mierda, Bruno volvió, de alguna manera, a la realidad de su vida previa al gran quilombo de los muertos.

Antes que nada, tenía que encontrar un nuevo profesor de violín. No era una tarea fácil, ya que su nivel era elevado y no cualquiera podía ser su tutor, sobre todo pretendiendo pagar un precio razonable. Claro, sus padres podían pagar, bla bla bla, pero en algún momento él tendría que independizarse, entrar en alguna orquesta, armar un conjuntito de cámara, apuntar a concertista… la imaginación podía volar hasta donde se quisiera, pero había que empezar por algún lado concreto. Por lo pronto, para lo único que se sentía capacitado era para dar clases particulares, pero para apuntar más alto, el Conservatorio y lo que había aprendido con Joaquín no alcanzaban.

Después del desayuno con su madre, en el que evitó a rajatabla el tema de Leopoldo Fuentes, como si nunca hubiera existido –y por suerte, ella tampoco preguntó, quizás percibiendo, como es costumbre en las madres, que su hijo no quería hablar de eso esa mañana-, pero durante el cual reflexionó sobre su futuro, con las mismas ideas que se delinearon en el párrafo anterior, a lo que Clara respondía cosas como "vos sos un excelente artista", "ya podrías tocar en la orquesta que quisieras", "para dar lecciones te puedo armar la piecita de huéspedes", es decir, lo que cualquier madre diría a su hijo para animarlo, aunque exagere un poco la verdad; después de todo eso, decíamos, Bruno se fue al Conservatorio a pegar avisos de clases a domicilio y a hablar con el Decano, para pedirle recomendaciones sobre posibles profesores para su perfeccionamiento.

- Cómo anda, Ledesma, tanto tiempo. ¿Qué lo trae de nuevo por aquí?

- Ando buscando profesor… no sé si se enteró lo de Joaquín Valenzuela…

- No, ¿qué pasó con Joaquín? ¿Murió?

- No, está preso. Parece que asesinó a un tipo.

- No le puedo creer… Mire usted, tan buenito que parecía, tan ubicado y respetuoso… ¿Usted sabía que él también estudió aquí? De hecho, nos recibimos con un par de años de diferencia nomás…

- Sí, sabía. Y vio, con la gente nunca se sabe… en fin, le decía, quería saber si sabe de algún profesor de violín para seguir con mis clases.

- Sí, claro, puedo recomendarle a varios. Pero qué barbaridad, Joaquín Valenzuela, quién lo hubiera pensado…

Bruno ya se estaba cansando de esa conversación prefabricada. Además de la angustia y la bronca, el estado en que se encontraba también le había reducido la paciencia al mínimo. Afortunadamente el Decano, mientras hablaba, empezó a buscar en su agenda y a transcribirle teléfonos en un papel.

- Estos tres son excelentes. Pruebe con ellos, creo que alguno va a servirle.

- Muchísimas gracias, señor.

- Por otro lado, Ledesma, ¿no pensó en venir a dar clases al Conservatorio? Lo recuerdo como un muy buen alumno, creo que podría ser, también, un buen profesor.

- No, pero todavía no estoy preparado…

- Bah, esas son tonterías. Yo empecé apenas terminada mi carrera.

- Bueno, pero usted es el Decano…

- Sin embargo, mis conocimientos técnicos, obviamente, eran iguales a los suyos. Puede empezar en alguno de los niveles inferiores, si eso lo hace sentir más cómodo.

- ¿Le parece? ¿Cree que podría?

- Por supuesto. Y la verdad es que estamos muy necesitados de docentes con la mente fresca y con sangre joven. No se hable más, lo espero el lunes próximo para una entrevista.

Bruno no pudo, ni quiso, decir que no. La verdad era que la idea lo entusiasmaba. No era algo que hubiera considerado antes, y el sueldo no sería fabuloso, pero ¿qué podía perder? Claro, enfrentarse a un grupo de alumnos no debía ser nada fácil y todo eso, pero después de lo que estaba viviendo en los últimos tiempos, ¿iba a asustarse frente a un desafío tan nimio como ése?


* * * * * * *

La verdad era que no tenía ganas de ir a ver a Sofía, y no pensaba hacerlo, pero ella lo llamó.

- ¿Pasó algo mi amor? Hace varios días que no nos vemos… ¿te acordás que ahora estoy de franco, no?

- Sí Sofi, me acuerdo… la verdad es que estuve bastante complicado –y, alterando un poco la línea temporal, se excusó en una verdad desfasada, una media verdad… bah, una mentira-: a mi profesor, Joaquín, lo detuvieron, y estoy tratando de ver qué hago con mi vida, si consigo otro profesor, si empiezo a laburar… no sé…

- Pero mi amor, esas cosas tenés que compartirlas conmigo, yo puedo estar con vos para que no se te haga tan difícil.

El problema era que Bruno no quería que ella estuviera con él, no sólo porque la mitad de los problemas, la mitad que no le estaba contando, no podía compartirlos con ella. Tampoco creía que Sofía pudiera ayudarlo a sobrellevar la carga,
no creía que tuviera la capacidad. Lucero, en cambio, era una mina inteligente y mucho más piola, más despierta… qué desastre. Tenía que hacer algo.

- Sí, qué se yo Sofi, no lo pensé en ese momento…- y fue entonces cuando decidió que no podía seguir con esa farsa. Sofía había sido un entretenimiento, más que otra cosa; ahora, por primera vez, otra mujer se presentaba en su vida y le hacía ver que la diversión había terminado. Que ya estaba en edad para cosas más serias. Si bien su cabeza se resistía a aceptar la responsabilidad, cuando suspendía el pensamiento por un instante, su voluntad lo llevaba para ese lado.

Le dijo a Sofía que iría a verla, nada más.

Durante el viaje trató de preparar su discurso lo mejor que pudo. No sabía nada acerca de estas cosas. Nunca había terminado una relación, y si bien ésta, para él, no era propiamente una "relación", estaba seguro de que para Sofía sí lo era.

¿Por qué la había elegido a ella, en su momento? ¿Por su inferioridad, su vulnerabilidad, la absoluta certeza de que estaría disponible cada vez que él quisiera? Es posible. Lo que no había visto era la crueldad de su decisión. Recién ahora, que se enfrentaba al final de esa "semi-relación", se daba cuenta de lo mucho que iba a sufrir la pobre chica.

Enfrentarse a un muerto resucitado había sido pan comido frente a lo que veía en su porvenir inmediato. Bruno, sentado en el asiento de atrás del colectivo, empezó a sudar y hasta pensó en bajarse y en tomar el que iba para el otro lado; en huir. ¿Qué se le había metido en la cabeza, para involucrarse con una chica como ésa, que no tenía nada que ver con él ni con su vida? ¿Tantas ganas de coger tenía, que no pudo ver todo lo que había atrás de una persona tan aparentemente básica, prácticamente nula? Claro, en realidad no era que ella ocultara nada, no era por eso que Bruno sentía esta agonía. Todo el problema, todo lo que "había atrás" de Sofía, eran simplemente los fantasmas en su cabeza, en la de Bruno, vale aclarar. Todo lo que pasaría cuando él le dijera Se acabó. Ella llorando. Ella tirada en la cama durante días, llorando. Helena sufriendo por ella. Cristian no entendiendo qué le pasaba a su hermana. Ella yendo a trabajar ensombrecida, pasando esas terribles horas del turno noche en la fábrica, sólo pensando en lo dolorosa que sería su vida a partir de ese momento, en que nunca encontraría a alguien como Bruno, en que su corazón no sanaría jamás… y odiándolo, maldiciendo su nombre día tras día, hasta que finalmente Bruno Ledesma fuera sólo una herida mal cicatrizada, de esas que dejan marcas desagradables, y cada vez que ella la mirara pensaría en el hijo de puta que se la había hecho, y volvería a maldecirlo.

Todo eso daba vueltas por la cabeza de Bruno, pero así y todo decidió seguir adelante.

- Hola Sofi- le dijo cuando finalmente llegó a su casa.- ¿Vamos a caminar un rato?

Ella pareció presentir algo, porque Bruno nunca le había pedido ir a caminar, nunca, al menos, antes de entrar a la casa, saludar a la familia, tomar unos mates, charlar con Helena y con Cristian… Pareció presentir algo, pero no dijo nada. De hecho, intentó encauzar la situación por los canales habituales:

- ¿No querés pasar, tomar algo…?

- No Sofi, tenemos que hablar nosotros solos. ¿Vamos?

- Esperá que agarro un abrigo.

Cuando finalmente estuvieron sentados en la plaza del barrio, a la que habían llegado sin hablar una palabra, Bruno con las manos en los bolsillos y Sofía mirándolo de reojo de tanto en tanto, casi como pidiéndole permiso para hacerlo, asustada, más aterrada a cada minuto, de alguna manera sabiendo lo que iba a pasar pero, desde el otro costado de su cabeza, restándole todo el crédito posible, en ese momento, Bruno la miró por primera vez desde que habían salido y le dijo:

- No sé cómo decirte esto.

Sofía se dio cuenta de lo que venía después, y esa otra voz de su cabeza se cayó. Con mucha mayor lucidez de la que Bruno hubiera esperado, le dijo:

- No lo digas, ya me lo imagino. Se acabó, ¿no?

Qué cobarde que soy, pensó Bruno. Al final lo tuvo que decir ella. La miró a los ojos y vio, muy en el fondo, una fugaz lucecita de esperanza, la esperanza que nace de la desesperación, la esperanza de quien está cayendo a través de un abismo y de alguna manera espera que el fondo esté cubierto por un colchón de plumas que amortigüen el impacto. La impresión fue tan grande que Bruno se puso a llorar.

- Perdoname Sofi, soy un reverendo hijo de puta pero sí… se acabó. Perdoname.

Y resultó ser que Sofía, chica práctica como pocas, se sobrepuso a la situación como nadie hubiera imaginado. Muy dentro de ella sabía, y probablemente hubiera sabido desde el comienzo, que la relación con Bruno no podía durar. Vivían en dos mundos diferentes, casi opuestos. Todo lo que había pasado entre ellos había sido pura ilusión. Era verdad, ella se lo había tomado muy en serio, pero ahora, enfrentada al momento final, con los pies al borde del precipicio, esa certeza invadió de golpe su conciencia, y todo se volvió perfectamente claro. El miedo se fue. De repente, volvió a ser la mujer fuerte, la que trabajaba para poder vivir, la que se pasaba noches enteras trabajando, la que sobrevivía en un mundo de hombres y se movía a la par de ellos, la que jamás se dejaba vencer por las circunstancias, por más duras que fueran.

Desde esa perspectiva, el hecho de verlo a Bruno llorar tan afligido le hizo sentir que la víctima era él. Sintió pena, pero no la pena despectiva de quien le dice a otro "me das lástima", sino una pena cómplice del dolor que no es el propio.

- Tranquilo, Bruno, no llores- y lo abrazó. Para qué. Bruno empezó a llorar con más fuerza, como si su vida se fuera en ello. La verdad es que fue como si todos los problemas se le cayeran de golpe de las estanterías donde los había guardado.

Se quedaron así durante un rato largo, y cualquiera que los hubiese visto de afuera habría pensado que eran una pareja que se amaba mucho, y que él acababa de ser víctima de alguna desgracia, como la muerte de un familiar cercano o una sentencia a cadena perpetua.

