sábado, 30 de abril de 2011

Primera Parte

Primera Parte
APROXIMACION

Capítulo 1.
La casa de al lado. Fuego en el cielo. Vueltas alrededor de la plaza. Cambio de ropa. Los ojos que arden…

Además de sus poco frecuentes aficiones, como la pasión por el violín o la malsana lectura de revistas con más de veinte años de antigüedad, Bruno resaltaba del resto por su extraña forma de soñar. Desde que fue capaz de recordar sus sueños y de integrarlos en su memoria, se dio cuenta de que sus incursiones nocturnas en el mundo de los fantasmas de la mente consistían básicamente en series de ideas, y que además no parecían llevar a ningún lado. ¿
Fuego en el cielo? Por Dios, ¿qué podía significar eso? ¿Una profecía del fin del mundo?

Bruno terminó de despertarse mientras los jirones de imágenes se deshacían en el aire de su habitación. El estuche del violín estaba a su lado, en el lugar de la cama que muchas veces ocupaba Sofía, la chica a la que todavía se resistía a llamar su novia. Pero esa noche había preferido quedarse solo, porque se había atrasado con la práctica y tenía que ensayar varios ejercicios para la clase de música.

Ya no sucedía como en el Conservatorio, donde podía pasar más desapercibido. Ahora las clases eran individuales, mucho más específicas y muchísimo más enfocadas en su persona. Joaquín, el profesor –que para Bruno era más un Maestro que un profesor- y él, en el estricto silencio de la casona de Colegiales. Si bien disfrutaba de las "reuniones magistrales", como le gustaba llamarlas, también era cierto que cada "día antes" se convencía de que, durante la clase, no podría estar a la altura de lo que el profesor esperaría de él.

Después de cada clase sentía que nunca había sido tan feliz en toda su vida.

Así es que la noche anterior, Bruno se había quedado despierto hasta muy tarde, sentado en el borde de su cama, practicando, al menor volumen que la pareja –él y su violín- era capaz de producir, las complejas melodías de las obras que Joaquín había escrito específicamente para él. Quién pudiera, se decía, producir semejante arte con tanta facilidad. Él mismo, por ejemplo, sólo había sido capaz de componer un par de sonatas muy mediocres, que sin embargo habían cautivado a varios profesores –mediocres, en su opinión- del Conservatorio, y le habían permitido recibirse sin grandes dificultades. Joaquín, al leerlas, le remarcó con elegante sutileza algunos detalles que él no había notado ni en la creación ni en la interpretación, y que hicieron que se ruborizara de vergüenza.

Tan cansado estaba después de un par de horas de velada y trasnochada ejecución, que con suerte pudo guardar el violín en el estuche, pero no fue capaz de sacarlo de su cama. Terminó durmiendo con él a su lado. Cuando finalmente se incorporó y lo vio tendido ahí

(todavía dormido e incapaz de despertarse por sí solo), le sonrió como se hace con un chico que acaba de realizar una travesura inofensiva; y era una de esas sonrisas donde el nene travieso se da cuenta de que ya ha sido perdonado.

* * * * * * *

Caminando hacia su clase, Bruno notaba, esta vez y casi siempre, que la gente lo miraba. Él pensaba que no debía ser muy común cruzarse con un violinista por la calle, en una zona tan céntrica y tan temprano. El estuche del violín viajaba en bandolera, y con cierta mezcla de picardía y austera soberbia se preguntó si no lo mirarían porque muchos creían que lo que llevaba no era un violín, simplemente porque no sabían que tal instrumento existiese, sino una… guitarrita. De hecho, los pibes con guitarras a cuestas iban y venían por la ciudad con creciente frecuencia, cosa que para un músico
de verdad como él se estaba convirtiendo en una especie de virus. Creen que cualquier reíto puede hacer música, se decía. Y al pensar en estas cosas, le punzaba en el espíritu la convicción de que él mismo, a pesar de todos sus esfuerzos, estaba todavía muy lejos, si no imposiblemente lejos, de crear verdadera música.

Llegó con el ánimo levemente perturbado por estos pensamientos. No era raro, últimamente, que le acecharan ideas como ésas.

- Estás creciendo, Bruno – contestó Joaquín cuando le planteó sus preocupaciones.- A todos nos pasó alguna vez. ¿No te acordás cómo empezaste vos a acercarte a la música? Puede ser que esos pibitos que te parecen improvisados, estén transitando el mismo camino que vos, pero de otra manera.

- Yo empecé tocando la guitarra en la iglesia… supongo que hay alguna diferencia.

- ¿Y creías que eso era verdaderamente hacer música? – Bruno hizo un gesto negativo con la cabeza-.¿Ves? Es lo mismo. Vos pudiste salir de ese pantano y empezar a caminar por tu cuenta porque tenés algo más. ¿Quién dice que si hubieras nacido diez años después, no habrías sido uno de estos guitarreritos de ahora? Por ahí alguno sale de la niebla por sí mismo, como hiciste vos.

- Supongo, sí… Y la verdad es que yo ni siquiera creo haber salido, todavía… No soy capaz de componer nada como la gente.

- A ver. ¿Vos creés que la primera, o las primeras diez obras que escribas, pueden ser así porque sí, obras maestras? ¿Sabés cuántas partituras rompí yo cuando estaba empezando con esto? Muchas más que vos, te aseguro. No nacimos con el violín bajo el brazo, Bruno. Si algo tiene de bueno el arte, es que uno va descubriendo la Belleza de a poco. Cuando creés que ya la conocés por completo, que ya exploraste todas sus caras, te sorprende al mostrarte un nuevo matiz que ni siquiera considerabas posible.

- ¿Y pensás que en lo que yo hice hay por lo menos esperanza de que alguna vez haga algo bello? ¿Música de verdad?

- Como te digo, todavía tenés mucho que aprender. Sos un gran intérprete, y quizás puedas llegar a ser un muy buen compositor, pero todavía te falta verle muchos lados a la vida, y sobre todo a la muerte. Sólo vas a poder crear arte cuando hayas destilado una muy buena cantidad de experiencia. Pero como te digo eso, también es bueno que sepas que en los pocos pasos que diste hasta ahora, veo un espíritu inquieto. Sin eso, no habría ninguna posibilidad. Además, la interpretación también es un arte, nunca te olvides de eso.

- Claro, ya lo sé. Pero no me alcanza.

- A eso me refiero, ¿ves? La inquietud es lo que te va a convertir en artista. No ahora, ni en un par de años. Pero nunca dejes de trabajar, no te caigas. Cada día escribí al menos dos compases.

Gran consuelo, pensó Bruno. Yo quiero componer algo bueno, pero ahora. ¿De qué me sirve saber que cuando sea viejo voy a ser -
podría llegar a ser- un gran compositor, si ahora que puedo disfrutarlo soy menos que nadie?

Era una suerte que este tipo de meditaciones no perturbara a Bruno por demasiado tiempo. Cuando muchos hubieran llegado cerca de la desesperación al enfrentarse a semejante espera, él siguió con su clase como si ése fuera el momento más importante de su vida. Quizás tuviera la habilidad, o el don, de dejarse convencer por la belleza de lo que su profesor o él mismo estaban interpretando. En otra oportunidad, y también en compañía de Joaquín, había entendido qué era eso de la belleza en las cosas, y de la Belleza en general.

- ¿Qué es lo que te emociona de esta manera, cuando te escuchás tocando a Bruch? –le había preguntado aquella vez Joaquín, al ver el brillo en los ojos del alumno.

- No sé muy bien... es como si la música hiciera vibrar algo dentro de mi alma... No sé, la verdad, si el alma existe, pero no encuentro una mejor manera de decírtelo. Es como si esta música, de tanto escucharla y de tanto interpretarla, fuera parte de mí. ¿A vos te pasa eso, también?

- Claro Bruno, a todos los que amamos la música nos pasa. Y lo mismo les pasa a todos los que aman cualquier otra cosa. Y nos pasa porque estamos en presencia de la Belleza, nada más, nada menos.

- Sí, es una música muy bella –dijo Bruno sin saber muy bien, todavía, qué estaba diciendo.

- Tenés razón, pero no toda la razón. Es cierto, podría afirmarse que es música bella, pero yo creo que quien la hace bella es quien la escucha. O mejor dicho: algo que es bello sólo llega a serlo para uno, si se le pone trabajo encima. ¿Vos creés que si me escucharas a mí, una y mil veces, tocando esta cadencia, la considerarías tan hermosa como después de haber leído y entendido la partitura, y de haberla ejecutado vos mismo?

- No, por supuesto. Antes no la sentía como una parte de mí mismo; ahora sí. Es como si la misma obra tuviera distintas "capas", ¿no? Como si uno pudiera ir descubriendo todo lo que tiene para darte si seguís una serie de pasos...

- ¡Exacto! Y a medida que la vas trabajando, profundizando en sus detalles,
entendiendo qué quiso hacer quien la hizo, entrás más "en resonancia" con ella. Y entonces, cuando la escuchás después de todo ese proceso, y más todavía si podés interpretarla, te das cuenta de que guardaba una belleza que ni siquiera sospechabas.

- … y cuando querés hacer que alguien sienta eso mismo que siente uno, te das cuenta de que es imposible... Cuando le toco a Sofía, por ejemplo, ella siempre me halaga, me aplaude y me dice "qué lindo", pero me puedo dar cuenta de que no entiende de qué estamos hablando... Cuando toco, mira al vacío…

- Es lo que suele pasar con los que no saben mucho de música. Pero seguramente ella tiene una percepción de la Belleza mucho más aguda en alguna otra cosa, donde vos ni siquiera te fijás.

- ¿Sofía? Lo dudo mucho…

Así habían pasado ese día, y ahora Bruno, ya sin pensarlo, se sumergía en esa Belleza que cada vez podía ver más claramente adentro de su espíritu. Y siempre que terminaba una clase, se sentía con todas las musas dando vueltas a su alrededor, sugiriéndole enfáticamente que podía componer la obra más grande de la Historia de la Humanidad.

Y cada vez que volvía a su casa después de una clase, y a pesar de todo lo que Joaquín pudiera haberle dicho, miraba aún con más desdén que en el viaje de ida, a "esos que se creen músicos" que llevaban sus guitarras y sus pelos desprolijos colgando... pero de de vez en cuando pensaba si, yendo a los bifes, esos rockeritos no serían, a su manera, mejores artistas que él.

Capítulo 2.

Salgo con una chica fea. Bah, no es que sea… fea. Es bastante gordita y trabaja de operaria en una fábrica. Hasta me parece demasiado el hecho de dedicarme a hablar de ella… Como digo, no es que sea fea, pero los rasgos de su cara son más bien indefinidos: es muy blanca, levemente regordeta y se podría confundir fácilmente con cientos de otras chicas parecidas a ella, que abundan. Tiene el pelo lacio y bastante largo, ni negro ni castaño, sino de un color también indefinido, entre el uno y el otro. Cuando lo tiene recogido, dentro de la cofia que le hacen usar en el trabajo, parece una de

esas señoras alemanas que atienden almacenes, de piel suave y blanca y de semblante totalmente desprovisto de expresión. Es de esas personas que nunca están enojadas, ni felices… Hasta haciendo el amor, uno no puede darse cuenta de qué le pasa realmente. En esos momentos sólo cierra los ojos y suspira profundo, pero estoy seguro de que si los abriera, la mirada seguiría perdiéndose en ese vacío que sólo ella ve, igual que cuando estamos cenando, o seguramente también cuando está trabajando o charlando con sus compañeras, de esas pequeñas cosas que les deben interesar.

Se complica mantener una conversación interesante con esta chica. Viene de una familia completamente ajena al ejercicio del pensamiento, con lo cual las veces que intenté interesarla en la música o darle algún libro para leer, fallé vergonzosamente. No es que ella no lo intentara: me escucha tocar mi violín con aparente atención, o toma el libro que le ofrezco con aparente interés… pero cuando la veo mientras toco, percibo claramente esa mirada perdida, ya distraída de las notas y del ritmo… y el libro, sea cual fuere, termina abandonado en la mesita de luz de mi casa, donde ella se queda a dormir a veces, y el señalador nunca avanza de la página 50, a lo sumo… Una vez, si seré mal tipo, le corrí el señalador de lugar: lo puse bastante más adelante, casi en la mitad del libro. Cuando ella volvió a intentar darle otra oportunidad, una noche, abrió en el lugar del engaño y se puso a leer desde ahí… ¡como si realmente hubiera llegado hasta esa página! Confieso que tuve que esforzarme por contener la risa, y por supuesto, no le dije nada. Leyó –bah, "leyó"- unas cuantas líneas, empezó a cabecear y volvió a dejarlo en la mesita de luz… y el señalador no volvió a moverse de esa posición. Después de un par de semanas lo devolví a mi biblioteca y ella jamás me lo reclamó.

Se llama Sofía. Trabaja porque tiene que mantener a su madre y a su hermanito, Cristian, de cinco años. Antes pensaba que estaba obligado a sentir compasión por su situación, de alguna manera destinada a ser siempre lo que es ahora, aunque yo podría "rescatarla" alguna vez, cuando trabaje de verdad y me decida a casarme y a tener chicos; pero ni una cosa es válida, ni la otra posible. La compasión es el sentimiento más inútil de todos los sentimientos inútiles que aquejan a la humanidad: ¿de qué sirve que me apiade de Sofía, si de esa manera no sólo ella va a seguir sufriendo lo mismo, sino que además voy a sufrir yo? No soy ningún salvador de nadie, apenas puedo mantenerme a flote a mí mismo… Lo cual me lleva a lo segundo: nunca podría casarme con una chica como ésta. ¿Por qué salgo con ella, si debería buscar algo mejor? Creo que porque soy un poco perezoso en estas cosas. Estar con Sofía es fácil y estoy seguro de que puedo estar con ella todo el tiempo que yo quiera. Más allá de que se pierda cuando escucha mi música, sé que me idolatra, y lo sé por la forma en que me elogia cada vez que termino una pieza. En cambio, una chica mejor podría ser más difícil de complacer… debería preocuparme por ella, sacarla a lugares interesantes, celarla… Cosas que no puedo hacer ahora, porque es imprescindible que dedique todo mi tiempo a la música. Más que nada en el mundo, tengo que aprender a componer bien y perfeccionar mi interpretación.