Al final, fue ella quien dijo:

- Te deseo toda la suerte del mundo Bruno, sos un buen tipo.

Él asintió, sin poder pronunciar ninguna palabra, pero sabía perfectamente bien que de buena persona no tenía casi nada. Toda la historia con Sofía había sido, en realidad, una historieta, un error que ahora lamentaba y le dolía en el alma, sufría por ella aunque por lo visto ella no sufría ni necesitaba, mucho menos, que nadie lo hiciera en su lugar; parecía que lo hubiera superado todo en un minuto, así de pragmática y realista parecía ser, una chica sin muchas luces, pero mucho más apta para la supervivencia que él. Él no era un buen tipo, porque la había usado todo ese tiempo, y sólo porque ahora estaba por primera vez enganchado de verdad con otra mujer se daba cuenta de la crueldad de lo que había hecho, y lo peor era que no se daba cuenta porque algo hubiera cambiado en él, no había ningún "click" de autosuperación ni de aprendizaje, sino porque instintivamente se ponía en el lugar de Sofía, y a Lucero la ponía en el lugar de él, y se imaginaba, quién sabe por qué, a Lucero haciéndole a él lo mismo que él le había hecho, y le estaba haciendo todavía, a Sofía.

- Chau, Bruno- le dijo por último; se puso de pie y él detrás de ella, Sofía le besó la mejilla empapada por las lágrimas y se fue caminando hacia el lado de su casa, con las manos en

los bolsillos de la campera, como si nada hubiera pasado.
La puta, lo que es estar acostumbrado a los golpes de la vida, se dijo Bruno mientras caía en la cuenta de que ya estaba solo, con los ojos hinchados, en el medio de la plaza. La veía yéndose, bamboleándose un poco, con ese prominente trasero y esas piernas rellenitas por encima de las rodillas y flacas por debajo… pero mientras la miraba, pensaba, avergonzado, en el aura de dignidad con que se alejaba de su vida.

El vacío que vino después fue insoportable. Era una cosa de locos, al final: él había decidido dejarla, y ahora ella se iba lo más tranquila, y él lloraba, sufría y sentía que había perdido una parte fundamental de su ser: no a Sofía en sí, sino al lugar que ella ocupaba, que ella llenaba. Era extraordinariamente cómodo tener ese lugar lleno con ella, sin tener que preocuparse por nada; pero ahora que las cosas cambiaban tan bruscamente, Bruno estaba perdido. ¿Y si lo que esperaba que funcionara con Lucero no funcionaba, después de todo? ¿Y si se quedaba… solo? Le dio asco lo egoísta que estaba siendo: por un lado, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por salvar al mundo, y por el otro, ¿no podía hacerse a la idea de soportar la soledad, encima una soledad que, sabía, sería sólo temporaria? Es increíble cómo se nos va la vida en las pequeñas inconveniencias cotidianas, y sólo pasamos una minúscula fracción de nuestro tiempo empeñados en realizar lo realmente grande. Eso no lo pensó Bruno, es una mera reflexión del entrometido narrador. Bruno sólo se debatía entre la desesperación, el miedo de caerse en ese vacío que por primera vez sentía adentro suyo, y las posibles salidas. Podía irse corriendo a buscar a Sofía antes de que fuera tarde… pero sabía que era una quimera, nada más, porque ya era tarde. Por mucho que lo quisiera, ella no volvería con él, ya había cerrado la puerta para siempre. Era la forma en que la gente como ella se manejaba: siempre para adelante, sin dudar ni un segundo en lo que había dejado atrás... en lo que había perdido.

Podía, quería con toda su alma, llamarlo a Felipe, o aunque sólo fuera a Benjamín, pero después de lo que había pasado la otra noche… ¿cómo podía volver a hablarles? Cuando miró hacia atrás, un rato antes, no sólo vio lo perverso que había sido con Sofía. También se dio cuenta de la forma miserable con que había tratado a sus amigos. Podía llamarlos y pedirles disculpas, pero le daba muchísima vergüenza.

Ni siquiera pensó en llamar a Lucero. No estaba en condiciones de hablar nada con ella.

¿Qué otra cosa podía hacer? Podía quedarse solo, vagando por la ciudad, templando su angustia en el frío de la noche. Podía encerrarse en su cuarto y esconder su corazón negro y sucio, en la oscuridad.

Finalmente, lo único que le pareció una buena opción fue tomar su violín, irse al cementerio, sentarse en su banco y ponerse a tocar, con los ojos cerrados y el alma también. Mientras derivaba por algunas de las piezas que le había dado Joaquín como ejercicios, y que seguía considerando sublimes más allá de las actuales circunstancias de su autor, Bruno recordó cada momento en que Felipe, y también Benjamín, pero sobre todo Felipe, había estado en ese lugar con él, a veces incluso a su pesar, pero ahí había estado; y también recordó las charlas, las ideas sin las cuales nunca podrían haber llegado al punto en el que estaban ahora, el miedo vencido, pero más que en ninguna otra cosa, pensó en el hilo conductor de todo eso, lo que unía cada uno de esos momentos en una única verdad: ni Felipe ni Benjamín tenían ninguna obligación de ayudarlo a sacar adelante la cuestión de

Leopoldo Fuentes, y sin embargo, siempre habían estado a su lado. Una vez más, y coincidiendo con una nota aguda y sostenida, de esas que estremecen todos los órganos del cuerpo, Bruno lloró, y las lágrimas que caían por su mejilla seguían su camino por la superficie del violín, hasta toparse con el diapasón y, en un último estremecimiento, desprenderse del instrumento y caer irremediablemente al suelo.

Mucho antes de que dieran las doce ya estaba de vuelta en su casa, en su dormitorio, refugiado en la oscuridad, pero ya no se sentía tan sucio ni tan oscuro. Durmió con una cierta paz interior, la misma que sentía cada vez que se iba a tocar al cementerio, y que al menos le permitió suavizar las punzadas de los problemas que todavía no había podido siquiera comenzar a resolver.

Capítulo 38.

Al final, el "capricho" de Felipe se hizo realidad. A la tarde del día que siguió al de la ruptura con Sofía y la agonía posterior a ese suceso, Bruno se tragó todo el orgullo y fue para la casa de su amigo para pedirle disculpas por la vergonzosa forma en que los había tratado, a él y a Benjamín.

Plantado frente a la puerta de entrada, tocó el timbre y esperó.

- Bruno. Qué hacés- dijo Felipe, aparentando desinterés e indiferencia, pero la verdad es que estaba sorprendido porque no había esperado que Bruno apareciera tan pronto. Lo conocía, y sabía que en lo que a humildad se tratase, no era un ejemplo de comportamiento. Así y todo, ahí estaba. ¿Realmente, se preguntó, me habrá venido a pedir disculpas?

- Hola Felipe. ¿Puedo pasar? Necesito hablar con vos.

- Sí, claro. No hay nadie.

- Bueno, mejor, así podemos charlar tranquilos- y, sintiendo la cara roja frente a lo que tendría que hacer a continuación, Bruno intentó dilatar el momento-. ¿Tomamos unos mates?

- Dale, ya pongo el agua. Sentate.

Bruno esperó en el living hasta que Felipe volvió con el mate, el termo, galletitas, mermelada… además de todo, era un muy buen anfitrión, incluso en momentos como ése. Al verlo venir así, como no dando importancia a lo que había pasado sino al contrario, atendiéndolo tan bien, como siempre lo había hecho, Bruno juntó el poquito de coraje que le faltaba y dijo:

- Felipe, tengo que pedirte perdón. El otro día me porté como un pelotudo.

- Sí, es verdad- porque si Felipe tenía una característica incluso más digna de mención, era su afilada sinceridad-. Me alegra que te hayas dado cuenta.

Si bien la respuesta tan directa de su amigo lo puso en guardia, y estuvo a punto de decir Bueno, che, hacémela un poco más fácil, no ves cuánto me cuesta pedir perdón, en lugar de eso, tragándose una vez más el orgullo, Bruno dijo:

- Ustedes me están ayudando y yo los trato como el orto.

- Ves, ahí te equivocás. No en lo de tratarnos como el orto, eso es cierto. Pero nosotros no te estamos ayudando a vos. Acá estamos los tres juntos, no sé por qué, y si faltara alguno de nosotros, cualquiera, lo que sea que fuéramos a hacer no funcionaría. La otra

noche, cuando te portaste como un hijo de mil puta con nosotros- y en ese punto Felipe sonrió, como dando a entender que ya estaba exagerando para pasar la charla a un terreno neutral y amigable. Bruno entendió el gesto-, con Benjamín hablamos precisamente de eso, y él también piensa lo mismo.

- Sí, y yo también, pero lo cierto es que si no fuera por mí, ustedes no estarían haciendo nada de esto…

- Y si no fuera, por vos, el mundo estaría condenado. ¡Dejate de joder con tanta preocupación!- y le dio un abrazo, un par de palmadas en la espalda, y ya eran los de antes de nuevo.

Felipe llamó por teléfono a Benjamín, para que se acercara, que Bruno tenía que decirle algo. Benjamín vino, disculpa, abrazo, y listo.

Después, Bruno les contó brevemente el final de la relación con Sofía, y la causa de ese suceso, es decir, su embale con la hija de Leopoldo Fuentes. Ellos no habían llegado a conocer a Sofía como a "la novia" de Bruno, porque él no la había presentado de esa manera las pocas veces que ellos la habían visto, así que el impacto no fue muy grande, y además no tuvieron que simular sorpresa ni pena porque Bruno, de hecho, no parecía estar preocupado con el asunto. En cambio, sí mostraron interés cuando comenzó a hablarles de Lucero, más que nada porque Bruno nunca había hablado así de nadie.

- ¿Y cómo es?- preguntó Benjamín-. ¿Se parece a tu amigo el muerto homosexual?- y largó una carcajada.

- No seas boludo… pero sí, ahora que lo decís, tiene un aire. Y Leopoldo Fuentes no es homosexual, simplemente vendió su cuerpo por dinero.

Esta vez la carcajada fue compartida, el estallido que le estaba faltando a esta tan bonita y agradable reconciliación.

Volviendo a ponerse serio, Bruno siguió:

- No sé qué voy a hacer. Estoy demasiado enredado en el asunto del padre como para andar atrás de la hija…

- Yo que vos- dijo la voz de la razón encarnada, como de costumbre, en Felipe-, esperaría a que todo esto termine. Recién entonces vas, le decís la verdad, y ves cómo reacciona…

- Si es que cuando esto termine seguimos vivos, claro.

- Claro.

- Y hablando de eso, creo que ustedes tenían razón el otro día. Hay que empezar una especie de campaña mundial por Internet. Hay que publicar fotos. Hay que poner al mundo en alerta y crear un grupo que nos ayude. Es la única forma de lograr algo.

- Al menos ya estamos los tres de acuerdo- contestó Felipe-; un problema menos. Yo me puedo encargar de armar el blog, pero creo que vos, Bruno, tendrías que ir a sacar las fotos. Y de paso ver si te dice algo más "Leopoldo Fuentes, El Prostituto del Inframundo".