Cada vez que voy a la casa de Sofía, que queda en el barrio de Pablo Nogués, me deprimo. En las calles no hay árboles, es todo tierra y cemento. La casa de la familia de Sofía es de material, como todas las de esa cuadra, pero que no pasa de ser un bloque de piedra estrictamente básico. En el techo se destaca la vieja antena de televisión y los fierros al aire en las

cuatro esquinas, reliquias de un segundo piso que nunca llegó a ser. Helena, la madre de Sofía, dice que ahí arriba tenían pensado construir una pieza para cada uno de sus hijos, pero que desde la muerte de Alfredo ya no hay nadie que pueda hacer el trabajo. ¿Me lo dirá pensando que por ahí yo accedo a darle una mano? Si así fuera, lo que jamás sabré, evidentemente no apuntó bien… No sólo no tengo la menor idea de cómo hacerlo, sino que tampoco tengo ninguna intención de meterme en semejante aventura. De hecho, hasta a veces pienso por qué sigo yendo a ese lugar. Es como "alimentar a la bestia", mantener las apariencias como se supone que sean, hacer creer que Sofía realmente significa algo, y así prolongar la relación hasta el momento en que yo quiera terminarla. Sé que a ella le importa mucho que yo interactúe con su familia. Si no lo hiciera, quizás me lo reprocharía, y lo último que quiero es discutir con ella sobre asuntos como éste. Así vamos bien, y un pequeño sacrificio de vez en cuando me permite seguir adelante con mis planes y mis proyectos.

Ayer, casualmente, fuimos a la casa de Pablo Nogués. Bajamos del colectivo, pasamos por la plaza que está siempre llena de gente del tipo "zona oeste-noroeste", y golpeamos la puerta de chapa. Abrió, como siempre, el nene, Cristian.

- Hola Cristian.

- Hola Bruno. Hola Sofi. Mamá está haciendo torta frita.

Me había olvidado de una de las cosas por las que finalmente suelo acceder a acercarme hasta Pablo Nogués. Helena cocina de maravillas, incluso atada a sus limitados recursos.

- ¡Qué rico Cristian! –me complací.

- Mamá estuvo llorando hace un rato, Sofi –dijo el nene, ahora mirándola a ella, quien a su vez me miró un poco de reojo, y me pude dar cuenta de que lo que había dicho su hermano la avergonzaba. La abracé, como diciendo "que tu mamá esté llorando no cambia nada, yo te quiero lo mismo que antes". Lo cual no dejaba de ser estrictamente cierto.

- Pero ya pasó, ¿no?

- Sí. Lloraba y le preguntaba a papá por qué la dejó sola.

- ¿Adelante tuyo decía eso? –intervino Sofía.

- No sabía que yo estaba ahí.

Pensé que Sofía iba a recriminarle a su madre semejante falta de criterio, pero no lo hizo. En lugar de eso, la abrazó un poco más que de costumbre, y fingió que no sabía nada. Así se resuelven las cosas, a veces: mal.

Comimos la fritura mientras tomábamos mate con cáscaras de naranja y granos de café adentro. Si bien no me desagrada el sabor de tal mescolanza, no veo por qué puede ser necesario llenar de estímulos adicionales algo que de por sí ya sabe muy bien. Me parece que es característico de algunas clases sociales, esto de sentir lo más posible y todo junto. Creo que pasa porque saben que no les fue dado sentir muchas cosas, y por eso exageran la estimulación de los sentidos creyendo que así se pierden de lo menos posible… Es lo mismo que las imágenes de la Virgen que Helena tiene por toda la casa: una Virgen de Lourdes por aquí, una Virgen Desatanudos más allá, y una Virgen de Fátima por el fondo, además de todas las santas, santos, beatas, beatos y Difuntas Correa que le fueron dando. Exageración por donde uno lo mire. Todo para que su vida siga

siendo miserable, y para que los únicos placeres reales que queden al alcance de su mano sean unas tortas fritas y un mate con gusto a café.

La conversación, tan intrascendente como siempre, sucedió más o menos así:

- ¿Viajaron bien hasta acá? – decía Helena.

- Bien, Helena, el colectivo venía casi vacío.

- Claro, es sábado. Pero en la semana es un desastre, lleno todos los días… -se lamentaba, como si lo hubiera sufrido recientemente. Ella no viajaba desde hacía al menos un año, porque estaba tan gorda que la avergonzaba incluso ir al almacén de la vuelta, y por eso era Sofía quien normalmente hacía las compras.- ¿Y ese violín, cómo va? ¿Seguís estudiando, no?

- Sí Helena, sigo-. ¿Cómo podría haberle explicado que no era posible que no siguiera, que la música era lo que me mantenía vivo, que la Belleza era lo único que me importaba?

- ¿Tu mamá, querido?

Y así. Unas horas después me fui, solo, porque Sofía trabajaba en el turno de noche y tenía que dormir un rato. La luz del cielo empezaba a desaparecer. Mientras caminaba tan rápido como podía sin levantar sospechas –no fuera a ser que alguno detectara mi miedo y me atacara-, pasé por delante del cementerio. Normalmente no hubiera prestado atención, pero esta vez, quizás por cómo iluminaban la fachada las luces de la tarde, la mirada se me quedó clavada en el mármol blanco. "Qué curioso", pensé. "Qué curioso que en un barrio tan gris, haya un edificio como éste".

En ese momento me molestó el hecho de no haber notado ese contraste nunca antes. Entre casas todas iguales y negocios deslucidos, se levantaba soberbia la antesala del cementerio. Si bien cualquier arquitecto habría dicho que era una imitación barata del viejo estilo románico, llamaban la atención dos cosas simples pero contundentes: era muy grande. Era muy blanca.

Como todavía no terminaba de caer el sol, decidí echar un vistazo a través de la reja verde, portal de acceso al mundo de los muertos, que ya estaba cerrada. En ese momento murió, muy apropiadamente, la magia. Adentro había montones de tumbas sencillas, unas pocas bóvedas con un poco de arte encima, y un par de árboles. Ahí es donde el cementerio era, finalmente, parte de la intrascendente ciudad. Decepcionado, bajé los escalones –también de mármol-, miré la fachada por última vez, y seguí caminando.

Llegué a casa cuando todo el mundo ya estaba cenando. Por eso trato de no estar los sábados por la noche: mis padres suelen organizar cenas de amigos, y después jugar a esos juegos de cartas que coleccionan desde que eran jóvenes. Siempre me llamó la atención esa particularidad: mamá y papá se conocieron en una convención de juegos de rol, cuando él apenas había terminado el colegio. Mi padre cuenta que lo sorprendió muchísimo encontrarse con una chica en ese tipo de lugares, en los que suele haber pibes con olores misteriosos y pelos grasosos (él dice que no era uno de esos, mamá sonríe con picardía). No sólo una chica, sino LA chica, a la que no pudo sacarle los ojos de encima. Ella había asistido con su hermano mayor, quien más adelante seria mi tío, y estaba recién iniciándose en ese tipo de cosas. En fin: se conocieron, se casaron y demás. Los juegos de rol duraron

poco, porque cada vez se hacía más pequeño el círculo de amigos a quienes les interesaban; sin embargo, las cartas coleccionables prendieron en el grupo, y hasta el día de hoy siguen divirtiéndose con esas cosas de chicos… No sé si me gusta que sean así o si me avergüenza un poco; pero cuando pienso en que quizás por su original manera de comportarse yo crecí alejado de las convenciones, me inclino por lo primero. Por supuesto, no le cuento a casi nadie sobre su infantil afición por la fantasía; en definitiva, es mi dudoso orgullo secreto.

Como decía, estaban cenando con sus amigos cuando llegué. Comí rápidamente algo con ellos, más por cortesía que por interés. Sin embargo, hubo un momento en que la conversación avivó mi curiosidad:

- Esta tarde murió la madre de Carlos – contaba una de las amigas-. Es preocupante, esto de que se empiecen a morir los padres de la gente de nuestra edad. Nos estamos poniendo viejos.

Carlos era uno de los desertores del grupo original, pero de vez en cuando volvía para recordar viejos tiempos. Esas reincidencias se hicieron cada vez menos frecuentes, una vez que su madre cayó enferma de gravedad. Ahora la vieja definitivamente dejaba de ser un obstáculo para el reencuentro de Carlos con sus antiguos compañeros de aventuras en el mundo de las maravillas.

Un momento después, cuando estaba a punto de alabarme por mi descarado cinismo, sentí que un escalofrío inesperado me atravesaba. Por primera vez en mi vida me vi a mí mismo arrepentido de pensar de esa manera. Y enseguida me acordé de la puerta del cementerio y de todas las tumbas que antes me habían parecido deslucidas e insulsas. Me di cuenta de que debajo de cada una de esas lápidas, dentro de cada mausoleo,

realmente había una persona muerta, entregándose de a poco a las impiedades de la tierra que todo lo absorbe.

- Deberíamos ir al velorio y al entierro, al menos– sugirió mi madre. Todos asintieron, y siguieron hablando de temas menos comprometidos, para no arruinar la cena. Pero yo, habiendo ya cumplido con el protocolo, y llevándome una curiosa inquietud como sobremesa, me fui a mi habitación pensando en la señora recientemente fallecida.

Capítulo 3.

Al día siguiente, todavía inquieto por esa súbita nueva percepción de la muerte, Bruno cargó con el estuche donde guardaba el violín y salió hacia el cementerio donde, en ese momento, estaban enterrando a la señora que había muerto el día anterior. Sus padres habían salido temprano para asistir al velatorio el tiempo mínimo que la cortesía demandaba, acompañar los restos hasta el sitio del reposo final y volver antes del mediodía para preparar el asado. Bruno, sin embargo, sólo estaba interesado en ver la tumba de cerca, una vez que todos se hubieran retirado. Por eso se quedó un rato sentado en el banco de la plaza, a algunas cuadras del cementerio, esperando hasta que la ceremonia terminara. Mientras tanto, aprovechó y practicó algunas melodías que quería mostrarle a Joaquín la clase siguiente.

El dudoso encanto de tocar en lugares públicos era que la gente, muchas veces, se detenía un momento para escucharlo. Dudoso porque, si bien Bruno disfrutaba siendo admirado, también se fastidiaba al verlos parados delante de él, como marmotas. A veces incluso llegaba a pensar que los transeúntes podían suponer que era una especie de mendigo "culto", que tocaba ahí para que le dieran limosna. Lo cierto es que esa vez, una mujer bastante mayor se sentó a su lado, y sin ningún reparo en la interrupción de la obra, le dijo:

- Qué belleza lo que toca, muchacho.

Bruno la miró, no le contestó y siguió tocando, como si la mujer no estuviera. Pero ella, para nada ofendida por el desdén, siguió hablando como para sí, pero también para él.

- Ojalá Dios me hubiera dado un hijo músico – dijo, una vez más eclipsando impunemente la compleja melodía.

Ya verdaderamente molesto, Bruno dejó de tocar, la miró y dijo:

- Dios le da a cada uno lo que se merece, señora.

Mantuvo su mirada en la cara de la mujer mientras ella giraba su cabeza para verlo de frente. Finalmente se miraron a los ojos, y Bruno vio en los de ella el odio profundo que nace de la repentina destrucción de una ilusión. Sin darle tiempo a contraatacar, se levantó y partió hacia el cementerio. Ya lejos, detrás de él, escuchó que la mujer decía:

- Ojalá te mueras, sorete.

Pensó que la ominosa sentencia había sonado como si la hubieran pronunciado con espuma de rabia chorreando de la boca. Después pensó que la gente, en general, lleva el odio a flor de piel, y que el menor estímulo es suficiente para hacerlo estallar. ¿Por qué a él, por ejemplo, no le pasaba lo mismo? ¿Su amor por el arte, o el arte mismo, lo protegían de alguna manera que desconocía? No podía saberlo todavía, pero se alegraba de que así fuera. No quería una vida sumergida en ese tipo de emociones.

Llegó al cementerio y preguntó al cuidador cómo tenía que hacer para llegar a la tumba de la reciente difunta. Cuando estuvo cerca vio que sólo quedaban un par de personas, seguramente los familiares más cercanos. Reconoció a Carlos, el hijo de la muerta, entre ellos.

No quería que lo vieran; después de todo, ¿qué podía estar haciendo ahí el hijo de unos amigos a los que no se veía desde hacía tiempo, y más aún, después de que todo el mundo se había ido? Así que Bruno se quedó por ahí cerca, pero no demasiado cerca, paseando por una calle angosta flanqueada por soberbios mausoleos. Este cementerio no es como el de Pablo Nogués, pensó Bruno. Acá se nota la inversión.

Y otra vez el escalofrío. Otra vez la imagen: dentro de cada uno de esos monumentos había cajones llenos de muertos. Esto es como algunas personas, se dijo. Por fuera fastuosas, y por dentro pura podredumbre.

Por mucho que quisiera ahuyentar a esos fantasmas de su mente con giros ingeniosos, lo cierto es que la inquietud era cada vez más profunda. La idea de la muerte, de a poco, se iba apoderando de sus pensamientos.

Cuando finalmente se terminaron de ir todos los deudos de la madre de Carlos, Bruno se acercó a la lápida. Era sencilla: un bloque de mármol con el nombre de la señora grabado en letras grandes y, en caracteres más pequeños, las fechas entre las que su vida había ocurrido.

El hecho de que la fecha final fuera la del día anterior perturbó profundamente a Bruno. Pensó que tan cerca, ayer mismo, la Vida se había encontrado con la Muerte, se habían tocado y dado la mano. En el instante en que la vieja había muerto, en el instante en que el último suspiro se llevó el alma fuera de su cuerpo, la Vida miró de frente a la Muerte y le dijo: "Atajá, que acá va otra". El punto en que la Vida y la Muerte se cruzan, pensó Bruno, es

como el abrazo entre un hombre y una mujer que se desean mucho; un abrazo en el que
todos los puntos del cuerpo de uno se encuentran con todos los del cuerpo de la otra. No hay intrigas, nada queda oculto: "Te doy lo que tengo", le dice la Vida a la Muerte, y le entrega todo, es decir, la vida misma, en la forma de un ser que deja de vivir.

La tierra frente a la lápida estaba floja, recién removida. Estaba seguro de que, si metiera las manos y empezara a cavar, seguramente llegaría al cajón, y de que si fuera lo suficientemente perverso, podría abrirlo y ver a la muerta, a la Muerte, a lo muerto, cara a cara. Y otra vez sintió el bendito escalofrío, que ya lo estaba cansando. Por qué pienso en estas cosas, se preguntó. Pero la idea de ver por primera vez a un muerto de esa forma, "en privado", por decirlo de alguna manera, no dejaba de resultarle, a lo lejos, atractiva. Claro que ya había visto muertos en velorios, pero no era lo mismo: en primer lugar, porque ahí todo el mundo estaba mirando al muerto a la vez, con lo que el encuentro carecía de intimidad. Y segundo, porque el muerto en el velorio está todavía, de alguna manera, vivo. Uno lo ve como era hace unas horas, porque una persona convaleciente no deja de estar más muerta que viva, y entonces el impacto de verla en el cajón, ya definitivamente fuera de este mundo, es cierto, pero de alguna manera todavía acá, porque el cajón aún no se ha cerrado, y es ahí cuando se le dice "adiós", ahí sí, definitivamente; el impacto, entonces, no es tan fuerte y uno hasta no siente asco de darle un beso en la frente helada. Ahora: cuando el ataúd está cerrado, cuando el muerto está enterrado, ¿quién se atrevería a abrirlo y a besar donde se prefiriese, a la dama o al caballero? Incluso si hiciera, como ahora le pasaba a Bruno, sólo algunos momentos desde que el cajón se había cerrado. El instante del tránsito de un mundo al otro ya había sucedido. El puente que comunica el acá con el allá ya había sido cruzado, y como se sabe, cada vez que ese puente en particular se cruza, se derrumba irremediablemente. Para cada muerto el puente es único, y es tan frágil que parece hecho de papel, un origami plegado por las manos huesudas de la muerte, el kami del definitivo pasaje, y el hecho de que se derrumbe quiere decir: no hay vuelta atrás. Salvo que el muerto aprendiera a volar, lo cual nunca ha pasado –o quizás sí, en las eras primigenias cuando los hijos de Dios resucitaban a los Lázaros y los hacían escribir en libros eternos para que nadie se olvide jamás de cómo cambian los tiempos-, una vez que el cajón se cerró y fue enterrado, o encapsulado en una bóveda, y ni hablar si fue cremado, ya todo ha sido dicho y escrito. Es por eso que abrir un cajón después de ese momento tiene sabor a atrocidad, y por eso Bruno pensó que, sólo si fuera lo suficientemente perverso, podría abrir el cajón y ver a la muerta cara a cara. También pensó que jamás lo haría, estaba claro que ese tipo de cosas no eran para él.

Sin embargo, una vez que se ha abierto la puerta, sobre todo la puerta que deja entrar la luz del otro mundo, es muy difícil cerrarla. Es por eso que Bruno se puso a caminar por el

cementerio, con la secreta –incluso para él, todavía- esperanza de
ver algo; algo que los vivos no ven usualmente. Algo que le permitiera vislumbrar la esencia de la muerte.

Los pasillos por los que comenzó a caminar eran los mismos por donde había deambulado brevemente un rato antes. Las bóvedas tenían la apariencia de ser más caras que la casa donde la familia de Bruno vivía. Los apellidos, tallados en el mármol por encima de las fastuosas entradas, eran casi todos parte de la Historia: Alem, Alvear, Cisneros, Arangurren, Pérez Iraola… Además, pensó Bruno, son los mismos que en la actualidad aparecen en las notas de sociedad de las revistas: que la modelo Peralta Ramos salió a tomar algo con el hijo de la actriz Rivera Indarte, o que el empresario Moreno Achával se separó de la hija del conductor de televisión Ortiz Menéndez, etc. En qué ha devenido la Historia: los que antes luchaban por la Patria tuvieron una descendencia que ahora sale por las noches y se saca fotos.

A pesar de la soberbia majestuosidad que lo flanqueaba, el ambiente era frío y húmedo. No entraba el sol de tan altos que eran los monumentos. En las paredes crecía un moho incipiente, pero que contribuía aún más a la sensación de humedad.

Bruno siguió caminando por el mismo pasillo, que de a poco fue comenzando a perder importancia. Los apellidos eran cada vez más triviales, las bóvedas más pequeñas y humildes. Las puertas ya no eran de acero tallado, sino simples marcos de hierro con paneles de vidrio con algún adorno. A través de ella se veía el interior. Bruno se acercó a algunas.

La mayoría contenía varios ataúdes, dispuestos de maneras diversas. Algunos estaban encimados, como pisos de un edificio. Otros estaban alineados en el piso, porque las paredes tenían ventanas con coloridos
vitreaux. Algunos cajones tenían telas bordadas encima, a manera de túnicas protegiendo la desnudez de la madera virgen. Otros no.

Más allá de la zona de muertos ricos y no tan ricos, el pasillo seguía. La humedad se fue disolviendo en el aire. A medida que Bruno se acercaba al paredón del fondo del cementerio, la parte más olvidada, más antigua, todo se volvía más seco. Era como si el Tiempo hubiese desgastado el ambiente hasta dejarlo árido, con la aridez de las estepas de Mongolia. Quizás era porque el sol daba más de lleno, ya que las criptas eran más pequeñas, pero la sensación de extrema antigüedad era más romántica, y Bruno, al menos en ese momento, prefería lo poético a lo prosaico.

De hecho, en ese sector prácticamente no había bóvedas. Las muy pocas que había estaban cubiertas de musgo, a veces incluso tanto que no se podía saber quién estaba ahí adentro. Los vidrios estaban, en su mayor parte, astillados y las puertas levemente abiertas porque las cerraduras se habían roto hacía tiempo. No obstante, alguien había tenido la

precaución de colocar cadenas y candados para que nadie pudiera ingresar, o por lo menos para dificultar el acceso, puesto que las cadenas ya estaban tan oxidadas que podían romperse con facilidad. Se ve, pensó Bruno, que los familiares de éstos ya nos vienen a visitarlos. En verdad, en la mayoría de esas bóvedas no había cajones, sino pequeñas urnas que contenían las cenizas de los muertos antiguos. En la mayoría, pero no en todas.

Volvió a encontrarse en el descampado lleno de tumbas al ras del suelo. Bruno era el único que quedaba dando vueltas por ahí, todos los demás se habían ido. El único, digamos la verdad,
vivo: sabía muy bien que estaba rodeado a más no poder de muertos deshaciéndose de a poco. Si, como en las películas de terror, decidieran salir todos de sus tumbas y atacarme, no tendría oportunidad, pensaba el vivo Bruno. Pero estaba todo tan tranquilo que nadie podría imaginar que semejante amenaza tuviera algo de real. El cementerio, en ese sector, era un gran campo abierto minado de lápidas, y más lejos comenzaban las callecitas de las bóvedas de mayor alcurnia, por donde había estado hacía unos momentos.

Así y todo se sintió indefenso. Pensó en huir al trote parejo, pero ¿no sería demasiado infantil? ¿De qué estaría huyendo, por el amor de Dios? También podía ponerse a tocar el violín y refugiarse en la música, con lo que normalmente se olvidaba del mundo, pero… ¿acá? Eligió la opción más razonable: llamó a Sofía, que en ese momento estaba volviendo del trabajo, desayunando y yéndose a dormir un rato.

- Estoy en el cementerio –le dijo.

- ¿Qué pasó? ¿Murió alguien? –preguntó ella, sinceramente preocupada. Qué bárbaro, pensó Bruno, pensamos en el cementerio como un lugar al que ir sólo cuando muere alguien.

- Sí, la madre de un amigo de mis viejos…

- Uy, lo siento mucho, mi amor…

Estuvo a punto de decirle que a él no le importaba mucho que la vieja se hubiera muerto, pero eso habría sido poco comprensible para la pobre chica, porque si no le importara, ¿por qué iba a estar él en el cementerio? Una vez más, se dijo: la gente piensa en el cementerio como en un lugar al que se va a visitar muertos, nada más.

- Te dejo dormir Sofi. Nos vemos más tarde.

Hablar con alguien vivo fue como mirar hacia arriba, hacia la luz, desde el fondo de un pozo. El silencio que lo envolvió cuando guardó el teléfono fue como sumergirse de golpe en un mar de algodón. Pero resistió. Definitivamente, había decidido que el cementerio tenía que ser algo más que un depósito permanente de restos inútiles, que un santuario

donde el paso de la vida a la muerte hacía que la gente se volviera venerable, y por lo tanto merecedora de homenajes florales.

Tenía que ser algo más, pero todavía no lograba ver qué… Se sentó en el banco más cercano a la tumba de la reciente fallecida, y se quedó mirándola. Desde esa distancia parecía un circo: rodeada de coronas de muchos colores, con carteles de letras doradas que brillaban con el sol. Todo alrededor estaba vacío, pero la muerta fresca era la estrella. En pocos días todo esto va a estar podrido, o quizás lo saquen antes, pensaba Bruno, y entonces ella va a ser una más. Si los vivos despedimos de esta manera a los que se mueren, ¿los muertos le harán alguna especie de recepción? "¡Bienvenida al mundo de los muertos! ¡Nosotros no te homenajeamos con flores, sino con raíces, porque vivimos debajo de la tierra!"

Qué estúpido que soy, se dijo, pero se sonrió con la ocurrencia. Estaba más relajado, y otra vez pensó en ponerse a tocar. Esta vez ya no para aislarse de ese mundo perturbador, sino para aprovechar la tranquilidad.

- He aquí mi homenaje, señora- dijo con voz tenue, más para sí mismo que para la muerta.

Capítulo 4.

Uno no percibe muy bien lo que pasa a su alrededor, o incluso adentro de uno mismo, hasta que algo le abre una puerta. Después de esa visita al cementerio, me empecé a acordar más de los sueños que tengo, y lo más raro es que la mayoría transcurren en algún cementerio o, de alguna manera, están relacionados con la muerte.

En uno, yo miraba desde mi ventana a la casa de al lado. Era de noche y, a través de la ventana de ellos, vi cómo al padre de la familia le daba un infarto mientras miraba tele, sentado en el sillón, y moría ahí mismo.

En otro, una lluvia de fuego que caía del cielo incendiaba todas las tumbas del cementerio –no sé de cuál-, y aparentemente los muertos podían sentirlo y sufrirlo, porque arañaban desesperados la superficie de la tierra, como para salir y alejarse de la conflagración.

En otro, yo daba vueltas en el auto de mi viejo alrededor de la plaza principal, como quien está matando el tiempo un domingo a la noche. Lo curioso fue que, al finalizar la séptima vuelta, la plaza se había convertido en un cementerio.

El último que recuerdo sucedía en la casa de mi abuela, que acababa de fallecer. Mis parientes le estaban cambiando la ropa: le sacaban el camisón, porque estaba en la cama, y le ponían su mejor vestido, para encajonarla y enterrarla rodeada del mayor lujo posible. Sin estar realmente mirándola, sentí como si la viera desnuda –percibí, de alguna manera, arrugas profundas en lugares que ni sé cuáles eran, pero que, estaba seguro, no tenía permitido ver-, y mis ojos comenzaban a arder justo antes de despertar.

También me di cuenta de que todo esto ya lo había soñado antes, pero no me acordaba de nada.

* * * * * * *

No sé por qué me sigo empeñando en que Sofía se interese por la música. El jueves pasado, sabiendo que estaba de franco, compré entradas para ir a ver juntos un concierto en el que tocaba Joaquín, mi profesor. Ella recibió la noticia con mucha alegría:

- ¡Qué lindo, Bruno! ¡Gracias por invitarme!- me dijo, sinceramente emocionada. Creo que lo que la ponía en ese estado no era la música en sí, sino el hecho de que yo hubiera decidido que ella podía participar en algo que, hasta el momento, era exclusivamente mío. De vez en cuando voy a algún concierto, en general los sábados en que ella trabaja. Voy a los que dan en la Facultad de Derecho, que son gratis y donde me encuentro con mis viejos compañeros del Conservatorio. Esta vez había que pagar, aunque

muy poco, y fue porque era barato que me decidí a invitarla. ¡Ni loco la llevo al Colón!

El teatro donde el ensamble de mi profesor tocaba esa noche era pequeño y oscuro. No era ninguno de los teatros conocidos del centro, por el contrario: yo nunca lo había oído nombrar, y estaba por demás retirado, incluso peligrosamente retirado: cerca de la Capital pero ya en el conurbano. Debo confesar que me pareció un poco triste que Joaquín, un tipo con el talento del tamaño de un transatlántico, tuviera que tocar en un lugar como ese.