Esta vez no hubo carcajada, aunque sí una risita contenida.

- No creo. Estoy seguro de que no sabe ninguna otra cosa de valor. Ahora espera que nosotros actuemos.

- Lo vamos a quemar vivo… o muerto- dijo Benjamín, y un odio inexplicable se le salía por los ojos. ¿Era porque Leopoldo Fuentes había terminado siendo un comerciante sexual?-. Yo te acompaño a sacar las fotos, así de paso lo escupo.

- No vamos a quemar a nadie, Benjamín, calmate. Pero dale, acompañame. Ya me cansé de ir solo al bendito cementerio.

- De hecho- dijo Felipe-, podrían ir a más de uno, para que el mensaje sea más contundente, ¿qué les parece?

Los otros dos miraron incrédulos al aprovechador, y salieron.


* * * * * * *

La toma de fotos no representó ningún problema, ya tan habituados estaban a trepar paredones y a ver muertos caminando. Al final fueron a los mismos tres cementerios que se habían repartido la vez anterior, dejando el de Bruno para el final. En los dos primeros se quedaron sentados allá arriba, y desde ahí dispararon. Como estaba obviamente oscuro no les quedó más alternativa que usar el flash, con lo que llamaron inmediatamente la atención de los cadáveres. Esto resulto ser aún mejor, porque los muertos los miraron, y pudieron sacar fotos de sus rostros. Cualquiera que las viera se daría cuenta de que no había trucos, porque el aura de muerte en esos ojos paradójicamente abiertos era algo imposible de falsificar. Bruno y Benjamín ya sabían de qué se trataba y estaban preparados, pero el mundo iba a horrorizarse frente a esas miradas, y eso era exactamente lo que ellos esperaban.

Fue extraño, pero en esos primeros dos cementerios los muertos prácticamente los ignoraron, y mientras ellos los fotografiaban siguieron como si nada con sus quehaceres nocturnos, que eran los únicos posibles para esta gente, porque de día estaban muertos de la manera clásica.

En el último, donde se encontraba la tumba de Leopoldo Fuentes, las cosas no fueron tan sencillas.

En primer lugar, ya eran como las dos de la mañana y hacía frío, y dentro del cementerio se había depositado una neblina bastante espesa, que hacía difícil tomar fotografías que mostraran algo significativo. Por ese motivo, y ya que estaban ahí y, sobre todo, porque entrar a un cementerio de noche ya no les daba miedo, era como si los muertos ya fueran de la familia, y a decir verdad, Bruno a veces imaginaba a Leopoldo Fuentes como su suegro, los muchachos no se quedaron encima del paredón, sino que saltaron hacia adentro y penetraron en la niebla.

Desde abajo la visibilidad era mucho mejor, si bien distaba mucho de ser perfecta. De todas maneras, se pusieron a caminar, cruzaron un par de muertos que de cerca se distinguían bien, y les sacaron fotos. Quizás demasiado confiados por la indiferencia de los otros dos cementerios, ni Bruno ni Benjamín se preocuparon por pasar desapercibidos.

Pero estos muertos no eran tan ajenos a la situación como los otros. El primero, al percibir el golpe de luz del flash y al darse cuenta de que estaba siendo fotografiado se los quedó mirando, con cara de pocos amigos. Ellos dos, concentrados en su trabajo, no se dieron cuenta y siguieron de largo, internándose cada vez más en la boca del lobo.

El segundo muerto fotografiado no fue tan tímido, y les dijo "Eh, qué están haciendo" y también se los quedó mirando, pero enseguida empezó a seguirlos, claro que lentamente, sus miembros no le permitían más que eso, y no les costó trabajo perderlo y dejarlo perdido atrás, en la niebla. Sin embargo, Benjamín se preocupó y le dijo a Bruno:

- Che, me parece que no les gusta que les saquemos fotos. ¿Por qué no nos vamos?

- Quisiera encontrar a Leopoldo Fuentes y sacarle una a él, por si en algún momento tengo que usarla con Lucero.

- Dejate de joder, andá a saber dónde está…

- Vos andá, Benjamín, si querés.

Sin dudarlo, porque ahora sí estaba empezando a tener miedo, y además el odio por el que quería escupir la cara de Leopoldo Fuentes en la cara ya se había diluido en pura espuma, Benjamín dijo:

- Bueno.

- Tomá la cámara, que es tuya y no quiero que le pase nada. Yo sigo sacando con el teléfono. Mañana nos encontramos en lo de Felipe y las bajamos, ¿sí?

- Dale- y se fue al trote por donde había venido.

Bruno siguió adelante, sin saber muy bien hacia dónde se dirigía; ya habían pasado cerca de la tumba de Leopoldo Fuentes pero no lo habían visto por allí, si bien la tierra estaba, como de costumbre, removida. Podía ser que la niebla no les hubiera permitido divisarlo, o distinguirlo de los otros...

Mientras caminaba, Bruno se topó con muertos de todo tipo, y los que todavía tenían ojos y un rostro capaz de expresión lo seguían con una mirada cada vez más hostil. Parecía como si los dos muertos a los que habían fotografiado antes estuvieran corriendo la voz de que había un intruso que quería llevar sus imágenes al exterior. Si bien en ocasiones anteriores habían demostrado no tener problemas con que los vivos estuvieran en su mundo, el hecho de que los fotografiaran, al menos a los de este cementerio, no parecía hacerles ninguna gracia (y, pensándolo bien, es posible que a los anteriores tampoco les gustara, pero no tenían a los muchachos al alcance de sus manos como para hacerles daño, y entonces los ignoraron, esperando tal vez que esa aparente calma los tentara a bajar, cosa que como ya sabemos, no hicieron).

Antes de que pudiera darse cuenta, la niebla no le permitió anticiparse, lo habían rodeado. Sin pensarlo dos veces, se dio vuelta y corrió hacia atrás como para volver por donde había venido, suponiendo que con un embate un poco fuerte podría voltear al muerto que estuviera bloqueando su posición de escape.

Supuso mal. El impacto con el cuerpo no sólo fue un asco, le saltaron líquidos putrefactos en la cara y en el cuerpo, sino que además fue totalmente inútil. Fue como darse de lleno contra el tronco de un árbol. Tan desprevenido lo tomó, tan seguro estaba de que tendría éxito en su escape, que el golpe lo desbalanceó completamente y cayó de espaldas al piso, en medio de la cada vez más cerrada pared de cadáveres que lo cercaba.

El olor se volvió, de pronto, insoportable, al punto de hacerle preferir no respirar, lo cual era obviamente imposible. La segunda bocanada de aire le provocó náuseas, pero las gotas de fluido viscoso que resbalaban por sus mejillas fueron demasiado, y Bruno vomitó en el piso.

Los muertos, impasible ante este desagradable espectáculo, siguieron acercándose, incluso pisando el charco de vómito como si no estuviera ahí. Sin pronunciar palabra, uno de los que parecían más fuertes, menos muertos, si se me permite la expresión, lo agarró de los pelos y empezó a arrastrarlo. El grito de agonía de Bruno fue instantáneo.

Entre la multitud que seguía a su verdugo, le pareció ver a un muerto que era él mismo, Bruno Ledesma. Muerto.

Capítulo 39.

Lo llevaron a una cripta donde lo esperaba, cruzado de brazos, Leopoldo Fuentes. Había cuatro cajones abiertos y vacíos, dos en un lado y dos en el otro. Nuestro muerto estaba en el fondo, delante de un pequeño altar con algunas flores medio podridas, una cruz y algunas estampitas de papel.

- ¿Qué cree que está haciendo, Bruno?- le dijo cuando el muerto que lo arrastraba lo tiró a sus pies.- ¿Por qué viene a sacarnos fotos?

Bruno, todavía presa del más intenso shock, no contestó.

- ¿Qué intenciones tiene? ¿"Denunciarnos"?- esto último lo dijo en un tono burlón que provocó la risa de los muertos que esperaban, fuera de la puerta-. ¿Para qué? ¿No se da cuenta del tiempo que está perdiendo, en lugar de estar buscando la forma de salvarnos a todos?

Un poco más repuesto, Bruno contestó:

- ¿Después de esto pretende que lo salve, Leopoldo Fuentes? ¿En qué se convirtió, en el compadrito del cementerio?

- Ya veo cómo son las cosas… Usted nos quiere destruir, ¿no es verdad? Claro, ¿para qué salvar a unos muertos asquerosos que, según las reglas de su mundo, deberían pudrirse tranquilamente debajo de la tierra, sin molestar a nadie? Qué egoísta que me resultó, Bruno…

Pasando instantáneamente del terror a la furia, Bruno contestó:

- ¿Egoísta yo? ¿Y usted, pervertido de mierda? ¿Saben todos estos lo que hizo, lo que le hizo a su familia?

- Esas cosas no importan en este mundo, estimado Bruno… A mí, aquí, me respetan por otros motivos. Ellos me eligieron como su líder, y lo que usted diga no va a cambiar nada.

Bruno miró hacia la puerta, y la cara de los muertos, el odio reflejado en ellas, confirmó lo que Leopoldo Fuentes estaba diciendo.

- ¿Sabe una cosa?- continuó-. Hay un pasaje del Libro de los Muertos que no le comenté, mil disculpas, le pido. Como ya se habrá dado cuenta, la vida en el cementerio se rige por leyes, y una de ellas dice que los muertos no pueden abandonar el cementerio. No, al menos, en líneas generales.

"Sin embargo, para toda regla hay una excepción, ¿no es verdad? Pues bien, en este caso, uno de nosotros podría salir si una persona viva es sacrificada dentro del cementerio. ¿Qué le parece? Curioso, ¿no es cierto? Y mírenos a nosotros dos en este momento: por un lado yo, queriendo salir de aquí para cumplir la misión que usted, por lo visto, no tiene intenciones de llevar a cabo. Y por el otro usted, vivito y coleando dentro del cementerio. ¿Adivine qué se me está ocurriendo en este momento?

Una vez más, los muertos que contemplaban la escena se rieron. Entre ellos ya no estaba el que era un calco de Bruno, pero él no se dio cuenta, y ni siquiera pensaba en ese detalle: el terror que corría por cada arteria, por cada nervio de su cuerpo dejaba todo lo demás afuera. ¿Cómo había llegado, de repente, a encontrarse al borde de la muerte?

¿Cómo podía haber cambiado tanto su relación con Leopoldo Fuentes, aquél que lo había guiado durante tanto tiempo para que pudiera salvar al mundo?

Casi como leyendo sus pensamientos, Leopoldo Fuentes continuó:

- No crea, Bruno, que yo había planeado todo esto. Nada más lejos de mí que hacerle daño; después de todo, si no fuera por usted, yo no estaría aquí sino en sus sueños, y nuestros mundos seguirían marchando inexorablemente hacia la condenación. No; nada de esto estaba planeado, y si usted no hubiera elegido destruirnos, probablemente habríamos seguido siendo buenos amigos hasta el final.

"Quiero que entienda que todo esto es su culpa, y la de sus amiguitos esos que lo siguen a todos lados. ¿Cree que me va a resultar placentero salir de aquí, donde soy respetado y donde no corro ningún peligro, y meterme en su mundo? Pero si no lo hago, si no hago lo que usted debería haber hecho, ¿quién más va a hacerlo? ¿Sus amigos? Seguramente tienen la misma intención que usted, destruir a todos los muertos del mundo. El camino más fácil. Pero vea dónde terminan los caminos más fáciles.

"No se preocupe, Bruno, que no soy un hombre rencoroso. Yo podría ordenar que lo despedazaran, que lo hicieran sufrir, pero ¿qué ganaría con eso? Absolutamente nada. En cambio, usted morirá rápidamente esta noche, sin dolor, y mañana será parte de nosotros.

Al oír eso, Bruno gritó, como dejando su vida en ello:

- ¡Nooooo! ¡No quiero ser uno de ustedes!-, e intentó tumbar a Leopoldo Fuentes, pero como ya se dijo, los muertos son como troncos de árboles sostenidos por profundísimas raíces.

- Tranquilo Bruno, tranquilo- dijo Leopoldo Fuentes con paciencia, pero, por otro lado, pateándolo en la cabeza para atontarlo, calmarlo y alejarlo-. Desde afuera parece peor de lo que es. Pero si esta "post-vida" nuestra fuera tan poco deseable como usted imagina, ¿por qué cree que yo, y todos los que estamos aquí, la defendemos tanto?

"Usted debería comprenderlo, Bruno, dada la situación en que se encuentra. ¿No está luchando desesperadamente por seguir viviendo? Todos los seres se agarran con uñas y dientes a la existencia. Nadie ni nada quiere desaparecer.

"Nosotros, los muertos, también existimos, después de todo. Quizás esta forma de hacerlo no sea tan… "glamorosa" como la vida, pero es una manera de persistir, eso es innegable. Y tanto como usted en este momento, no queremos dejar de hacerlo. Si hay una lección que le convendría aprender, estimadísimo Bruno Ledesma, es ésta: no hay nada en ningún mundo que sea más fuerte que la sed de existencia.

"Usted debería estar contento y no así, desesperado como lo veo. No sólo le estoy proponiendo una muerte confortable, también le estoy garantizando la continuidad de su existencia. ¿No es eso lo que las religiones del mundo prometen a sus fieles, y por lo que tanta sangre y oraciones se derraman sin ningún sentido? Usted lo tiene servido en bandeja de planta. ¿no se da cuenta?

La retórica de Leopoldo Fuentes era admirable; sus argumentos, para un oyente que no estuviera a punto de morir, habrían sido dignos de asentimiento y aplauso. Pero Bruno no lo oía desde esa perspectiva: para Bruno, cada palabra era una confirmación más de que iba a morir. Cada idea brillante acercaba la guadaña un poco más a su cuerpo indefenso.

- En verdad le digo, Bruno, que su posición es privilegiada. En el instante previo a la muerte, todo el mundo duda de sus creencias. Dígamelo a mí, que pasé personalmente por eso, y lo mismo cada uno de los que me acompaña esta noche. Nadie muere con la certeza absoluta de que resurgirá de esta manera. Por otro lado estamos nosotros, los muertos, que tampoco sabemos qué hay después de esta segunda existencia. Muchos esperamos que sea transitoria, que nuestros restos vayan diluyéndose de a poco y que al final, cuando no quede nada, la sustancia inmaterial que nos mantiene conscientes pase a otra dimensión y, claro, continuemos existiendo de alguna manera. Como le dije antes, todos deseamos existir para siempre. Si quiere, llame a esta creencia "la religión de los muertos".

"En cambio, Bruno, usted no se encuentra en ninguna de esas situaciones. Sabe que va a seguir existiendo después de esta muerte tan cercana que le espera. Si pudiera pensar claramente, no debería tener ningún miedo.

Por supuesto, Bruno no podía pensar claramente. Quizás Leopoldo Fuentes no lo viera, pero en situaciones tan extremas como la que Bruno estaba enfrentando, no hay razones que valgan. El cuerpo, la mente y el alma se encuentran desbordados de emoción, una emoción tan intensa que ahoga todo pensamiento racional. Podía ser perfectamente cierto lo que Leopoldo Fuentes estaba diciendo; Bruno podía ser la persona más privilegiada del mundo, de toda la Historia, pero para él, nada de eso tenía ningún valor. Lo único que importaba era que estaba a punto de morir. Y Bruno, le conviniera o no, no quería morir por nada del mundo.

Sin saber de dónde le vino la idea, y de dónde sacó las fuerzas para hablar dentro de ese cúmulo de confusas sensaciones, Bruno miró a los ojos a Leopoldo Fuentes y le dijo:

- No puede matarme. Yo soy el único que puede sacar a su hija de la agonía en la que se encuentra.

Debió haber sonado muy sincero, o quizás realmente estaba creyendo en lo que decía, porque la expresión de Leopoldo Fuentes cambió. Era como si toda la seguridad que tenía en el futuro cercano, esto es: la muerte de Bruno, su salida del cementerio, etc., se estuviera tambaleando, presa de una ráfaga de viento o de un temblor de la tierra.

- ¿Qué está diciendo, Bruno? ¿Qué tiene mi hija que ver en todo esto?

Envalentonado por la súbita falta de seguridad de Leopoldo Fuentes, Bruno contestó:

- Lucero, su hija, está enamorada de mí. Y yo de ella.

Ni siquiera él estaba del todo seguro de que lo último que dijo fuera cierto, pero evidentemente tenía que serlo, porque, una vez más, Leopoldo Fuentes percibió la sinceridad en su mirada. Bruno siguió hablando:

- Su hija está sufriendo por todo lo que pasó en los últimos días. Yo no quiero que sufra, y usted tampoco. ¿No cree que el amor puede salvarla, que puede revertir toda esta absurda situación?

Leopoldo Fuentes tardó mucho tiempo en contestar. Bruno podía ver claramente la duda, la extrema incertidumbre, en su estropeado rostro. En un momento fue como si no pudiera cargar con el peso de sus pensamientos, y tuvo que sentarse en el piso, junto al yaciente y dolorido Bruno.

Al cabo de varios minutos, Leopoldo Fuentes, que estaba mirando al vacío, volvió a clavar sus ojos en los de Bruno.

- Mi hija puede ser todo lo feliz que usted y yo queramos, pero eso no va a salvar al mundo.

A eso, Bruno no supo qué contestar. Pasaron varios minutos más, durante los cuales Leopoldo Fuentes siguió mirando fijamente a Bruno y éste, por las dudas, no retiró la mirada. Fueron minutos de enorme dificultad: mantenerle la mirada a un muerto no es tarea que cualquiera pueda soportar, y sin embargo, Bruno lo hizo con admirable estoicismo. Claro, se dirá, en una situación como ésa, todo es posible; pero nosotros creemos que eso no le quita mérito a la actitud del muchacho.

El amanecer se acercaba. Leopoldo Fuentes y los demás empezaban a sentirlo, probablemente gracias a un sexto sentido que otorga la muerte. Debían volver a sus sepulcros. Bruno leyó desesperación en el rostro de su carcelero, quien finalmente dijo:

- Átenlo aquí, y tápenle la boca. No puedo decidir ahora qué hacer con él.

Los muertos, pensó Bruno, también tienen corazón. Pensar en su hija sufriendo por su culpa, y entrever la posibilidad de que eso pudiera cambiar, terminaron siendo decisivos.

A pesar de encontrarse atado, amordazado y encerrado dentro de una cripta, Bruno era feliz.

* * * * * * *
Tanta mala suerte tuvo Leopoldo Fuentes que, durante la mañana siguiente, la esposa de uno de los muertos de la cripta fue a visitarlo y a cambiarle las flores, las cuales, como ya se dijo, estaban medio podridas.

Al oír la puerta abriéndose, Bruno intentó gritar y moverse. Ante todo, su instinto le dijo que tenía que demostrar que estaba vivo.

La señora, como es lógico, emitió un grito histérico al verlo, y salió corriendo, dejando la puerta abierta. A los pocos minutos volvió a asomarse, esta vez junto al cuidador del cementerio, quien, estúpidamente, preguntó:

- ¿Qué hace ahí?

Bruno no contestó, porque estaba amordazado. Pero la expresión de sus ojos y la sonrisa de alivio que se adivinaba detrás del trapo sucio que le habían puesto en la boca dijeron todo. El cuidador, esta vez pensando un poco mejor lo que iba a decir, se acercó y dijo:

- ¿Quién lo ató y lo dejó acá?

Una vez más, resignado, Bruno no contestó. Sin embargo, esta vez emitió algunos sonidos guturales desde la cárcel donde estaban metidas sus palabras, como queriendo decir: Sacame este trapo de una vez, pelotudo.

* * * * * * *

Bruno, por supuesto, relató una historia bastante diferente a la realidad. Dijo que una banda lo había secuestrado y que lo habían dejado ahí; que estaban encapuchados y no tenía idea de quiénes podían ser. Mientras hablaba, fingiendo incluso el tono de voz, se alarmó por lo fácil que le resultaba mentir últimamente, y en la frecuencia con que lo estaba haciendo. Esperaba que no se le volviera
demasiado fácil…

Al ver que no había mucho más que hacer, y sin intenciones de involucrarse más que hasta ahí, el cuidador le dijo que fuera a hacer la denuncia. La señora, rebosante de compasión, lo acompañó hasta la puerta del cementerio.

- Vaya con Dios- le dijo, y después, como en confidencia:- A todos esos malandras habría que pegarles un tiro en la cabeza-. Dando media vuelta, se metió de nuevo entre las criptas y los fastuosos mausoleos. Si supiera, pensaba Bruno mientras se las arreglaba para volver a su casa, si supiera que por más que les pegue cien tiros a cada uno… Si supiera que los muertos que ella había ido a visitar eran parte de la turba que casi lo asesina…

No le hizo falta pensar mucho para decidir lo que había que hacer. No le hizo falta pensar
nada, ni un instante, de hecho. En ese momento Bruno era el Destino, y no cabía ninguna duda: la vida después de la muerte estaba irremediablemente condenada a desaparecer.

Capítulo 40.

Enseguida se pusieron en campaña. Repartieron las fotos por los medios de comunicación, junto con la sugerencia, para los que quisieran saber más, de ingresar al blog que había creado Felipe.

La reacción fue, naturalmente, casi inmediata. El blog se saturó de visitas, se hicieron cientos de preguntas y se crearon clones en otros idiomas –dado que los noticieros, cada uno intentando ser el primero, difundieron la noticia en el resto del mundo: así de fáciles son las cosas en la globalización-.

Los muchachos fueron lo suficientemente cautos como para enviar la información por vía electrónica, desde un sitio público y sin revelar su identidad. De lo contrario, sus vidas se habrían convertido rápidamente en un infierno de entrevistas, llamados telefónicos, y por qué no, denuncias, juicios y condenas, porque la gente, ante circunstancias extraordinarias como ésta, da para todo. En lugar de eso, presenciaron el revuelo desde afuera.

podría decirse con bastante exactitud que la noche que siguió al mensaje, ninguna persona en el mundo pegó un ojo. La mayoría se quedaron encerrados en sus casas, presas del terror que les habían infundido tantas películas sobre zombies, muertos vivientes y devoradores de cerebros que tienen la curiosa habilidad de derribar paredes de casas. Nosotros sabemos que eso no iba a pasar, primero porque los muertos no pueden salir del cementerio –a menos, también lo sabemos ahora, que se sacrifique a una persona viva dentro de un cementerio, pero eso no ocurrió esta noche de la que estamos hablando-; segundo, porque no tienen tanta fuerza; y tercero, porque no les interesa comer, y mucho menos algo tan asqueroso como un cerebro.