También tengo que reconocer que, para alguien que no ama el violín como yo, un concierto de estas características puede no ser la atracción más descollante del mundo: las obras ejecutadas eran de cámara y bastante oscuras: Hindemith, Bartók y Berg no son precisamente compositores amigables para el gran público. Hecha esta salvedad, me quería morir cuando, a no más de diez minutos del comienzo de la primera obra, Sofía se mandó su primera cabeceada. Fue sutil, casi como un asentimiento a algún imperceptible detalle de la obra o de la ejecución. Pero yo sabía que no estaba con una conocedora: simplemente, estaba mostrando las primeras señales de aburrimiento y cansancio.

El segundo no se prestaba a dobles interpretaciones: la pera le llegó hasta el pecho. Estuve a punto de darle una pequeña sacudida, pero no llegó a dormirse y rápidamente volvió a ponerse derecha.

Sólo un poco preocupado, volví a perderme dentro de la música y me olvidé de Sofía. Cinco minutos después, cuando yo ya estaba por completo volando por los mundos de las disonancias del Modernismo, se oyó. Para

mí, que realmente había perdido todo contacto con la realidad, fue como el hondazo que voltea a un pájaro que vuela.

Sofía había proferido un breve, pero sonoro, ronquido.

Cuando miré hacia su lado, profundamente rojo de vergüenza, ella ya estaba "despierta" una vez más. Parecía mirar con atención todo lo que estaba sucediendo allá arriba, en el mal iluminado escenario. Mentira. Me levanté, le hice señas para que hiciera lo mismo, y haciendo el menor barullo posible nos fuimos. Inventé que la obra era mala y que yo estaba cansado. Mentira, otra vez, pero peor hubiera sido decirle que ella era la culpable, ¿cómo podía, después, remontar una situación así? Decidí que, por ahora, la opción más sencilla sería la mejor.

Fui al baño, tomé aire varias veces, me enjuagué la cara para refrescarme un poco, y me prometí, mirándome al espejo, que jamás volvería a intentar que Sofía se interesara por la música.

Cuando salimos, ya habiendo acordado en ir a comer una pizza y después al hotel y a casa, imaginen el tamaño de mi sorpresa cuando vi que, prácticamente enfrente del antiguo teatro, había un cementerio.

Capítulo 5.

Un día, el Director de la escuela primaria donde Bruno había estudiado lo llamó a su casa. Le dijo que se había enterado de que tocaba el violín y le pidió dar una pequeña charla para los niños de los últimos grados. Bruno, que nunca había dado ninguna charla, pequeña ni grande, dijo que sí sólo por el respeto y el miedo que le inspiraba su viejo Director, pero al colgar el teléfono su mente decía ¡NO NO NO NO!

¿Qué podía hacer él, un mero aprendiz, frente a un montón de niños que seguramente no tendrían la menor idea de lo que era la música? ¿Cómo podría convencerlos de alguna cosa que valiera la pena? Además, la idea de estar parado frente a una masa de gente desconocida, fueran niños o gerentes de empresas, era algo que nunca había pasado por su cabeza. No era una posibilidad que hubiera encajado dentro del marco de su vida… hasta ese momento. Era como meterse a pie en un tren fantasma: más allá de lo incierto del lugar,

ni siquiera tenía la seguridad de estar yendo por el camino correcto, el que marcan los rieles y por donde se mueve el carrito.

Después recordó que había un primito suyo en uno de esos grados, y de alguna manera eso le sirvió para anclarse a un lugar conocido. Al menos, el primito no se reiría de él cuando todos los demás lo hicieran…

De cualquier manera, ya había comprometido su palabra así que fue, y una vez en el aula designada se paró frente a la clase con su violín. Había preparado algunas cosas básicas: la historia del instrumento, cómo era fabricado, lo difícil que era sacarle la primera nota y lo fácil que era sacarle la segunda, algún rudimento de líneas melódicas.

Pero lo que los chicos querían era que tocara. No hicieron falta insinuaciones: de un grito, su propio primo gritó, desde el fondo del aula:

-¡Dale, Bruno, no hables más y tocate algo!

Y todos los demás se despertaron, porque la charla los estaba aburriendo, y mostraron vehementemente su acuerdo con el primo.

La maestra pidió silencio, también con una vehemencia sorprendente en una joven recién salida del profesorado, y los niños hicieron ese mismo silencio que ella pedía. Con una sonrisa de autosatisfacción que decía "así se hacen las cosas", miró a Bruno, hizo un leve asentimiento con la cabeza y ahí quedó él, en medio de la atención de decenas de post-infantes que no iban a tolerar estar callados y quietos por mucho tiempo.

Qué carajo les toco, se preguntó Bruno, que no había sido lo suficientemente previsor como para llevar un programa armado. Rápidamente consideró el tipo de público, la presencia de material en su memoria y el tiempo que debía durar la obra para que los chicos no se aburrieran y empezaran a distraerse. Eligió, entonces, un Capricho de Paganini: arduo, vital, y relativamente corto.

Cuando empezó a tocar, los ojos de muchos de los alumnos se abrieron como cacerolas. Los sonidos que salían de ese pequeño instrumento no eran los que ellos imaginaban: no estaban escuchando una melodía sencilla y lineal, sino que Bruno saltaba de una nota a otra, alejada más de una octava de la anterior, para después dar un golpecito sobre las cuerdas con el arco, seguido de rápidos intervalos de dos notas simultáneas, todo a la velocidad de un halcón arrojándose sobre su presa. Algunos sintieron que en esa música estaba el Diablo, y se asustaron. Lo que Bruno pudo observar, al finalizar y mirar a su auditorio, fue que nadie había quedado indiferente, ni siquiera la maestra.

-¿Qué es eso que tocaste?- le preguntó ella, con una especie de rubor en sus mejillas, que Bruno asoció al fuego que transmitía aquella pieza en particular.

- Paganini, uno de los mayores virtuosos del violín de todos los tiempos –dijo, y luego se dirigió a los niños-. La gente de aquella época decía que había hecho un pacto con el Demonio, y que por eso podía componer y tocar de esta manera. No se preocupen, que yo

no hice ningún pacto: si puedo tocar yo una obra como ésta, es sólo porque las técnicas de ejecución se pulieron y mejoraron mucho desde los años en que vivió Paganini; ahora existen muchos trucos que ellos no conocían.

Los chicos lo seguían mirando, algunos desconcertados, otros como queriendo expresar algo sin animarse a hacerlo. Hasta que uno se animó.

- Primo, lo que tocaste parece música de muertos vivientes.

Todo, todo, últimamente, parecía estar llevándolo para el mismo lugar.

Capítulo 6.

Sofía, que no es la gran maravilla de la percepción precisamente, me dijo que últimamente me nota un poco raro. Yo, obviamente, ya lo vengo notando desde hace tiempo.

Creo que me atacó un virus, que es lo que parece que le pasa a todo el mundo últimamente. ¿Te duele la cabeza? Un virus. ¿Te agarró cagadera? Un virus. ¿Te dio cáncer de pulmón? ¡Un virus!

Sin embargo, el virus del que les hablo no me afectó al cuerpo, o sí, pero de rebote. El virus se alojó en mis pensamientos, mi alma si quieren, y es el virus negro de la muerte.

Por negar a mi viejo, siempre dije que el destino es puro verso. Él cree que todo pasa porque el destino así lo quiere. La verdad, nunca me puse a pensarlo muy en serio; le decía "viejo, las cosas pasan porque sí, por casualidad", pero por qué decía eso… ni idea. Ahora que sí me pongo a reflexionar sobre algunas cosas, me doy cuenta de que por algo mi viejo dice que el destino nos gobierna.

Ese cementerio que me atrajo, en Pablo Nogués. La muerte de la vieja, ¿yo yendo al cementerio? ¿Qué bicho me picó? El cementerio frente al teatro, la noche en que vimos a Joaquín tocando Hindemith durante más o menos tres acordes. Mi primo en la escuela comparando a Paganini con un

resucitado. Es como si el indeseable destino en el que, muy fresco, había decidido no creer, me hubiera trompeado y detrás de eso, mi viejo, con su dedito acusador, me dijera "¿Viste? Papito vivió más y sabe más que vos, pendejo". Y al fondo, las tres Moiras tensando el hilo de mi vida…



CLOTO

[moviendo la rueca, mientras desenrolla el hilo de una madeja ya por la mitad, la del Porvenir, y enrolla en otra, la del Pasado]

Acá es donde el muchacho entra en el primer cementerio… acá es donde toca el violín entre los muertos… acá es donde..

LÁQUESIS

[observando el tamaño de cada madeja, y midiendo la parte que Colto tiene entre sus manos]

¡Esperá, Cloto, no digas más! Te estás distrayendo y haciendo pasar los días demasiado rápidamente. ¡Lo vas a matar antes de tiempo!

ÁTROPOS

[afilando las hojas de su tijera en una enorme piedra]

Tranquila, Cloto, lo estás haciendo muy, pero muy bien.

[sin dejar de afilar, deja caer un hilo de baba]

Hoy tengo mucha, pero mucha sed de sangre. ¡Mjuá mjuá!

¿Se dan cuenta de por qué no pienso tanto como debería? Porque en seguida me vienen estas cosas extrañas a la cabeza, y pierdo el control de mí mismo. Pero todo tiene su sentido: si pienso en mi destino y en mi muerte, es porque de verdad estoy empezando a preocuparme. Voy a morir. Ya mismo estoy sintiendo a la muerte dentro de mí, como una semilla a punto de germinar y empezar a crecer. Es ese virus del que les hablaba antes: un virus que no tiene cura.

Voy a morir. El destino me lo está refregando por la cara, quizás en venganza por no haber creído en él por tanto tiempo. De repente, toda mi vida se tiñó de muerte. Y es todavía peor: la muerte me persigue. En cada lugar al que voy veo muerte. Las personas con las que hablo me insinúan muerte. ¿Soy el único que lo ve, es el resto del mundo inmune a este virus, o simplemente conocen la cura?

Qué feo es pensar en la muerte de uno mismo. Además de no tener escapatoria, de la inevitabilidad, aparecen muchas otras cosas, mucho peores. Por ejemplo, la incertidumbre de si lo que dice la religión es cierto o no. ¿Hay alguna otra vida después de ésta? ¿Nos reencarnamos en algo de este mismo mundo? Pero si en efecto hay otra vida, el Paraíso, por decir algo, ¿cómo voy a poder tolerar una existencia eterna? ¿Cómo es ser esclavo de no poder dejar de existir jamás? Es desesperante. Y si, en realidad, la muerte es el final de todo, ¿puedo hacerme a la idea de dejar de existir? ¡Dios mío, qué horrible paradoja! Me asustan tanto la existencia eterna como el olvido… ¡también eterno!

Me siento en el fondo de un pozo. Quiero salir y no puedo. Quiero trepar por las paredes y me caigo. Cada vez me lleno más de barro, de suciedad. Allá arriba veo la luz y las personas que se asoman para mirarme, y me

gritan "¡Loco, salí de ahí!". ¿No se dan cuenta de que no puedo? ¿De que, solo, no puedo? ¿Nadie me va a tirar una soga, algo de lo que pueda agarrarme para salir?

Incluso, antes de eso… ¿es posible salir?

Capítulo 7.

Es cierto que Bruno había comenzado a soñar raro mucho tiempo antes, pero después de los últimos episodios en que su vida contrajo una cercanía pegajosa con la muerte, los sueños se volvieron más extraños todavía. Es decir: un sueño, normalmente, es una serie de imágenes sin mucho sentido, quizás algún diálogo más o menos coherente que se diluye entre palabras incomprensibles, engaños de luz y seres de aspecto amenazante. Sin embargo, los sueños de Bruno, que hasta entonces venían siendo incluso más extravagantes que los de cualquiera, empezaron a tomar una forma más bien definida. Casi demasiado definida.

El primero de los sueños empezaba con Bruno sentado en el mismo cementerio donde habían enterrado a la madre de Carlos, el amigo de sus padres. El último cementerio en el que había estado.

El momento en que arrancaba el sueño había sido real: Bruno estaba tocando el violín en homenaje a la vieja muerta, un gesto inesperado en alguien como él, pero ahí estaba, a veces las personas son impredecibles.

Al parecer se hallaba muy concentrado en su música, porque no reparó en que era de noche. Tenía los ojos cerrados mirando al piso, y cuando los abrió, cuando finalmente terminó de ejecutar su
Requiem Improvisum, no vio absolutamente nada. Los ojos se fueron ajustando a la oscuridad, y después de un rato pudo distinguir los mausoleos frente a él, y el llano cubierto de lápidas a la izquierda.

El silencio que devoró las últimas notas y que se esparció a su alrededor, como la niebla que cubre el río bajo la luz de la luna, era lo único que lo asustaba. Volvió a sacar el violín y pasó el arco por las cuerdas, sin intenciones de producir ningún sonido agradable: solamente quería quebrar ese silencio opresivo, estancado. Fue un sonido filoso, una daga arrojada a la masa pesada de esa terrible quietud.

No hubo caso. La nota nunca salió del instrumento. No es que no se hubiera escuchado: Bruno oyó y sintió la urgencia, el violín profirió su ataque al enemigo invisible. Pero como en los sueños pasan cosas que no siempre podemos entender, esta vez pasó eso: el sonido se produjo, pero ahí quedó, y no fue capaz de atacar al ominoso silencio que se hacía cada vez más sofocante alrededor de Bruno y de su violín.

Dos notas iguales. Nada. Yendo y volviendo con el arco sobre las cuerdas, Bruno intentó una melodía desesperada: una misma nota repetida una y otra vez, para acá y para allá, como el grito monocorde de una histérica.