Los más corajudos se aventuraron hacia los cementerios cercanos a cada respectivo domicilio, y espiaron para ver si era cierto lo que habían visto u oído. Y era cierto, nomás. Los muertos, lejos de la actitud monstruosa de las películas, se alarmaron al ver a tantos curiosos mirando por encima de los paredones, o a través de las rejas de los portones. Algo no estaba nada bien, y no hacía falta ser, o estar, muy vivo para darse cuenta. Nada bueno podía venir de semejante nivel de exposición. Y, francamente, nunca nadie tuvo tanta razón.

El día siguiente, la cantidad de visitas al blog fue aún mayor: habiendo verificado que la información era verdadera, la gente quería saber qué hacer. Fue entonces cuando la historia de Nanuk y su séquito se hizo tremendamente popular, y comenzaron a fluir las hipótesis. Apareció de todo, pero la mayoría se podía agrupar en unos pocos conceptos:

- los que le daban la razón a Benjamín y querían llevar lanzallamas para incendiar todos los cementerios del mundo cuando los muertos estuvieran fuera de sus tumbas.

- los que proponían agarrar a los muertos en situación de total indefensión, durante el día, desenterrarlos y despedazarlos, degollarlos, mutilarlos o, una vez más, quemarlos con lanzallamas.

- los "suicidoides" que preferían no hacer nada porque querían ver cómo es un Fin del Mundo.

- los locos extremistas que querían escarbar un poco más, y llegar hasta donde estaban los monstruos y, directamente, destruirlos a ellos, sin saber que eso es humanamente imposible: Ellos pueden destruirse solamente entre sí, devorándose, pero ningún otro ser puede hacerles daño.

- los que deseaban triturar a los muertos y usarlos como abono, sin darse cuenta de que eso sería aún peor, porque el drenaje de fluidos hacia la guarida de los monstruos sería más rápido.

Dentro de ese inconmensurable mar de ideas, prácticamente nadie planteó ninguna estrategia que se enfocara en conservar a los muertos y permitir que siguieran con su "post-vida". Aparentemente, a nadie le gusta que los difuntos se levanten de sus sepulcros y anden, ni siquiera si se piensa en los propios familiares. Y es claro: nada es más opuesto al sentido común que un muerto viviendo.


* * * * * * *

Mientras Felipe, sobre todo, pero también Benjamín, trabajaban en los foros, contestaban preguntas y trataban de encauzar las voluntades hacia un único plan que fuera a la vez razonable y consensuado, Bruno se tomó un merecido descanso y decidió empezar con su nueva vida.

Lo primero que hizo fue visitar a los tres profesores de violín que el Decano del Conservatorio le había recomendado. Si bien los tres le parecieron notablemente experimentados y profesionales, eligió a uno de ellos, llamado Oscar Esquivel. El motivo fue totalmente ajeno al mundo musical: fue el único que no le preguntó, alarmado, qué le parecía lo que estaba pasando con los muertos. En lugar de eso, hizo apenas un comentario ante la pregunta de Bruno, que al ver que el otro no parecía estar enterado del tema, le dijo:

- ¿Vio lo que está pasando con los muertos?

Y el otro, con la mayor neutralidad imaginable, le contestó:

- Bruno, he vivido mucho y he presenciado sucesos mucho más notables que éste. Que los muertos hagan lo que les plazca; mientras yo esté vivo, no va a interesarme.

Bruno no se imaginaba qué sucesos pueden ser más notables que la resurrección de todos los muertos del mundo, pero por otro lado, su experiencia de vida era mucho más corta que la de este Oscar, claramente septuagenario largo; realmente no podía juzgar. En cambio, se fue de la casa del profesor entre asombrado y aturdido, pero habiendo decidido que tomaría clases con él.
* * * * * * *

El lunes siguiente, como había prometido al Decano, fue a su entrevista en el Conservatorio. Cargó el violín, algunas partituras famosas y, más nervioso que en cualquiera de sus incursiones nocturnas en el cementerio, entró por la gran puerta de madera tallada.

Se sentía un estudiante de nuevo. Frente a él, en una larga mesa que parecía la de un juzgado, lo esperaban el Decano y dos profesores de avanzada edad, uno de ellos mujer. Bruno ya los conocía, y cuando lo vieron lo saludaron con una sonrisa amable y un apretón de manos. Le manifestaron su alegría por verlo de nuevo, y rápidamente pasaron a la acción.

No le pidieron nada en especial, simplemente le dijeron que tocara. Intentando generar una doble impresión, Bruno partió por una obra de Joaquín: pretendía impresionar con el virtuosismo y con la novedad, porque estaba seguro de que Joaquín la había compuesto sólo como parte de su entrenamiento, y que nunca la había ejecutado frente a nadie. Uno podría pensar cuán ético podía ser interpretar una obra de alguien a quien uno había enviado a la cárcel, de alguien que a uno, encima, le parecía repulsivo, pero Bruno no era ese uno y, aunque lo hubiera sido, en ese momento no estaba concentrado en cuestiones éticas, muy discutibles por otro lado. Así que tocó sin pensar en nada más que en la música.

Su hipótesis fue acertada: en las caras de los tres entrevistadores se leía sorpresa, por lo novedoso de la obra, y complacencia por la pulida ejecución. No hacía falta que dijeran nada: Bruno podía darse cuenta de que ya lo habían aprobado. A partir de ahí, siguió con una cascada de pasajes de obras famosas en orden temporal: unos segundos de la Primavera de Vivaldi, un breve pero difícil pasaje de la primer Partita de Bach, algunas notas de la Sonata de Mozart, la introducción de la Kreutzer de Beethoven, el gran Capricho de Paganini casi completo, la cadencia del Concierto de Tchaikovsky, entrelazada con la del de Brahms, la Pavana de Ravel, y por último, la Sonata de Bartók, esa sí completa y triunfal.

No hubo aplausos: se encontraban en un ámbito académico y hubieran estado fuera de lugar. Pero, una vez más, la lectura que hizo Bruno de las expresiones de los profesores, y en particular de la del Decano, fue certera: el puesto era suyo.

Sólo por formalidad, le hicieron algunas preguntas teóricas sobre la Historia de la Música y, finalmente, conversaron sobre la cuestión pedagógica.

- La verdad es que nunca di clases- confesó Bruno-, pero la idea me resulta sumamente atractiva.

- ¿No cree que puede sentirse intimidado en un aula con veinte alumnos?

- Es posible, pero también me sentí intimidado hace unos minutos, cuando empecé a tocar frente a ustedes- y, envalentonado y tal vez un poco altanero, continuó:- Como habrán notado, no influyó en mi desempeño.

Sin dar muestras de sentirse ofendido por el apenas perceptible dejo de soberbia de la última frase, el Decano dio por finalizada la entrevista levantándose de su asiento, tendiéndole la mano y diciendo:

- Ledesma, lo espero mañana para comenzar con su entrenamiento. Creo que los tres estamos de acuerdo- dijo, dando por sentado que la opinión de los otros era la misma que la suya- en que nos honraría contar con su compañía en este sacerdocio que es la docencia.

Bruno contuvo una sonrisa ante la frase del Decano, tan ridícula pero, por otro lado, tan típica en personas de esa edad, y simplemente dijo:

- Por favor. El honor es mío.

* * * * * * *

Cuando el sol comenzaba a caer, cuando todo el mundo ya estaba de vuelta de sus trabajos, Bruno llamó a Lucero.

- Hable- dijo la madre, Alicia.

- Buenas tardes, ¿se encuentra Lucero?

- ¿Quién le habla?

- Bruno, un amigo.

- Un segundito- y, fuera del teléfono, un grito:- ¡Lucerooo! ¡Teléfonoo!

Deben tener una casa muy grande, pensó Bruno. Qué pulmones.

- Hola- dijo Lucero después de un rato, claramente agitada, quién sabe si porque llegó hasta el teléfono corriendo por los pasillos de esa aparentemente gigantesca vivienda, o porque el corazón le latía a una velocidad asombrosa, presintiendo que serías justamente Bruno quien la estaba llamando.

- Hola Lucero, soy yo, Bruno.

- Hola Bruno- y sí, decimos nosotros: la agitación era por lo último, porque el tono de voz era el de una mujer chocha de la vida. Notando esto, y sin más preámbulos ni circunloquios, Bruno disparó:

- ¿Tenés ganas de que nos veamos?

- Sí, la verdad que sí.

- Tenemos mucho de que hablar.

- Sí, de los muertos vivientes y todo eso, ¿no?- dijo, aparentemente divertida, o burlona.

- No, bueno… sí, claro, pero no particularmente sobre eso. Podemos hablar, si querés. Pero yo quería que nos veamos para hablar de otra cosa.

No hubo mucho que discutir ni que acordar: quedaron en verse en ese mismo momento, en el bar de las veces anteriores.
* * * * * * *

Esta vez no hubo titubeos. Apenas se sentaron, Bruno le tomó ambas manos por encima de la mesa. Después de las habituales fórmulas de quien declara su amor, a las cuales Lucero respondió con sonrisitas tímidas y asentimientos de cabeza –aunque hubiera preferido tirársele encima y comerlo a besos y quién sabe cuántas más de esas cosas que imaginan las mujeres-, Bruno dijo:

- Qué forma loca de conocernos, ¿no?

- Mejor, de esto no nos vamos a olvidar nunca en la vida.

- Lucero, ahora que el mundo está hecho una locura, con los muertos que caminan y todo eso, creo que llegó el momento de decirte la verdad sobre cómo lo conocí a tu papá.

Sintió que las manos de ella se contraían debajo de las suyas, como amagando a retirarse, pero él las apretó con fuerza y la miró bien adentro de los ojos.

- No te mentí cuando te dije que se me había aparecido en sueños. Pero es un poco más complicado que eso.

Durante toda la media hora siguiente, Bruno relató con una cantidad de detalles asombrosa, que hablaban muy bien de su memoria, todos los sucesos desde que empezaron los sueños: las visitas al cementerio, la Ouija, el Libro de los Muertos, la amenaza de Nanuk a la humanidad, la participación de Felipe y de Benjamín en el asunto, la inesperada aparición de Joaquín, las averiguaciones en el museo y en el bar de enfrente, el

cruce de los mundos, el encuentro con su padre en vivo y en directo, las hipótesis sobre qué hacer para salvar al mundo, las incursiones fotográficas… A medida que Bruno hablaba, el rostro de Lucero pasaba por diferentes estadíos: incredulidad, sorpresa, horror, tristeza, resignación, comprensión, avidez. Fue como la superación de un duelo en tiempo récord. Al ver que todo estaba bien, Bruno continuó:

- Ahora viene lo peor, ¿estás segura de que querés que siga hasta el final?

Ella ladeó la cabeza y lo miró como diciendo, ¿Me estás cargando?, entonces él dijo:

- La noche en que fuimos a sacar las fotos con Benjamín, los muertos no nos miraron con buenos ojos. Benjamín pudo escaparse, pero a mí me atraparon y me encerraron en una cripta- Alarma en la cara de Lucero-. Y me quisieron matar.

- ¿QUÉ?- y tan fuerte fue el impacto de esa última frase, que ella se puso de pie, soltando sus manos de debajo de las de Bruno de un tirón.

- Tranquila, que estoy acá, no me mataron, después de todo- dijo él, con una sonrisa tranquilizadora, y volvió a tomarla de las manos cuando ella se sentó, lentamente, como aún ajena a la realidad-. El problema es que quien quiso matarme… es tu papá, Leopoldo Fuentes.

¿Cómo se puede reaccionar ante semejante noticia? Una se acostumbra a la muerte de su padre, a que jamás va a volver a verlo, y de repente se entera de que en vida se prostituía y que por eso lo mataron, que ahora se le aparecía en sueños a la gente, que increíblemente deambulaba por el mundo como si estuviera vivo, y que, por encima de todo, había intentado asesinar al hombre amado… La pobre chica se desmayó: esa fue la forma en que reaccionó.

* * * * * * *

Cuando, a los pocos minutos, Lucero volvió en sí, Bruno estaba a su lado, acariciándole el cabello. La habían acostado en el piso del bar. Había gente mirándola, y cuando la vieron abrir los ojos, empezó el murmullo. Le preguntaban si estaba bien, si necesitaba algo, alguno decía que se abrieran, que necesitaba aire, el mozo le trajo un vaso con agua… Bruno no decía nada, y sin embargo, había sudor en su frente, tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados. Al verla reaccionar, ese rictus se convirtió en una sonrisa de alivio, y siguió sonriendo y acariciándola mientras el mundo se movía a lo loco alrededor de ellos.

Una vez que ella se sintió lo suficientemente fuerte como para levantarse y andar, Bruno la abrazó como protegiéndola del mundo; parecían una pareja de novios de años, y así salieron a la calle.

- ¿Querés que pida un taxi?

- No Bruno, estamos acá nomás, además ya estoy bien. Pero seguime abrazando así, no me sueltes.

Caminaron en silencio hasta la primera esquina, más o menos. Después ella volvió al tema que la había desmayado:

- Por qué quiso matarte.

- Creo que porque se dio cuenta de que yo empezaba a ser una amenaza. En primer lugar, porque podía –puedo- fallar en mi misión de salvar al mundo y él, con todos los demás, estarían –estaríamos- condenados. Y segundo, porque al vernos a Benjamín y a mí sacándoles fotos, debe haber supuesto que queríamos ponerlos en evidencia para que el

mundo acabara con ellos, que no sería mala idea, es la forma más fácil que veo de salvarnos.

- ¿Vos querías destruir a mi padre? ¿Querías matarlo de nuevo?

Ella no se separó de él al preguntarle esto, incluso al contrario, se apretó más a él mientras hablaba. El dudó, pero finalmente dijo la verdad:

- Sí, quería.

- ¿Y ahora? ¿Todavía querés?

Su tono de voz era ávido, ansioso, y sonaba como si ya hubiera recuperado todas sus fuerzas; por eso él se animó a decir:

- Ahora, no me cabe ninguna duda.

- Bueno, entonces estamos del mismo lado. Ya me cagó la vida una vez, y casi me la caga de nuevo. No voy a darle una tercera oportunidad. Si lo tuviera que destrozar con mis propias manos, lo haría.

Esta no es la chica dulce y tímida que yo conocí, pensó Bruno, y un calor intenso le recorrió las venas desde la cabeza hasta los pies. Le dio un beso apasionado mientras le apoyaba todo su cuerpo por todos lados.

Capítulo 41.

Pasó casi una semana antes de que Bruno decidiera volver a reunirse con los chicos. Después de que lo pusieron al tanto de todo lo que habían recabado en esos días, después de ponerlos al tanto de su nueva historia de amor, llegaron al momento de la decisión final: ¿qué carajo hacer para salvar al mundo de su destrucción?

Felipe resumió el trabajo de todos esos días en unas pocas frases:

- Sólo nos falta encender la mecha. El resto está garantizado.
El mundo aborrece a los muertos.

A Bruno le pareció escuchar "El mundo aborrece a la muerte", aunque había entendido perfectamente las palabras de Felipe.

- ¿Cómo lo lograron?- preguntó, sinceramente asombrado y con legítima curiosidad.

- La verdad- reconoció Felipe-, casi todo el "trabajo duro" lo hizo Benjamín. ¿No, Benjamín?

El interpelado solamente asintió con la cabeza, manteniéndose serio, y en su expresión se podía leer claramente una sombra de profundo odio. No estaba muy claro el por qué: si se trataba meramente de una emoción producida por el miedo a la muerte, que ahora se manifestaba en carne –descompuesta- y hueso y se hacía demasiado presente; o de una homofobia durmiente, que se había despertado al salir a la luz el pasado de Leopoldo Fuentes,
o de si se trataba del papel que el Destino le estaba haciendo jugar, lo cierto es que Benjamín se había tomado muy –demasiado- en serio la hipótesis de destruir a todos los muertos del mundo… para salvar a todos los vivos.

Felipe continuó:

- Benjamín supo expresarse mucho mejor que yo. Gracias a él, por todo el mundo hay células durmientes preparadas para acabar con los muertos en el momento en que se levanten. La verdad es que está tomando la dimensión de una religión, o de una secta, mejor dicho. Es como que el mundo espera un Ritual de Salvación, o algo por el estilo, a

través de esto. En algunos foros ya se comenta que, al evitar el Apocalipsis de esta manera, estaríamos abriendo el camino para la Segunda Venida de Jesucristo… ¡a vos te parece!

- La gente necesita creer en cualquier cosa, pero ese no es nuestro problema –dijo Bruno-. Mientras estén dispuestos a hacerlo, los motivos son lo de menos. Esto es prácticamente una guerra, una
guerra de guerrillas, y en situaciones como ésta, el fin justifica los medios.

- Alabado sea Maquiavelo, y que la gloria de Sun Tzu esté con nosotros por los siglos de los siglos- dijo Benjamín, que habló por primera vez sólo para dar a entender que no podía estar más de acuerdo con lo que acababa de decir su amigo.

- Entonces- intervino Felipe-, nos queda decidir cómo lo hacemos.

- Lanzallamas- insistió Benjamín una vez más. Y, previendo la reacción de Bruno, que ya le había dicho que no iban a quemar a ningún muerto, añadió:- O lluvia de ácido desde helicópteros.

- ¿Y dónde vamos a conseguir un helicóptero? No –reconoció Bruno-, creo que tengo que darte la razón con lo de la inmolación por el fuego.

-¡Ja! –se le escapó, y Bruno lo miró con desdén.

- Estoy de acuerdo- cerró Felipe.

- Entonces pongámonos en campaña- terminó de cerrar Benjamín, que esta vez merecía tener la última palabra.


* * * * * * *

La noche anterior a la Gran Fogata, Bruno tuvo un sueño. Como en los tiempos que ya se nos van borrando de la memoria, cuando Leopoldo Fuentes recién empezaba a aparecer en su vida, Bruno se encontró sentado en el banco de siempre, y como por un instinto con que se carga incluso en el mundo de los sueños, miró inmediatamente hacia la izquierda, hacia donde se encontraba la tumba de Leopoldo Fuentes.

Y lo vio, parado al costado del sepulcro, y un terror helado le subió por el espinazo. Pero Leopoldo Fuentes no hizo nada, no se acercó para intentar atraparlo, asesinarlo, despedazarlo... En lugar de eso se quedó quieto, mirándolo con ojos tristes. Por momentos parecía como si la tristeza se debiera a que Leopoldo Fuentes sabía lo que Bruno tenía pensado para él y para todos los muertos del mundo, era la angustia del que se sabe destinado a lo peor pero que no puede hacer nada para evitarlo. El preso condenado a morir en la silla eléctrica.

Pero Bruno no estaba del todo seguro de que se tratara de ese tipo de sentimientos, porque volvía a mirar aquellos ojos lejanos y le parecía que la pena de Leopoldo Fuentes era por él, por Bruno. Pero, ¿qué sentido tenía eso?

Bruno sintió una presencia, alguien estaba sentado a su derecha. Intentó volver la cabeza rápidamente, pero no pudo, era como si de repente estuviera sumergido en una olla llena de miel bien espesa. Sabía, como se sabe en los sueños, que lo que fuera que estaba sentado allí era peligroso, y que era imprescindible que se moviera con rapidez para enfrentarlo o para escapar, lo que fuera más conveniente al momento de haberlo visto y evaluado su situación. Pero la cabeza se movía tan lentamente... Giró los ojos todo lo que pudo, intentando acercar el momento de la revelación, hizo fuerza con todo su cuerpo, y nada, nada...

Hasta que sintió una mano helada apoyándose en su hombro.

Y en ese momento, de reojo, lo vio.

Era, una vez más, él mismo, Bruno Ledesma.

Él mismo, Bruno Ledesma, pero muerto.

* * * * * * *

A los fines de esta historia, no interesa demasiado qué pasó en el resto del mundo. Supongamos, para tranquilidad del lector, que en todos, o en casi todos, o por lo menos en la mayoría de los cementerios del planeta, hubo algún loco temerario que se aventuró allí adentro, lanzallamas en mano y, por qué no, vincha al estilo Rambo en la cabeza, en medio de la noche, y descargó frenéticamente la llamarada fatal sobre los cuerpos muertos, que murieron por segunda vez, es decir, desaparecieron para siempre de la faz de la tierra: desaparecieron sus cuerpos y también sus almas, y de estas últimas no sabemos, no podemos saber, si migraron hacia algún otro sitio o si cayeron en el abismo interminable del olvido.

Lo que sí interesa es lo que pasó con Bruno, Felipe y Benjamín, quienes lograron llegar tan lejos, hasta el borde del final, por así decirlo, sólo porque, mal que mal, con las idas y vueltas que ya conocemos, llegaron juntos. Sin las arriesgadas decisiones de Bruno, sin el conocimiento y la persistencia de Felipe, y sin la también imprescindible, aunque menos heroica, brutal manía asesina de Benjamín, una buena parte de todo esto no habría ocurrido y la historia sería otra. Cuando lleguemos al desenlace, algunos dirán: Hubiera sido mejor que la historia fuese otra. Pero las cosas son como son, el Destino nos lleva de las narices por lugares que no imaginamos y que, a veces, no son los que hubiéramos preferido. Así es, así tiene que ser, en la realidad y en la ficción, en este mundo y en todos.

Pasando de la filosofía a los hechos, el gobierno de este país, medio por izquierda porque no quería generar demasiado revuelo y enfrentamiento con la Iglesia, puso a disposición del "pueblo" una inmensa cantidad de lanzallamas importados de India y de Vietnam, que a precios subvencionadamente irrisorios fueron adquiridos por quienes, también a escondidas de las convenciones sociales, sintieron una necesidad más urgente de deshacerse de los muertos y de convertirlos en pura ceniza, que como sabemos, deja de ser útil como alimento de los monstruos del inframundo. Precisamente ése fue el camino elegido por Benjamín, Felipe y Bruno, a quienes se había unido, a último momento, la novia nueva -aunque Bruno, claro, no la había presentado exactamente como su novia, ya conocemos su aberración por este tipo de etiquetas-. Los tres coincidieron en que tenía derecho a participar, dado que su propio padre sería una de las víctimas y, como sabemos, ella quería darle su último adiós y verlo muerto de verdad y para siempre.