El aire se fue volviendo un poco más liviano. El sonido empezó a abrirse camino a través del pastoso silencio, creando una especie de claro que incluso parecía más luminoso que el resto del lúgubre paisaje; pero en cuanto Bruno dejó de tocar, se le vino encima de nuevo, de golpe. Casi volteó a Bruno del banco. Era un silencio con olor a muerte.

Ahí sentado, paralizado, Bruno fue cayendo en un abismo de terror que lo tironeaba hacia abajo. El muro de silencio lo tenía acorralado y ahora empezaba a caerse quién sabe dónde. Con los últimos restos de coraje –era un sueño-, empuñó el violín, tocó una nota al azar y la prolongó hasta el infinito, yendo y viniendo con el arco pero, esta vez, con la delicadeza de las plumas del cisne. Cerró los ojos bien fuerte y, de un salto, se paró. De esa nota que no se acababa nunca, y que siguió sonando más allá de su cambio de postura, Bruno creó una melodía nueva, la melodía que tendría que haberle tocado a la vieja aquél día. Era serena pero definitiva e implacable: era el sonido de lo inevitable, lo sagrado y lo eternamente oscuro.

Estuvo así durante horas, aunque la noche siguió siendo noche y la Luna no se movió de su sitio. El silencio ya no era una preocupación, y las garras que lo querían arrastrar al infierno ya lo habían soltado. Cuando terminó de tocar, con la misma nota eterna con que había comenzado, y que siguió sonando incluso después de que Bruno hubiera separado el arco de las cuerdas, abrió los ojos.

Vio que la música había creado un leve resplandor en todo el cementerio. Era como la luz de la luna filtrada por una gruesa capa de nubes. Ahora que la melodía se iba hundiendo en esa única nota que, como el silencio antes, se tragaba todo, la oscuridad fue persistiendo de a poco, serena, sobre esa luz que no venía de ningún lado. Bruno sabía que ésa era la oscuridad de su habitación, y que estaba a punto de despertarse.

En el último momento, cuando incluso la nota interminable estaba desapareciendo, cuando las cosas del mundo empezaban a ganarle a las del sueño, Bruno vio, en el fondo de lo poco que iba quedando de cementerio, una silueta muy flaca, casi esquelética, que lo miraba.

Capítulo 8.

Armado de una cámara de fotos y bajo el escudo del pleno día, fui una vez más al cementerio de mi último sueño. Sabía dónde estaba exactamente la tumba donde había aparecido por un instante esa figura espantosa. Estoy

seguro de que era el muerto de esa sepultura. Fue extraordinariamente real, ese muerto había salido de su tumba y me miraba fijo. Fue un instante eterno, y nada de oxímoron en la expresión: eterno, porque no creo que pueda olvidarlo mientras viva. Como una foto, una instantánea, como se les decía antes: el momento no duró nada, pero el recuerdo persiste. ¿Es posible que un sueño pueda volverse tan real durante la vigilia? Quiero buscarle alguna explicación pseudocientífica, como por ejemplo que la última imagen de un sueño queda grabada de una manera especial en la memoria, y por eso la foto del muerto sobre su tumba, mirándome fijo, es tan vívida. Sin embargo, tuve millones de sueños en mi vida, justamente no me caracterizo por soñar poco, pero ninguna imagen me quedó tan marcada en el bocho como ésta.

Pensé que podría volver a mis cabales si veía la realidad de esa imagen, o sea, si iba al cementerio y miraba con mis propios ojos bien despiertos la tumba de mi sueño. Para hacerla completa, llevé la cámara para tener una prueba sólida, para que cuando me atacara la imagen del sueño pudiera aferrarme a la verdadera versión de las cosas: lápida, sepulcro, muerto, y punto.

En bandolera llevaba el estuche con mi violín, porque de ahí tenía que irme a lo de Joaquín. Todavía no sabía cómo iba a decirle que no había podido ver su concierto porque la boluda de mi novia se había quedado dormida.

Entrando en el cementerio, el ruido de la calle se convirtió en una sombra del silencio que me había sofocado en el sueño. Eran como retazos que habían quedado en el aire… y que se empezaban a juntar, a tomar fuerzas para volver a atacarme la noche siguiente.

Entrando por la galería enmarcada por los onerosos mausoleos que ya conocía –¡qué habitual se me estaba volviendo este lugar, que hacía una semana ni siquiera imaginaba!-, pude ver, al fondo, el mar de lápidas y cruces, y al fondo de todo, el paredón que separa los dos mundos: uno sucede sobre la tierra, y el otro debajo.

Una vez en el claro, habiendo dejado atrás el área de los ricos, y con la otra por delante, tuve miedo de dar un paso más, entrando en el pasto desprolijo que rodeaba a las tumbas rastreras, y que la tierra se hundiera bajo mis pies. Me imaginé debatiéndome entre la infinidad de cajones que había ahí abajo, donde los límites no existen: sobre el suelo, cada muerto tiene su lugarcito perfectamente definido, pero bajo la tierra, todo es lo mismo…

Sacudiendo estos pensamientos ridículos –y, ridículamente, sacudiendo la cabeza como para ayudar a que se fueran-, me interné en el laberinto y caminé hasta casi el fondo, donde sabía con certeza que estaba la tumba que buscaba.

Era una sepultura bastante reciente, por lo que pude observar. El muerto se llamaba Leopoldo Fuentes, había nacido en 1940 y había muerto hacía casi un año. Absolutamente nada llamó mi atención: por otro lado, debería haberlo esperado, no iba a encontrar tierra removida, el florero tirado en el piso ni ninguna otra señal que pudiera haber indicado que el muerto había salido y vuelto a entrar. ¡Por Dios, qué estúpido! Lo que de alguna manera me decepcionó fue que no hubiera ninguna foto del señor Leopoldo Fuentes. Esperaba al menos poder comparar el contorno de su rostro con el de la silueta oscura que en aquel instante imborrable se había

alojado como un molesto gusanito que se arrastrara por las interminables circunvoluciones de mi cerebro.

De cualquier modo, saqué varias fotos a la tumba y a la lápida, para, como dije antes, tener a qué aferrarme en caso de confusión entre la realidad y el sueño. Una vocecita maliciosa no dejaba de sugerirme que, si eso pasara, ya sería demasiado tarde y no habría foto que me salvara. Decidí, por el momento, ignorarla.

Había dos señoras mayores poniendo agua en los jarrones de una tumba cercana. Una de ellas me vio sacando las fotos, y le hizo un comentario a la otra, que también me miró. Antes de permitirles que siguieran pensando, maquinando y quizás, finalmente, avisándole a los guardias lo raro que les parecía lo que yo estaba haciendo, les guiñé un ojo, les sonreí con picardía y me fui, pasando justo por detrás de ellas. Este breve incidente de color me permitió hacer a un lado la incipiente angustia que el hecho de estar ahí, haciendo lo que estaba haciendo, me estaba empezando a producir.

Capítulo 9.

De vuelta en el mundo donde estaba acostumbrado a moverse, Bruno se sumergió en una melodía particularmente difícil, que Joaquín le había dado como tarea la clase anterior. Ahora la ejecutaba –bastante bien, dicho sea de paso- delante de su maestro.

- Bien, bien –dijo Joaquín cuando Bruno terminó-. Sólo te falta ponerle un poco más de énfasis a la coda.

- Sí, me doy cuenta. Lo que pasa es que a mí mismo me está faltando un poco de énfasis, últimamente.

- Ajá, ¿se puede saber por qué?

- No quisiera aprovecharme y usarte de analista, pero estoy teniendo sueños bastante raros, y siempre relacionados con la muerte.

- Dicen que soñar con la muerte te alarga la vida, así que no te preocupes. Quién pudiera.

- No, pero no creo que éstos sean de ese tipo de sueños. No sueño con mi muerte, sino con muertos, y cementerios, y fuego que cae del cielo… además, sueño con lugares que son exactamente iguales a la realidad.

- No sé qué podrá significar, quizás tengas algo parecido al don de la profecía.

- Mm.. no creo que Dios me elija a mí para semejante cosa. Otra de las cuestiones que me da vueltas, y vueltas, es que a cada rato me encuentro en situaciones que tienen que ver con la muerte. El otro día, cuando salimos con Sofía del teatro donde estabas dando el concierto, me sorprendió de pronto un cementerio enfrente. Claro, debió haber estado siempre ahí, me dirás, pero para mí fue como una aparición. Dicho sea de paso, perdón por habernos ido sin saludarte, pero Sofía se sintió descompuesta y tuvimos que salir.

- Por favor, no te hagas problema. Mirá, psicólogo no soy, pero me suena a que viviste algo muy relacionado con la muerte que de alguna manera te quedó grabado, y ahora cada pequeña cosa que tiene que ver con ella te impacta de una manera poco habitual.

- Puede ser, pero lo único que recuerdo que podría significar algo es la muerte de una señora, la madre de un amigo de mis viejos. Incuso antes de eso ya se me habían empezado a aparecer cementerios.

- Qué manera graciosa de expresarlo. No sé, quizás lo mejor que pueda sugerirte es que veas a un analista para que al menos te explique qué te puede estar pasando.

- ¿Y vos Joaquín, cuán cerca de la muerte estuviste, o estás? ¿No te ponés a pensar en este tipo de cosas?

- Sí, claro. Yo ya estoy mucho más cerca que vos, y cada día que pasa, la sombra se te viene más encima. Cada vez parece más oscura, además.

- ¿Le tenés miedo?

- Yo no diría miedo… es más que nada la ansiedad y la incertidumbre de estar cada vez menos seguro de qué me espera después. Supongo que a la mayoría le debe pasar lo mismo, es como verme caminando hacia un agujero en el piso que no tiene fin..

- La eternidad. A mí también me da miedo eso.

- Pero no es miedo, es como si pensara ¿esto me llevará finalmente a algún lado? Pero al no tener fondo, es como que no, pero en realidad, al final sí… es esa duda, esa incertidumbre la que me carcome el cerebro.

- Por ahí lo mejor es convencerse de que no hay nada más y chau, no hay que pensar nada, ¿no?

- Es que si decidiste poner tu esperanza en algo, ¿cómo hacés para empezar a descreer? A mí me resultaría dificilísimo, a esta altura...

- Sí, qué se yo… me parece que es mejor que siga tocando, con o sin ímpetu.

- Dale, te escucho.

Capítulo 10.

Se me ocurrió una locura. Llamé a Benjamín y a Felipe, mis dos mejores amigos, y los desafié a ir al cementerio. Les aposté un cajón de cerveza a que no serían capaces de pasar la medianoche ahí adentro. Obviamente, los caraduras aceptaron. Como ya debe haber quedado claro, lo que yo quería era que alguien me acompañara al terreno de mis pesadillas, porque solo nunca me hubiera animado. Quería ver si de noche me causaba la misma impresión que en mi sueño. En el fondo de lo absurdo, de alguna ridícula manera esperaba que esos mismos ojos me miraran de nuevo.

Cuando llegamos a las puertas del cementerio eran más o menos las once de la noche. Teníamos que ir con tiempo para poder buscar un lugar seguro por el que pudiéramos ingresar sin que nadie nos viera, y para poder pasar bien tranquilos la medianoche ahí adentro.

Descartamos de entrada lo obvio: por la puerta principal no podríamos entrar, porque seguramente el guardia estaría por ahí cerca. Decidimos caminar bordeando el paredón de cuatro metros de altura para ver si encontrábamos algo mejor.

Vale aclarar que ese cementerio, que era el mismo en el que me había encontrado con la difunta madre de Carlos, y desde el que el muerto flaco me había mirado en mi sueño, era una fortaleza a primera vista impenetrable. Guau, qué Cavernas y Dragones que suena eso… Por eso, a primera vista. Los paredones, del frente y de los lados eran, como les decía, muros de cuatro metros de alto con pinta de extremadamente antiguos y que, claro, no podríamos trepar de ninguna forma. Esa opción estaba descartada.

Cada lado del cementerio, que era rigurosamente cuadrado, medía tres cuadras. Cada una cuadra, justo frente a cada bocacalle, había una entrada originalmente pensada para automóviles, supongo, pero que también serviría, me imagino, para que ingresaran peatones que vinieran de más cerca de cada una en particular. Esas entradas eran pequeñas, con una reja abisagrada de dos metros de alto como mucho. Tranquilamente podríamos haber trepado por alguna de ellas y hacernos adentro de una vez por todas. Pero, alma precavida la de Felipe, decidimos no ir por ese camino porque podría haber cámaras que registraran nuestra intrusión y después, en primera plana: "Jóvenes necrófilos corrompen cementerio tal y tal…", el disgusto de mi madre no tendría nombre. Seguimos caminando.

Para nuestra gran y agradable sorpresa, cuando rodeamos la esquina que nos llevaría al supuesto paredón posterior de cuatro metros de alto, imaginen nuestro asombro al ver que nada de cuatro metros: el anverso, la retaguardia, la última defensa del castillo de la muerte era un tapialcito de dos metros y pico de alto. Baste con decir que, de un saltito sin muchas ganas, mi mirada lograba superar los ladrillos de arriba de todo y ver el panorama que nos esperaba. No me gustó. No había una puta luz. Si no hubiera sido porque la luna, compasiva como siempre, se había llenado para nosotros esa noche, no sé si habríamos seguido adelante.

En el muro trasero no había portones. Por un lado, una fila de árboles frondosos nos cubría la espalda, y además, más allá de la calle de tierra había sólo terrenos baldíos, campo. ¿Qué quedaba, más que pegar el salto y hallarnos en donde reina la muerte? Benjamín y yo consultamos, sólo con la mirada, los ojos de Felipe, la sensatez del grupo, y vimos aprobación. Yo, antes que nadie, porque soy el más alto además, salté, trepé y, desde lo

alto del tapial, le tendí la mano a mis compañeros, que a su vez se subieron al muro. Los tres nos quedamos sentados ahí arriba, mirando hacia adentro.

Lo que primero me sorprendió, una vez más, fue el hecho de que no hubiera luces dentro del cementerio. Era como si la ciudad se acabase en el muro donde estábamos sentados; hacia adentro la oscuridad era casi perfecta. Claro, la luna iluminaba y todo eso, pero la diferencia era notable. La ciudad, por decirlo de alguna manera, vivía en colores bajo las luces amarillas y blancas de las calles, los destellos del neón, etc. El cementerio, con la sola asistencia de la cascada de plata cayendo del cielo, existía en blanco y negro.

Lo segundo, pero relacionado con lo anterior, fue la profundidad de las sombras. Nunca me había fijado en la proyección de la luz de la luna. Cuando tengan la oportunidad háganlo, van a ver que es más oscura que las sombras que habitualmente se ven. Una vez que mis ojos se adaptaron y pude empezar a distinguir detalles, vi que delante de cada lápida –porque, en ese momento, la luz les venía desde atrás- había un pozo negro hecho de su propia sombra. Tan grande era la ilusión, que podría haber jurado que todas las tumbas estaban abiertas, como si, durante el entierro, los cajones hubieran sido depositados en esa profundidad y los deudos, aburridos de tanto llorar, hubieran dicho "Vamos, para qué vamos a echarles tierra encima si total la oscuridad es tan profunda que se los va a tragar fuera de este mundo y nadie los va a ver más". Sin embargo, a la noche, esos pozos parecían emanar negrura, como si algo estuviera saliendo de ahí. No me hubiera sorprendido, aunque sí me hubiera asustado muchísimo, ver a un muerto asomando la cabeza.

Benjamín, por lo visto del todo ajeno a mis pensamientos, ya había saltado hacia adentro. Me volvió a la realidad verlo caer sobre uno de esos pozos de oscuridad y no seguir de largo: el suelo, aparentemente, todavía estaba ahí, sosteniendo al mundo de los vivos y reteniendo la podredumbre abajo.

Felipe, sin embargo, me miraba y, cuando me vio salir de mi ensoñación, me preguntó:

- ¿Estamos seguros de lo que estamos haciendo?

- Es un juego, Felipe, ¿qué puede tener de malo?- dije con condescendencia, como hablándole a un niño. Estaba acostumbrado a tener que razonar con Felipe de esta manera. Pero esta vez no estaba convencido de lo que decía, estaba hablando desde afuera de mí mismo. Adentro, creía que no, que en absoluto estaba seguro, pero no podía decirle que quería ver si los muertos se levantan de sus tumbas por la noche, y que no me animaba a hacerlo solo. Dejémoslo, pensé, en la superficialidad de una apuesta por cerveza.

- Un juego ilegal- escupió.

- ¿Y para qué aceptaste venir, si tenés tantos problemas?

- Me tentaste, pero ahora no sé. Mirá si nos agarran, ¿qué vamos a decir? Van a pensar que entramos a robar o a algo peor.

- Por lo menos los tres vamos a poder dar la misma versión, que dicho sea de paso, es la verdad. No venimos a robar ni a nada raro, venimos por una apuesta y punto- una vez más, mis ojos no decían lo mismo, pero en la oscuridad era imposible darse cuenta.

Benjamín, mirándonos discutir desde abajo, agarró a Felipe de una pierna y tironeó hacia abajo.

-¡Vamos, cagón!- le dijo. Felipe intentó sostenerse del muro, pero Benjamín lo había sorprendido, y ya había perdido el equilibrio. Al caer Benjamín lo contuvo, porque de lo contrario se habría dado la cabeza contra una lápida y ahí sí, chau chiste. Después de los esperables "Pero vos sos pelotudo", "Qué mierda te pasa" y demás insultos apropiados para la ocasión, Felipe se calmó un poco y, todavía bastante molesto, me dijo, "Dale, lo único que falta es que ahora no vengas vos". Y para reforzar su solicitud, y también para vengarse sobre mí de lo que le había hecho Benjamín, me agarró de la pierna e intentó tirarme. Pero como lo había visto venir, estaba prevenido y me agarré más fuerte que él.

- Pará, no seas chiquilín, ahí voy.

Me bajé con tranquilidad, pero con mucho cuidado de no poner mis pies sobre ningún agujero de sombra, por las dudas.

* * * * * * *

Las tumbas, en ese lado del cementerio, eran pobres, rastreras y desordenadas. Era muy evidente que los administradores se habían encontrado con un problema importante de sobrepoblación: quizás esperando menos muerte de la que realmente ocurre, habían cerrado el muro en una posición que había terminado siendo insuficiente. Voltearlo y seguir enterrando gente hacia atrás, como hubiera sido a todas luces sensato, no parecía ser una opción para ellos, a pesar de que había terreno de sobra para aprovechar. Seguramente esos lotes son privados, pensé, pero era evidente que nadie los estaba usando. Claro, ¿quién iba a querer construir su casa detrás de la Ciudad de los Muertos, quién iba a tolerar levantarse todas las mañanas para ir a trabajar, y encontrarse de frente con el límite entre la vida y la muerte? Esa angustia con la que uno se

despierta, el peso de la obligación, se vería potenciada hasta niveles insostenibles, y no quedaría más opción que pegarse un tiro ahí mismo, en la vereda de la propia casa, ante la mirada de esposa e hijos que habrían salido a despedirlo a uno. Siendo así, todo ese espacio debería poder comprarse por muy poca plata, razoné.

Y sin embargo, el muro seguía ahí, y hacia el fondo del cementerio las tumbas se juntaban cada vez más. Era como esas películas en las que un edificio se prende fuego y todo el mundo intenta salir, presa de la desesperación, por una pequeña puertita de medio metro de ancho. Esa fue mi impresión: era como si las lápidas se amucharan hacia el fondo para, no me imagino cómo, tirar abajo el muro y escapar. En esa parte no había caminitos prolijos, tachos de basura o piletas con agua para los floreros. Solamente lápidas, cruces y alguna que otra flor vieja en un vaso de vidrio ya opacado por el paso del tiempo. Fue por eso que Benjamín se precipitó sobre uno de esos agujeros de sombra, y fue también por eso que Felipe se podría haber matado de un golpe en la cabeza: los sepulcros llegaban hasta el mismísimo confín del cementerio. Un caminante desprevenido que se paseara por el exterior ni se imaginaría que, probablemente, estaría pisando la tierra que tapaba el borde de un ataúd, las piernas de un muerto, que habían quedado fuera del límite del muro por falta de espacio.

Ya se habían hecho las once y media. En treinta minutos más no habría más motivos para que Felipe y Benjamín se quedaran, dado que ya se habrían ganado el cajón de cerveza, así que si quería hacer algo tenía que ser ya mismo. La linterna que había traído se había vuelto innecesaria, porque nos habíamos acostumbrado muy bien a la luz de la luna y a su resplandor monocromo sobre el mundo; por otro lado, sabíamos que la luz

artificial haría más probable que nos descubrieran. A través del laberinto de losas y fierros, guié al grupo hacia el paredón de la izquierda, donde estaba la tumba de quien me mira en sueños.

A mitad de camino, de pronto Felipe dijo:

- ¿Conocen la historia de los Tres Amigos?

-¿Qué amigos? –dije sin dejar de caminar y sin mirar atrás.

- Paren- dijo Felipe, y se quedó inmóvil frente a un monumento similar a un pequeño obelisco que se destacaba del resto de las construcciones-. Nadie nos apura.

Nos quedamos frente al obelisco junto a él, estupefactos por su última sentencia.

- Este sepulcro me hizo acordar a otro parecido, que está en el cementerio de la Recoleta, y del que cuentan una historia muy particular-. Como fascinado por algo que ni Benjamín ni yo llegábamos a percibir, se sentó en el piso- ¿Quieren que les cuente?

Benjamín, sin decir palabra, se sentó y yo, no viendo otra alternativa, hice lo mismo. Formamos una ronda a la sombra del obelisco, que desde ahí abajo y gracias a las trampas que produce la luz nocturna, parecía enorme. Felipe empezó a contarnos

- Lo que no puedo entender es cómo recién ahora me acuerdo de todo esto- dijo Felipe al finalizar la historia-. Parece a propósito.

Benjamín y yo lo mirábamos sin saber qué decir. Estábamos muertos de miedo.

- ¿Por qué nos sentaste acá a contarnos esto?- le pregunté.

- Porque vos me hiciste venir acá, por eso. Si yo tengo miedo, tengan miedo ustedes también. Igualdad de condiciones.

No sé cómo hicimos, pero en ese momento los tres levantamos la cabeza y nos miramos a los ojos. Los tres a la vez. Ahí fue cuando entendimos todo: no era solamente yo el que estaba ahí por un motivo. De alguna manera, los tres teníamos que estar ahí. La leyenda, esa mirada… las tres Parcas, los Tres amigos, y finalmente nosotros tres.

Ya había pasado casi una hora desde la medianoche, pero nadie parecía haberse dado cuenta. No había razón para que siguiéramos ahí, salvo por el hecho de que yo todavía necesitaba ver aquella tumba. Antes de levantarnos para iniciar la etapa final de nuestra aventura, les dije lo que de alguna manera los dos intuían:

- Estamos acá porque estoy teniendo sueños muy extraños. Todos transcurren en este cementerio, y parecen reales. Hay una tumba en particular desde la que me pareció ver a alguien mirándome. Ya vine a ver esa tumba de día, pero también tengo que verla de noche. No hubiera podido venir solo, así que les dije lo de la apuesta para que me acompañaran.

- Yo sabía- dijo Felipe.

- Por engañarnos, esto te va a costar dos cajones de cerveza, en vez de uno-dijo Benjamín.

Quizás para liberar la presión acumulada durante todo ese tiempo, los tres largamos una carcajada casi al unísono. Inmediatamente después nos dimos cuenta de lo estúpido que había sido eso, alguien podría habernos escuchado. Nos miramos con preocupación pero todavía con el rastro de una sonrisa en la cara. Yo me levanté y empecé a correr hacia la tumba por la que habíamos venido, y ellos me siguieron. Nadie se enganchó de ningún lado, ningún vigilante nos persiguió, ningún muerto abandonó su

reposo para acosarnos, y llegamos a destino en un abrir y cerrar de ojos. Nos embargaba una mescolanza indescifrable de miedo, complicidad y espíritu de aventura.

- Es ésta- les dije, señalándola, cuando llegamos.

Ahí estaba la lápida, y la luz de la luna le daba de lleno desde atrás, proyectando la sombra más oscura que vi en mi vida. Todos los sentimientos y las emociones entremezcladas un momento antes de diluyeron, salvo el miedo. Del mismo color de la sombra, el terror se hizo presente e invadió mi alma. Instintivamente di un paso hacia atrás, sin dejar de mirar ese agujero infinito.

Desde el fondo, era como si un par de ojos me estuviera mirando.

Capítulo 11.

Otro sueño.

Bruno tocaba su violín sentado, como siempre, en el banco entre los mausoleos y los sepulcros de tierra. Era de noche, una vez más. A lo lejos sonaban las campanas de la iglesia. Bruno dejó de tocar y cerró los ojos mientras escuchaba, fascinado por el sonido que parecía venir desde otro mundo, pero que sin embargo se percibía perfectamente nítido.

Una campanada en la noche cerrada.

Dos, tres, cuatro, y las campanadas eran como destellos de luz en la oscuridad del paisaje y de sus párpados bajos.

Cinco, seis, sonaron las campanas, y cada golpe parecía más separado del anterior, como si la medianoche tuviera intenciones de dilatarse interminablemente.

Siete, ocho campanadas. ¿Cuántos siglos, cuántas eras pasaron entre una y la otra?

La novena campanada trajo la presencia.

La décima, la proximidad.

La undécima, perdida en los confines del tiempo, trajo los ojos muertos.

Con la campanada doce Bruno abrió los ojos y, efectivamente, vio a ese otro par de ojos que veían sin ver en realidad, a sólo un par de metros de los suyos. De inmediato se puso de pie, en guardia. Sonó una inesperada decimotercera campanada.

Desde afuera, la escena se veía como el duelo de dos pistoleros del Lejano Oeste, cada uno expectante de lo que el otro pudiera hacer, calculando el instante que decidiría la vida

de uno y la muerte del otro. En este caso, vida y muerte eran relativas, y el muerto y Bruno frente a frente eran menos una explosión inminente que una metáfora de la existencia.

Una gota de sudor le corrió por la mejilla. A Bruno, claro, porque los muertos no transpiran y menos en los sueños.

El cadáver andante parecía ser la carcasa de un señor de unos cincuenta años, no podría decirse si flaco o gordo en su vida anterior, porque la muerte le había consumido gran parte de la carne y estaba más cerca de ser un esqueleto que un amasijo de carne podrida, por este motivo Bruno calculó que debía llevar muerto cerca de un año, o más. En otros aspectos estaba bastante bien conservado: tenía un poco de pelo gris y larguito como una corona alrededor de una pelada prominente pero ya opaca; los dos ojos, esos dos terribles ojos que habían perseguido a Bruno por sus pesadillas, que vistos de cerca, la verdad, no eran tan espantosos, eran ojos de persona común y corriente sólo un poco amarillentos y vidriosos por esas cosas que hace la muerte con los ojos de los muertos, esa inevitabilidad que se dilata incluso hasta dentro de los sueños de los vivos; conservaba gran parte de la nariz y de los labios, aunque por un costado ya empezaban a verse los dientes amarillos, quién sabe si por la muerte o por el cigarrillo; tenía barba de unos días, que como dicen, es la barba que le crece al muerto una vez muerto, igual que las uñas y el pelo: uno se va muriendo de a partes, primero el espíritu, después el corazón, después el cerebro, y así hasta llegar, finalmente, al pelo y a las uñas. ¡Qué extraño capricho de la Naturaleza! En cuanto a la vestimenta, el hombre muerto llevaba un traje negro de invierno, una camisa y una corbata mal alineada. La ropa estaba sucia y rota por todos lados, le faltaban partes… era como si el traje también estuviera muerto, y se fuera pudriendo y deshaciendo de a poco. El muerto conservaba los zapatos con que lo habían enterrado, y si bien no estaban limpios ni brillaban, al menos todavía estaban enteros y en buen estado.