Con el lanzallamas en la mano, Benjamín lideraba la partida. Se dirigieron al cementerio de Leopoldo Fuentes, claro está: los demás podían esperar hasta mañana, pasado mañana o la semana siguiente; pero a Leopoldo Fuentes quemándose de a poco querían verlo los cuatro. De hecho, incluso era posible que algún otro loco... ¡estuviera deshaciéndose de ellos en ese mismo momento!

Entraron en el cementerio algunos minutos antes de la medianoche. No fueron directamente a donde estaba enterrado Leopoldo Fuentes; por el contrario, comenzaron por el otro extremo, dejando su parcela para el final. Una vez que no hubiera amenazas de

que algún otro muerto se les tirase encima mientras estaban prestando atención a la reacción de Leopoldo Fuentes frente a su inminente segunda muerte, entonces sí lo enfrentarían: con la tranquilidad, en definitiva, de quienes están convencidos de que ya nada puede salir mal.

Y así fue: afortunadamente, los muertos no salían de sus tumbas al unísono, y esto Benjamín ya lo sabía: de lo contrario, hubieran llevado más de un lanzallamas para no correr riesgos. Pero no era necesario: salía uno, Benjamín rápidamente lo incineraba. Salía el otro, lo mismo. ¿Salían dos juntos de una cripta? Benjamín los hacía desaparecer a los dos con un solo chorro de fuego. Era impresionante ver con qué rapidez se consumían los cuerpos resecos, pero más impresionante todavía era la habilidad que iba adquiriendo Benjamín, el Verdugo, el Átropos de los Difuntos, con cada muerto que quemaba. Una cosa era buena: los muertos no parecían sufrir cuando su piel se marchitaba definitivamente, cuando sus huesos se desmoronaban casi sin hacer ruido. Estaba claro, Leopoldo Fuentes lo había dicho sin vueltas, que los muertos querían seguir existiendo, estaban irremediablemente atados a la persistencia, pero ese deseo no podía venir, se dieron cuenta los chicos, del miedo al sufrimiento final. Qué triste privilegio, que el dolor sea patrimonio exclusivo de los vivos, pensaba Bruno mientras rodeaba a Lucero con su brazo y la atraía hacia su cuerpo. Ella estaba sudando y temblando, visiblemente impresionada con el macabro espectáculo. Preocupado, le preguntó si quería irse.

- No, Bruno. Me estoy bancando todo esto porque quiero ver a mi padre una última vez. No te preocupes, que soy más fuerte de lo que parezco.

Pero seguía temblando y sudando frío por la frente.

No fue difícil barrer con todo el cementerio en un par de minutos, y si bien cuando finalmente llegaron al sector donde se encontraba Leopoldo Fuentes ya estaban todos los muertos fuera de sus sepulcros, apenas se estaban comenzando a dar cuenta de que su Apocalipsis privado había llegado, por lo que no reaccionaron violentamente.

A lo lejos, Bruno vio a Leopoldo Fuentes, que los miraba aproximándose a él. Era probable que los demás no esperaran este encuentro, pero Leopoldo Fuentes sí. Sabía, desde el momento en que Bruno logró escapar, que el final no podía estar muy lejos. Los miraba, por lo tanto, con una mezcla de resignación y tristeza.

Lo que Leopoldo Fuentes no esperaba era que Lucero, su propia hija, también estuviera con ellos. Cuando la vio, acurrucada en el abrazo de Bruno, abrió la boca con genuino asombro, y parecía que se le iba a caer la mandíbula, de lo mucho que la abrió. Tanta era su sorpresa que no pareció inmutarse mientras Benjamín convertía en polvo a sus vecinos de sepultura.

Finalmente estuvieron ellos cuatro frente a él, a una distancia prudencial pero lo suficientemente cercana como para oír lo que tuvieran para decirse.

- Hola papá. Tanto tiempo sin verte.

Sin dirigirse a ella, sino a Bruno, Leopoldo Fuentes lo tuteó por primera vez para preguntarle:

- ¿Por qué la trajiste?

- Ella insistió.

- Quería decirte adiós papá, y esta vez para siempre. Quiero asegurarme de no verte nunca más en mi vida, y de que no amenaces más a las personas que amo.

- ¿Y a éste decidiste amar? ¿Al que decidió arruinarte la vida contándote las inmundicias que tuve que hacer para que vos tuvieras una vida digna?

- Pero papá, por favor... ¿esperás que crea que lo hiciste por mí? ¿Me vas a decir que no había otras formas de ganar dinero?

- Cuánta ingratitud, hija mía... Si supieras lo que todavía sería capaz de hacer por vos...

Mientras decía esto se acercaba a ella, lentamente, pero no tuvo la oportunidad de avanzar mucho. Nunca sabremos si su intención era abrazarla o usarla de señuelo para abalanzarse sobre el causante de todos sus problemas, el condenado Bruno Ledesma, y hacerlo pedazos con sus propias manos. No lo sabremos jamás, porque Lucero, que tenía a Benjamín justo a su derecha, le arrebató el lanzallamas de sus manos y, por puro instinto, ya que nunca había operado uno, lo hizo funcionar, dándole de lleno al pecho del cadáver que había sido, hasta hacía poco más de un año, su amado padre.

* * * * * * *

Mientras los cuatro miraban como hipnotizados la forma en que se iba consumiendo la carne dura, los huesos carcomidos y la piel seca de Leopoldo Fuentes, quien a diferencia de los otros muertos sí parecía estar sufriendo, Bruno sintió una voz que le hablaba desde atrás en su oreja izquierda. Era extraño: parecía la voz de su conciencia, porque era exactamente igual a su propia voz. Le dijo, simplemente:

- No se puede estar vivo y muerto a la vez, Bruno.

Todavía en una especie de shock, producto de la fogata muertoviviente que tenía frente a sus ojos, Bruno, por puro reflejo, comenzó a girar la cabeza.

A mitad de camino, sintió el filo del cuchillo de piedra, improvisado, sucio, doloroso, inesperado, frío como la sombra de la Luna. Sintió con extrema lucidez cómo cortaba, sintió un dolor de ésos que sólo se perciben en los sueños, en su garganta. Sintió el sabor de la sangre en su boca, y no era que no lo conociese: de chico le gustaba lamerse las heridas, jugar a que era un vampiro... Pero ahora la sangre lo ahogaba, y el sabor era repugnante, empalagoso, era como comerse un tarro de miel de un solo trago. Sintió el calor de una catarata de sangre fluyendo por su pecho, haciéndose más fría a medida que bajaba. Oyó con absurda claridad el golpe de las pocas gotas de su propia sangre que comenzaban a manchar el suelo.

Todo esto pasó mientras terminaba de girar la cabeza y enfrentaba, cara a cara, a su asesino. Mientras caía al suelo, desplomándose, sintiendo cómo de repente lo abandonaban todas sus fuerzas, cómo su brazo soltaba a Lucero, que se resistía a dejar de lanzarle fuego a su padre, que no se daba cuenta de lo que estaba pasando a su lado... Mientras sus rodillas, en un último esfuerzo por mantenerlo erguido, se apoyaban en el suelo, lo miró a la cara, cada vez más lejana, y era como si le estuviera rezando: de rodillas frente a ese otro, que tenía la cara muerta muy seria pero que no dejaba entrever ningún dolor: era como si llevara puesta la máscara del Destino: era el Mensajero de lo Inevitable. Frente a él, que también era Bruno Ledesma, el mismo que había visto aquella noche en que Leopoldo Fuentes lo había atrapado, el mismo que se le había aparecido en sueños la noche anterior; pero era Bruno muerto, un Bruno de algún otro lugar, que había venido a

buscarlo y a matarlo... porque, aparentemente, todos los Brunos Ledesma que existieran, en cualesquiera mundos que fuese, tenían que estar muertos.

Cerró los ojos apenas después de que su cabeza diera de lleno contra el suelo de tierra, en el preciso instante en que Lucero, Felipe y Benjamín se volvieron, casi al unísono, para ver lo que pasaba.


Fin de la Segunda Parte





PUENTE A LA TERCERA PARTE

Capítulo 28: último día.

Quedaron en encontrarse en un café a mitad de camino entre el cementerio y la casa de Lucero, ese día a las diez de la mañana. Bruno debe haber sido muy convincente, porque ella no opuso ninguna resistencia. O quizás fuera de suma importancia para ella saber cualquier cosa acerca de su padre asesinado. De cualquier manera, ya no quedaba tiempo para preguntas, y Bruno se fue.

Esos ojos que no lo habían mirado el día anterior, hoy lo buscaban con ansiedad desde la mesa del café. Lucero llegó antes que Bruno, y el creyó que eso demostraba que le interesaba la reunión y el tema del que hablarían.

- Buen día, Lucero. Soy Bruno Ledesma. Es un gusto conocerte.

Parecía una chica tímida, por lo que Bruno pudo percibir. Se levantó, esbozó una sonrisita, le dijo Igualmente, sonrojándose apenas, y volvió a sentarse. Se miró las rodillas, lo miró a él, y mientras volvía a mirarse las rodillas le preguntó:

- ¿Es verdad lo que me dijiste por teléfono, que tenés información sobre la muerte de mi padre?

- Sí, Lucero, creo que sí.

Se acercó el mozo, le pidieron café y medialunas, y Bruno siguió:

- ¿Conocés a un tal Joaquín Valenzuela?

- No, nunca escuché ese nombre.

- Es lo que me imaginaba. Mirá, Lucero, lo que voy a decirte puede hacer que te cambie el concepto que tenés de tu papá, ¿de verdad querés que siga?

- Sí, no te preocupes. Si sirve para saber quién lo mató, no me importa nada más.

- Bueno… ¿a Zacarías, el dueño del bar que está frente al museo donde trabajaba tu papá, lo conocés?

- No personalmente, papá lo nombró algunas veces pero nada más.

- Estuve hablando con él. Si tu papá mencionó a Zacarías, seguramente sabés que después del trabajo iba a tomar algo con sus amigos al bar.

- Sí, eso lo sabía. Papá tenía muchos amigos por esa zona.

- Lo que no creo que sepas, es que algunas veces, un hombre en un Escort azul lo pasaba a buscar por el bar.

Se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos, perpleja. Dejó de masticar el trozo de medialuna que tenía en la boca. Dejando de lado timidez, decoro, etc. le dijo, con la boca llena:

- ¿Cómo?

- Eso, que lo pasaban a buscar y que seguramente no hablaba de esto con su familia, siendo que nunca lo escuchaste mencionar a Joaquín. Y estoy seguro de que era efectivamente Joaquín quien lo pasaba a buscar y se lo llevaba quién sabe a dónde, porque cuando hablé con él sobre Leopoldo Fuentes, reaccionó de una forma exagerada. No sólo lo conocía, sino que además estaba clarísimo que me estaba ocultando algo.

- Pero… ¿vos cómo sabés todo esto? ¿Cómo sabés quién era mi padre? ¿Y de dónde conocés a ese tal Joaquín?