Todo esto lo percibió Bruno en un instante, que como era un instante de sueño se podía alargar todo lo que él quisiera. En el instante siguiente el muerto habló. Y dijo, simplemente:

- Su música es muy bella, joven.

La voz tenía la textura de una lija puliendo metal. Toda la humedad sonora que caracteriza al habla de los vivos se había perdido hacía mucho, y lo que quedaba era como una cáscara, como si nosotros, al pronunciar las palabras, llenáramos un recipiente hueco con el soplo de la vida, que, como se dijo anteriormente, es húmedo. En cambio, al muerto sólo le queda el recipiente, hueco y duro, porque no tiene con qué llenarlo. Sin embargo, las palabras fueron claras y el tono fue el correcto: lo que el muerto quería decir, lo dijo en el contenido de la frase y también en la forma: sonó como un padre alegrándose por los logros del hijo.

Pero más allá de todo eso, Bruno estaba paralizado. No percibió ni la ternura, ni el elogio, ni nada. Sólo se quedó con la impresión que le causaba un muerto andante y parlante. Aterrado, salió corriendo hacia el paredón trasero del cementerio, que sabía que podría saltar sin problemas para alejarse de la abominación que se empeñaba en convertir sus sueños, cada vez más, en pesadillas. No miró atrás, pero si lo hubiera hecho, habría visto que el muerto no lo perseguía, sino que permanecía en el mismo lugar desde el que le había hablado antes. Ni siquiera lo miraba, y no porque no quisiera, sino porque los movimientos de los músculos envejecidos del cuello eran demasiado lentos. De hecho, cuando giró lo suficiente como para ver al Bruno huyente, éste ya estaba saltando el paredón hacia el otro lado.

Sólo que el otro lado no lo recibió. Bruno esperaba darse contra el piso del sueñomundo de los vivos dos metros más abajo, pero la caída se prolongó, y se siguió prolongando, a través de la oscuridad.

Hasta que en un momento de ésos se despertó.

Capítulo 12.

Debo estar enloqueciendo. Después de la última pesadilla, en la que el muerto dejó de ser un par de ojos en la distancia para pararse frente a mí… ¡y hablarme!, no pude volver a dormirme. Y además, cosa rara, me desperté con mi violín en las manos. Recuerdo claramente que lo había guardado en el estuche antes de acostarme.

Lamentablemente, Sofía estaba durmiendo en mi cama esa noche, y cuando sintió mi sobresalto al despertarme, ella también se despertó. Me vio cubierto de sudor, con los ojos abiertos como dos huevos fritos, y con mi violín en el regazo.

- ¡Mi amor! ¿Qué pasó? ¿Tuviste una pesadilla? ¿Qué hacés con el violín a esta hora?- preguntó sin parar de preguntar.

- Sí, una pesadilla- quise no tener que decir nada más, pero sabía que no iba a poder:

- ¿Y sobre qué se trataba?

- Nada, que me caía a un pozo.

- Pero, ¿y el violín? ¿No lo habías guardado?

- No sé que pasó Sofía, me desperté y lo tenía encima. Debo haberlo agarrado sonámbulo, no sé.

- Pobrecito… mirá cómo estás…

Como se imaginarán, no tenía ninguna gana de que me consolaran, tocaran o acariciaran, así que le dije:

- No pasa nada, volvamos a dormir.

Guardé mi violín en el estuche una vez más, me escurrí suavemente de los brazos de Sofía, y le di la espalda mientras me disponía a dormirme de nuevo, lo que resultó rotundamente infructuoso. Ella, sin embargo, roncaba con esos ronquidos suaves de mujer pocos minutos después del incidente, porque si para algo no tiene problemas Sofía, es para quedarse dormida.

Un rato después, al darme cuenta de que esa noche no me había sido otorgada para seguir descansando, me levanté con sigilo, tomé el estuche de mi violín y me dirigí hacia el living, en la planta baja. Por suerte mi casa es grande, las habitaciones están arriba y, si no hago mucho bochinche, puedo tocar sin que nadie me escuche. Empecé con algunas partes del Adagio del concierto de Brahms, un músico que me agrada particularmente. Brahms, uno de los últimos exponentes del Romanticismo del siglo XIX, siempre me impresionó porque su música es amable pero apasionada, no exige un gran virtuosismo y, sin embargo, suena majestuoso de todas maneras. Ahí, en mi opinión, está el genio en la música: en saber crear maravillas sin enredarse demasiado. Tchaikovsky, su "competencia" durante el Romanticismo tardío, lo tildó de "poco apasionado", lo cual es injusto -más allá de mi apego al ruso, por ser uno de los primeros músicos que escuché y que me llevaron a amar la música-; lo que pasa es que

Tchaikovsky fue, quizás, un poco demasiado apasionado, al punto del patetismo y del suicidio por amor.

Empecé por algo tranquilo de Brahms, entonces, para intentar suavizar la presión que tenía dentro de la cabeza. Siempre que toco de memoria, cuando conozco bien la obra, me olvido del mundo; normalmente cierro los ojos para que la ilusión sea más completa. Entonces las notas pasan por mi cabeza y casi las puedo ver, como destellos sobre un fondo negro, que es el mundo en ese momento: completamente apagado, salvo por la música. Las ideas, las preocupaciones, la angustia, el sueño… todo eso forma parte de ese mundo oscurecido, irreconocible, y no es que pierda la conciencia: al contrario, soy profundamente consciente de cada sonido y del eco que produce en mi espíritu: todo el significado que cada nota tiene, por ejemplo dentro de una frase, o como parte de un ritmo, incluso con el fantasma de la armonía que traería detrás si el violín fuera capaz de producir tres notas a la vez, todo eso es mi conciencia en ese momento. Por más que quisiera concentrarme en otra cosa, no lo podría lograr: si miro hacia esa oscuridad que está detrás no puedo distinguir nada.

Por eso, cuando me puse a tocar no reflexioné sobre lo que me estaba pasando, ni me preocupé por el cansancio que me pesaría al día siguiente. Estaba, podría decirse, en uno de mis tres mundos: el de la vigilia es uno, el otro es el de los sueños –cada vez más insistente en volverse una parte importante de mi vida-, y éste, el tercero, mi mundo privado de la música.

Capítulo 13.

Ahora que los tres amigos compartían el enigma que abrumaba a uno de ellos, cada vez que Bruno soñaba les contaba todos los detalles a los otros dos. Esa noche, en la casa de

Felipe y mientras refrigeraban las cervezas de la apuesta, Bruno describió con claridad escalofriante los avatares de la última pesadilla.

- ¿Qué se hace en un caso como ese?- preguntaba, sobre todo a Felipe, que era quien más cosas extrañas conocía.

- No sé, ¿se pueden exorcizar los sueños?

- No boludo- intervino Benjamín-, no es un demonio, ¡es un muerto!

- ¿Qué sabés? Puede ser el diablo disfrazado.

- Pero si fuera así- continuó Bruno, reflexivo-, ¿por qué se me aparece en sueños y no a plena luz del día? Con todos los Faustos fue de esa manera.

- Y todos los Faustos son ficción, y esto es la realidad.

-¿Cuánto de realidad tienen los sueños?

- Por lo visto bastante, al menos en tu caso… la coherencia entre uno y el siguiente es impresionante, parece que fuera un mundo paralelo o algo así.

- Bueno…- volvió a intervenir Benjamín mientras prendía un cigarrillo.- Ya nos estamos yendo al carajo…

- No sé… no me pareció que fuera maligno ni que tuviera intenciones diabólicas. Parecía un muerto de verdad, más una víctima de su destino que cualquier otra cosa.

- Pero, ¿qué sentido tiene que se te aparezca una y otra vez? ¿Qué está buscando?

- Por ahí es un presagio… quizás alguien cercano esté por morir pronto- y, mirando a Benjamín, continuó con fingida seriedad-, de cáncer en el pulmón y en la lengua.

- Bah, yo fumo poco. Uno después de comer, a veces. Y en reuniones como ésta.

- Y tal cosa, y tal otra… así empiezan todos los vicios, amigo mío.

- Ah, ¿y vos sabés porque tenés alguno, no? Mirá cómo da consejos, el Sabio de los Vicios.

Bruno y Felipe se rieron, pero Benjamín no.

- Hacé lo que quieras, pero imaginate terminando como el muerto de mi sueño. Te juro que no se lo desearía a nadie.

- Pero boludo, es un sueño, los muertos no se levantan de sus tumbas. Ya lo pudimos comprobar, ¿no? –dijo, mientras balanceaba entre sus dedos el tercer porrón que abría esa noche.

- No, ya sé, pero ¿y si los espíritus siguen en este mundo, y mis sueños son el canal que éste en particular encontró para... no sé, transmitir un mensaje?

Felipe, más aficionado a lo oculto que los otros dos, propuso:

- ¿Qué les parece si hacemos el juego de la copa, a ver si lo podemos arrastrar afuera de tu cabeza?

- Creo que mis viejos tienen un tablero de Ouija, que es más o menos lo mismo, ¿no?

- ¡Buenísimo! No es lo mismo, es mejor, porque no tenemos que preocuparnos por dónde apoyar la copa o por que no se nos rompa…

- ¿Quieren que lo vaya a buscar?

-¿Qué lo vamos a hacer acá? ¿Ahora?- preguntó Benjamín, que sólo había programado una sencilla noche de borrachera.

- Acá ni en pedo, dicen que si el espíritu que viene es maligno, se te queda en la casa para siempre y te caga la vida.

- ¿Y dónde lo haríamos, entonces?- preguntó Bruno, francamente interesado.

- Yo creo que no conviene en ninguna de nuestras casas. Tendría que ser algún lugar más neutral, como una plaza…

- Pero no nos vamos a poder concentrar, siempre va a haber gente dando vueltas…

En ese momento, las ideas de los tres se alinearon, como aquella vez en que lanzaron la carcajada al unísono. Uno con expectante curiosidad, otro con miedo pero sin poder evitarlo, y el tercero entreviendo la esperanza al final del camino, se miraron, sabiendo lo que estaban pensando, y finalmente Bruno dio ser a las palabras:

- Tenemos que hacerlo en el cementerio.

Capítulo 14.

Una vez que me hice con la Ouija, que estaba ingenuamente guardada con los demás juegos inofensivos que tienen mis viejos, como el juego de rol de Los Mitos de Cthulhu, y que lucía más o menos así,



emprendimos la marcha hacia el cementerio, el lugar del ritual. Esta vez sería más fácil acceder, ya que no había que buscar entradas ni sufrir la ansiedad de quien no sabe con qué se va a encontrar una vez cruzado el muro.

Por quién sabe qué extraña razón nos habíamos puesto de acuerdo en que, para acceder al espíritu del muerto que rondaba por mis sueños, lo mejor sería establecer el contacto encima de su tumba, como si el alma errante, si la hubiera, y cada noche me convencía más de que sí la había, se mantuviera atada al cuerpo del muerto, cual perro bravo encadenado a su cucha. Pero, por otro lado, ese lugar, si no mejor, no podía ser peor que cualquier otro, así que hacia allí nos dirigimos.

Como se había nublado y la luna ya no se presentaba tan de acuerdo con el proyecto como la otra noche, nos habíamos asegurado de llevar una vela con nosotros. Una vez en el lugar desde donde mi muerto parecía emerger en el mundo de mi inconsciente, la prendí y la apoyé frente a la lápida, alumbrando la zona pero sin llamar demasiado la atención: podía llegar a aparecer de repente, sin ir más lejos, el guardia de seguridad, el custodio de las puertas de la muerte, seguramente se haría una recorrida cada X horas; o no, porque por descontado sería más cómodo quedarse en la garita de la entrada y mirar una TV portátil o dormir una siestita, total, ¿quién iba a controlar que en efecto hiciera su ronda?, y ¿qué historial de saqueo de tumbas tendría este cementerio? Por otro lado, sería más que probable que prefiriera no meterse solo de noche entre los muertos: por menos supersticioso, religioso, etc. que se sea, uno nunca sabe…

Mientras todo eso me daba vueltas por la cabeza, Felipe abrió el tablero y lo puso bien en el centro de la losa que cubría la tumba, y la vela proyectó su luz macabra sobre las letras negras. Las cabecitas que representaban al espíritu, en el borde inferior, y que parecían de un nene de diez años, qué perverso el dibujante, se me antojaron más brillantes que el resto del tablero, como si la tinta con que hubieran sido pintadas fuera diferente, menos negra, no sé. Seguramente era una ilusión.

En la caja de madera también estaba la planchuela, el trozo de madera agujereado que, supuestamente, debería ir indicando las letras que el espíritu quisiera dar a conocer. Yo no tenía idea de cómo hacer que eso funcionara, ya que jamás había visto a mis padres usándolo y no se me había ocurrido preguntarles nunca el mecanismo del aparato, todo lo que sabía de la Ouija era que el guitarrista de The Mars Volta le había regalado una al cantante para su cumpleaños, y en la nota explicaban someramente de qué se trataba y cómo se parecía al más popular Juego de la Copa. Pero por lo visto Felipe, que parecía tener conocimientos bastante curiosos sobre estas cuestiones oscura y arcanas, nos dijo exactamente qué hacer.