- Joaquín es mi profesor de violín. En cuanto a tu padre… es complicado, y si te lo cuento vas a pensar que estoy completamente loco. Pero te juro que es cierto. ¿Por qué, si no, iba a venir a contarte todo esto? ¿Qué podría ganar?

La mirada de Lucero cambió; Bruno no hubiera podido describir cómo ni por qué, pero cambió.

- Bravo, Bruno, bravo.

Era Leopoldo Fuentes, una vez más.

- Acaba de arruinarle la vida a mi hija. Lo felicito.

Era raro escuchar justamente eso de los labios de la mismísima hija.

- ¿Usted qué cree que va a pasar, ahora? ¿Qué ella se va a quedar tranquila, esperando a que la investigación siga su curso y llegue a nada? No, Bruno, eso no va a pasar. Lucero va a buscar a Joaquín, lo van a hacer hablar, y las vidas de él y de mi hija van a quedar arruinadas para siempre. Lo que acaba de hacer es la estupidez más grande de su vida.

- ¿Qué pretendía, Leopoldo? ¿Qué me quedara con esto adentro sin contárselo a nadie? No me venga a reprochar nada, que si usted me hubiera dicho la verdad, nada de esto estaría pasando.

- Bruno, no podía, no puedo decirle. Lo que sí puedo es asegurarle que a nadie le interesa lo que pasó. ¿Usted cree que encontrar al culpable, hacerlo confesar y meterlo en la cárcel es la mejor alternativa? Como le dije, lo que acaba de hacer va a arruinar la vida de mi hija en formas que usted ni siquiera imagina. Hubiera preferido que el asesino siguiera en libertad y que ella siguiera ignorando todos los detalles. Pero ahora es tarde, usted tenía que hablar y arruinarlo todo.

- Leopoldo, usted sabe que no era ésa mi intención. Sólo quería ayudar a resolver el crimen que lo separó de su familia.

- En fin, lo hecho, hecho está. Adiós, Bruno Ledesma. Espero que al menos esta noche haga lo correcto.

Otra vez el cambio en la mirada. Pero no es la misma de antes, la de la chica tímida que mira para abajo. En cambio, clavó sus ojos llenos de furia, de sed de venganza, en los de Bruno.

- Tengo que encontrar a ese hombre. ¿Me podrías decir dónde vive?

Bruno le dijo. Ella se levantó y contestó:

- No tenés idea de cuánto te agradezco que me hayas dicho esto. Mi mamá también va a estar muy agradecida, voy a hacerle saber lo que me dijiste. Espero que se haga justicia de una vez por todas.

Y se fue. A Bruno le gustó mucho verla yéndose.


* * * * * * *

- ¿Bruno Ledesma?

- ¿Sí, quién habla?

- Soy Alicia, la madre de Lucero. Me acaba de contar la charla que tuvo con usted.

- Lamento tener que ser el portador de la noticia… –dijo Bruno, medio sin saber qué decir.

- Por favor. Le estoy enormemente agradecida. De hecho, me gustaría darle las gracias personalmente.

- No hace falta, señora…

- No Bruno, insisto. Lo que sí quisiera pedirle es que pase usted por mi casa… usted sabe, desde que Leopoldo murió, me cuesta mucho salir a la calle…

Con una inocencia digna de El Principito, Bruno selló su destino diciendo:

- Por supuesto señora. Voy para allá.
* * * * * * *

Alicia, la madre de Lucero, abrió inmediatamente después de que Bruno tocara el timbre. Hubiera podido decirse que estaba esperándolo detrás de la puerta. De hecho, si Bruno hubiera sido más observador, habría notado la expresión entre ansiosa y preocupada de la mujer de pelo lacio y flequillo, morocha pero con un reflejo violáceo bastante llamativo, de ojos claros y anteojos de marco cuadrado, de labios gruesos, casi en exceso. Lucero no se parecía en nada a ella.

- Hola Bruno. Encantada- le dijo mientras lo hacía pasar, y cuando él estaba acercando la cara para darle un beso, porque le parecía demasiado distante darle la mano, cuando ya hubieron traspasado el umbral y estuvieron fuera del alcance de las miradas de la calle, ella le rompió una botella vacía en la cabeza, una botella de vidrio verdoso oscuro, muy probablemente de vino barato, que tenía escondida detrás de su espalda, bien asida en su mano izquierda.

Bruno se desplomó al instante, inconsciente.

* * * * * * *

Volvió en sí muy dolorido, sentado en una silla incómoda y con las manos y pies inmovilizados con cantidades industriales de cinta de embalar. Con la vista nublada, producto del tremendo golpe, apenas distinguió a la mujer parada enfrente de él.

- Le juro, Bruno, que no quería llegar a esto. Usted entenderá que me vi obligada.

¡Luceerooo!, quiso gritar Bruno, esperando con estúpida ingenuidad que ella estuviera en la casa. No sólo no estaba, por supuesto, sino que tampoco pudo gritar nada, porque también tenía cinta de embalar tapándole la boca. Incluso Alicia había tomado la precaución de arrastrarlo hasta el sótano de la casa y recién entonces atarlo, para que una aparición anticipada de su hija no pudiera sorprenderla.

Alicia continuó sin inmutarse, como si estuviera en otro mundo y no hubiera percibido la intención, desesperada y fallida, de Bruno:

- Usted ya debe haber adivinado que fui yo quien mató a Leopoldo. Ojalá entienda que no me quedó alternativa.

Ella hablaba mientras se paseaba, nerviosa, frente a él: de derecha a izquierda, de izquierda a derecha... interminablemente. Bruno entendió todo, perdió la inocencia de golpe, y llegó a la conclusión evidente: iba a morir muy pronto. Una vez más, intentó gritar, ya no el nombre de Lucero, sino cualquier sonido. Lo que no llegó a emerger fue un grito gutural, primitivo, desesperado, y le saltaron lágrimas de los ojos.

Una vez más, ella siguió hablando, y parecía no percibir ni una pizca de la angustia de su víctima.

- Cuando supe lo que ese degenerado estaba haciendo, ¡por Dios, era el padre de mi hija!, usted tiene que entender, no podía seguir con él. No podía tolerar que él caminara por

el mismo suelo que yo. Y más que ninguna otra cosa, no podía permitir que mi hija se enterara. ¿No habría hecho lo mismo usted?

No era una pregunta dirigida a Bruno, porque ella seguía paseándose delante de él, sin registrar su presencia. Ahora, en lugar de la botella, tenía un arma mucho más peligrosa en sus manos: una bolsa de plástico. Cuando la visión del muchacho finalmente se aclaró y vio, cuando además de saber que iba a morir se dio cuenta de cómo sería el final, volvió a intentar gritar con desesperación. Tanta fuerza tuvo ese grito que la cinta se rasgó apenas, y parte del sonido, aunque tremendamente atenuado, la atravesó. Alicia reaccionó: lo miró como sorprendida, y sin ningún cambio en su expresión, tomó el rollo de cinta y le dio vueltas y vueltas a la cabeza de Bruno, tapando definitivamente su boca. No paró hasta que se acabó la cinta y del rollo no salió más que una tira de cartulina desgarrada. Para Bruno, ese sonido fue como el de un disparo en la sien.

Ella aprovechó la pausa para calzarse un par de guantes de cocina que había dejado preparados sobre el lavarropas. Esta vez Bruno no intentó nada: no sólo estaba resignado a que no había escapatoria posible; además de eso, Alicia le había apretado la cinta con tanta fuerza que cualquier movimiento de la mandíbula le producía un dolor insoportable.

- También hubiera matado al otro degenerado, pero habría sido demasiado evidente, ¿no cree? Tan loca no estoy…

Esto último lo dijo sin ningún cambio de expresión, ninguna mueca divertida. Parecía como si el alma hubiera abandonado su cuerpo hacía mucho tiempo. Ni siquiera parecía estar demente: más bien parecía muerta. Sin embargo, sus ojos se encendieron cuando dijo:

- Pero al menos el puto de mierda ése va a terminar tras las rejas, que es lo que se merece. Voy a hacer que lo condenen y que sufra hasta el final de sus días.

Y, volviendo a su apostura anterior, concluyó:

- Lo lamento muchísimo, Bruno. Usted parece muy buen chico. Me hubiera gustado para esposo de mi hija- le dijo, ahora mirándolo de frente y a los ojos. Él la miró, pidiéndole compasión con esa mirada nublada de lágrimas. Pero ella no vio esa súplica: aunque lo estuviera mirando directo a los ojos, no parecía verlo en absoluto.

Sin más preámbulos, Alicia se acercó a la silla donde Bruno estaba inmovilizado. Hasta el instante en que ella colocó la bolsa sobre su cabeza, trató de buscar sus ojos con una intensidad conmovedora. Ella, sin embargo, ya había dejado de considerarlo una persona. Ya había pasado a ser simplemente un problema: no dejar huellas, poner el cuerpo en el baúl del auto, esperar a la noche, llevarlo a un descampado…

Alicia aseguró la bolsa en el cuello de Bruno con una bandita elástica, como para que no ingresara ni una gota de aire. Dada la imposibilidad de moverse del pobre chico, el método fue extraordinariamente efectivo. Después ella, quizás no queriendo ver a la muerte a la cara por segunda vez, subió las escaleras y salió del sótano, dejando a Bruno solo, como dándole a entender la tan conocida máxima: Nacemos solos, morimos solos.

El aire dentro de la bolsa era cada vez más pesado, más caliente, más húmedo. Bruno fue perdiendo la conciencia de a poco, fue dejando de sufrir a medida que dejaba de ser. La muerte vino despacio, sin ninguna prisa, pero por fortuna Bruno ya se había ido cuando ella llegó a buscarlo.
* * * * * * *
Esa noche, Felipe y Benjamín, perplejos por la ausencia de Bruno a la hora convenida, intentaron encontrarlo, obviamente sin éxito. Llamaron a los padres, que también estaban sorprendidos por su ausencia. Llamaron a Sofía, que estaba durmiendo y que, además, no sabía nada.

Buscaron por todos los lugares que pudieron imaginar. Finalmente, ya sin muchas esperanzas de encontrarlo, fueron al cementerio, para ver si por alguna inexplicable razón se les había adelantado. Pero ahí tampoco estaba. No obstante, se quedaron esperando la medianoche junto a la tumba de Leopoldo Fuentes, dándole la oportunidad de aparecer hasta el último minuto.

Bruno nunca apareció. Justo a las doce, en el fugaz instante en que el mundo real se cruzaba con ese otro que quién sabe dónde se encontraba, ahora que Bruno estaba muerto y ya no podía soñar -¿o sí?-, pero que definitivamente seguía existiendo; cuando se escucharon las lejanas campanadas de la Catedral marcando el comienzo de un nuevo día,
de una nueva era, Felipe y Benjamín sintieron un brevísimo temblor en el suelo. Eran los muertos despertando y volviendo a morir, todo a la vez, todas las esperanzas de salvación muriendo con ellos.

Cada uno de los mundos siguió su camino, alejándose del otro para no volver a acercarse jamás.

En ese momento, Felipe y Benjamín, los dos al mismo tiempo, se dieron cuenta de que todo estaba perdido, y de que Bruno, de alguna manera, había muerto.

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