- Ahora los tres nos sentamos alrededor del tablero, vos Bruno ponete en el frente y nosotros dos a los costados. La mano derecha tiene que llegar al tablero. Vení más cerca, Benjamín. Ahí. Ahora extiendan el dedo índice…

Mientras Felipe hablaba, noté cómo Benjamín se iba poniendo tenso, la cara seria y sombría. No parecía tener problemas con estar en este lugar, pero la cuestión de los espíritus lo preocupaba de una forma que ni él mismo había previsto. Creo que la temeridad de aquella primera vez, cuando saltó dentro del cementerio casi sin pensarlo, se había debido a que

no esperaba encontrar nada vivo rondando por entre las tumbas. Ahora las cosas parecían a punto de cambiar.

- ¿Estás bien, Benjamín?- le pregunté. Felipe, que todavía estaba dando instrucciones, pareció un poco molesto por la interrupción.

- Sí, dale, terminemos con esto de una vez por todas.

- Cierren los ojos- dijo Felipe, y por un instante mi corazón dejó de latir.

- ¿Para qué?- le pregunté.

- Haceme caso, yo sé lo que te digo. Cerralos.- Benjamín ya lo había hecho, y como Felipe me miraba, esperando a que yo los cerrara para estar seguro de que todo estaba en orden y entonces sí, cerrarlos él también, hice lo que me pidió o, más apropiadamente, que me ordenó.

Evidentemente Felipe los cerró casi al mismo tiempo, porque un instante después de sumergirme en la oscuridad, noté una muy suave vibración en la losa donde el tablero estaba apoyado. Adivinando nuestra intención, Felipe advirtió desde la oscuridad:

- Por nada del mundo se les ocurra abrirlos.

La vibración duró en mi cabeza mucho más que en la realidad, porque estaba francamente aterrado. Ahora sí que todo se estaba yendo al carajo. ¿Las cosas se movían? ¿Estaba en la realidad, o de alguna manera me había vuelto a sumergir en el mundo de mis pesadillas? ¿Quién sabe qué atrocidades podían estar desarrollándose a nuestro alrededor mientras, como una manga de pelotudos, seguíamos con los ojos cerrados, ajenos a cualquier amenaza?

Y de repente, como había empezado, la vibración terminó.

- Ahora sí, ábranlos.

Nada había cambiado. No había monstruos a punto de comernos la cabeza ni tumbas abiertas ni muertos deambulando ni nada.

- Miren el tablero- dijo Felipe, serio pero claramente satisfecho con la forma en que se estaban desarrollando las cosas.

Algo había cambiado. La planchuela estaba vibrando, pero tan levemente que me costó percibirlo. Si se la miraba con detenimiento, claramente se podía ver que no estaba apoyada, sino había quedado suspendida sobre el teblero, sin señalar ninguna letra o número en particular: estaba, más bien, moviéndose sobre el extremo superior derecho; sobre la luna menguante.

Durante los primeros momentos, nadie hizo nada. Felipe, que debería haber sido quien tomara la iniciativa, a juzgar por su conociemiento –si no experiencia- en el tema, parecía sin embargo estar divirtiéndose con nuestra parálisis.

Llegó el punto en que la planchuela comenzó a vibrar con más insistencia, y lentamente, se trasladó hacia la letra
N. La seguimos con los dedos, sacudiendo de nuestro espíritu el entumecimiento debido al terror que estábamos sintiendo.

Se quedó ahí, suspendida, un momento. Luego se movió hacia la derecha. Fue como un impulso, un estertor, que de repente, y sin que tuviéramos tiempo de seguirlo, se clavó en la O.

NO.

Pensamos que seguiría moviéndose, para formar alguna palabra más interesante, como Noviembre o No-Se-Nada, pero no. Volvió a la N.

Y después, de nuevo a la O.

NONONONONONONONONO, escribió, y nosotros ya habíamos retirado nuestros dedos de la planchuela, porque evidentemente no estaban cumpliendo ninguna función. Quienquiera, o lo que fuera, que la movía, no tenía que ver con nuestras manos, y estaba demostrando ser más poderoso y más rápido que nuestros pensamientos y nuestras reacciones.

Después de un rato de tanta negación junta, me cansé y puse el dedo sobre la planchuela, para frenarla. No me costó nada hacerlo. Luego la deposité sobre la Q, y desde ahí la moví sin ninguna sutileza para preguntar: QUIEN SOS, sin acentos ni signos de pregunta porque la Ouija no es una máquina de escribir, sino una puerta hacia lo desconocido.

Sobre la última S quedó la planchuela, y de ahí no se movió. Felipe sugirió:

- Creo que deberíamos volver a poner los tres los dedos, ¿no les parece?

Así lo hicimos. Sin necesidad de volver a concentrarnos, apenas estuvimos los tres con el dedo extendido, y como si hubiera estado esperándonos, la planchuela se movió. Esta vez, al notar que el movimiento era más tranquilo, pudimos seguirla los tres.

NO SOY NADIE, SOY UN SUENO

NO ESTAS MUERTO

OTRO MUNDO, SOY UN SUENO.

No tenía mucho sentido seguir con esto. Pregunté lo único que me interesaba: POR QUE EN MI SUENO

MUSICA fue la única palabra que nos dio por respuesta. Claro, si se tratara de música yo sería una buena referencia, sobre todo dentro de ese grupo de tres que estábamos ahí reunidos, pero ¿qué podía eso tener que ver con la persistencia de la muerte en mis sueños?

CUANDO VA A TERMINAR, quise saber.

PRONTO.

Felipe quiso terminar preguntando POR QUE DECIAS QUE NO AL PRINCIPIO

Y quienquiera que fuese que estaba comunicándose con nosotros, dijo NO ERA YO, y aparentemente con eso dio por finalizada la charla, porque la planchuela salió disparada fuera del tablero, para darse contra la vela, voltearla y apagarla.

Nos costó bastante tiempo recobrar la compostura, juntar todo y salir del cementerio.

Capítulo 15.

El sábado siguiente, mientras se dirigía una vez más y bastante a su pesar a la casa de Sofía, quien ese día estaba de franco, Bruno pensaba, por un lado, que era afortunado que durante ese par de días no hubiera tenido ninguno de los sueños. Por otro lado, el problema seguía ahí, latente: algo se había comunicado con ellos, eso estaba claro, y no era un sueño ni una fantasía: sus amigos habían experimentado lo mismo. Claro, se podía decir que la mente, el inconsciente, lo que no conocemos acerca de nuestro cerebro... pero Bruno estaba seguro de que no podía ser coincidencia que las apariciones de sus sueños tuvieran tanto en común con lo que habían experimentado esa noche en el cementerio.

El otro gran misterio era que la "manifestación" no parecía ser un espíritu: ella misma se había definido como un sueño. Eso hacía más clara todavía la relación que Bruno, de alguna manera, buscaba, pero también tiraba abajo la creencia popular de que el "juego de la copa", o la Ouija, o cualquier otro método de comunicación con el más allá, realmente comunicaba con los espíritus de los muertos: por lo que habían visto, la aparición era sólo (¿sólo?) un sueño, o el residuo de un sueño, o algo por el estilo. ¿Los muertos vivían en los sueños? Mmmm... a Bruno le parecía muy difícil.

La mejor opción era, sin dudas, atribuir todo a los mecanismos desconocidos del cerebro humano. Y sin embargo... algo no estaba bien con esa "simplificación".

Cuando llegó a la casa de Sofía, después de la charla mundana de cada vez que veía a la familia, se atrevió a preguntarle a Helena sobre su esposo:

- Helena, ¿le molesta si hablamos sobre Alfredo?

- No mi amor... al contrario, me gusta recordarlo, ¿por qué? ¿Qué te gustaría saber?

Sofía, ilusa, se sorprendió por la pregunta y creyó que Bruno quería conocer más a la familia porque quería sentirse parte de ella. Veía, por allá lejos y cubierto de niebla, un casamiento.

- Me preguntaba- continuó Bruno- si alguna vez, después de su muerte, sintió que su esposo se comunicaba con usted.

Claramente, Helena no esperaba una pregunta como ésa. Creía, igual que Sofía, que Bruno querría saber sobre su vida, sus hábitos... conocerlo, en fin. Una mirada sobre algo tan reciente, algo que era cotidiano para ella, le removió recuerdos cercanos, y se le llenaron los ojos de lágrimas. No lloró, no obstante, y conservó la compostura suficiente como para contestar:

- Ay, querido. Claro, claro que Alfredo se comunica conmigo- y mirando de reojo a su hija, continuó-. Yo sé que les voy a parecer una loca, pero la verdad es que Alfredo se me aparece, en los sueños.

- ¿De verdad?- Bruno estaba genuinamente sorprendido- ¿Y se le aparece muy seguido?

- Cada vez menos, la verdad... Al principio era casi todos los días. Ahora de vez en cuando, una o dos veces por mes. Pero yo creo que es porque yo no soy muy buena acordándome de los sueños, para mí que él se me sigue apareciendo como antes pero yo me olvido cuando me despierto.. Eso es lo malo de los sueños, ja, que son tan caprichosos..

- ¿Y usted cree, Helena, que Alfredo sigue existiendo, en algún lado, y que por eso se comunica con usted?

Mientras tanto, Sofía cebaba mates en silencio.

- ¡Claro que existe nene! Está en la gloria del Señor, como mi madre y mi padre- y se persignó.

- ¿Y sobre qué hablan, cuando se le aparece en los sueños?

- Siempre me pregunta sobre Sofía y Cristian. Cómo están ellos. Y después, me pregunta si sigo honrando su memoria- una vez más, miró de reojo a Sofía- o si estoy... viéndome con alguien.

- Ay, mamá...

- Pero claro- continuó Helena, ignorándola con la cabeza pero aceptándole un mate con la mano-, ¿cómo me voy a ver con alguien, si no necesito a nadie más que a mis hijos, y si además él me sigue acompañando desde mis sueños? Aunque cada vez menos, claro... pero seguro que es culpa mía, yo me debo estar olvidando de lo que sueño por la edad, y él debe seguir ahí, firme junto a su familia, como estuvo siempre.

- ¿Y a vos, Sofi, no se te aparece nunca?- preguntó Bruno cambiando de interlocutor.

- Creo que no, amor, pero igual yo nunca me acuerdo de mis sueños- y con eso terminó toda la charla sobre el tema que podría tener con ella.

* * * * * * *

Bruno se fue a su casa con algunos datos más, aunque no todos útiles. No era el único al que los muertos, o alguna proyección de sus espíritus, o lo que fuera, se le aparecía en sueños. Por otro lado, "su" muerto no era ningún conocido, como Alfredo sí lo era para Helena. También podía ser que Helena, afectada por el trauma de la muerte de su marido, usara las imágenes y los deseos de su propio ser para proyectar la de Alfredo en sus sueños, lo que haría más probable la idea de que "todo pasa en la cabeza de uno", y sin embargo, ¿qué motivación podía tener Bruno para soñar con un muerto que ni siquiera conocía? Mucho más sensato habría sido, por ejemplo, que Sofía también soñara con su padre muerto, y sin embargo eso no pasaba… o quizás su propia mente se lo ocultara, quién sabe. Lo cierto era que, más allá de los datos adicionales sobre lo que empezaba a convertirse en un problema serio para Bruno, los cabos sueltos seguían llevando la delantera.

Decidió, en el mismo momento en que estaba volviendo para su casa, parado en el colectivo y sosteniéndose del caño para no irse de boca cuando el bestia frenaba, decidió, decíamos, consultar a algún profesional de lo espiritual, o sea, ir a ver a un vidente, o una vidente, en ese momento no le importaba el sexo, mientras supiera qué corno pasaba con los espíritus y los muertos y toda esa calaña, hasta hacía pocos días desconocida, o por lo menos intrascendente, en todo lo que significaba su vida, que estaba totalmente orientada hacia la música y a convertirse en un intérprete de violín, medianamente conocido y ganar plata con ello, muy probablemente trabajando primero en una pequeña orquesta, luego en una más grande, y tal vez algún día dando algunos conciertos como solista, pero ahora esa simple fluidez se veía interrumpida, sacudida, tambaleada, desbalanceada, por eso que había empezado notando un día en un cementerio, visitando una muerta recién enterrada después, y así una cosa llevando a la otra, terminó, o mejor deberíamos decir continuó, porque esto recién empieza, en una comunicación demasiado cercana con lo que aparentemente era un muerto, pero que después era un sueño, según él mismo, y con una interferencia extraña de quién sabe qué otra entidad que se empeñaba en decir NO y nada más que NO, NONONONONO, todo lo cual no parecía tener demasiado, o ningún, sentido.

Cómo contactar a un, o una, porque el sexo seguía sin importar, vidente, era el problema. El que seguramente sabía algo del tema era Felipe, así que lo llamó.

- Felipe, ¿vos conocés a algún vidente?

- En realidad conozco a una, es mujer, mi mamá fue algunas veces a leerse la suerte, ¿por?

- ¿Cómo me preguntás eso, boludo? ¿No te parece que con todo lo que está pasando, es obvio por qué? ¡Si serás despistado!

- Ja, es verdad… es que estaba durmiendo, y vos sabés lo que tardo en reaccionar. Pará que le pregunto y te paso el teléfono.

Pan comido. Fue llamar, la vidente decirle "podés venir ahora, si querés, que estoy libre", y Bruno ir a verla, obviamente antes bajándose del colectivo y tomándose el que iba para el otro lado, no exactamente hacia el lado del que venía, sino un poco más hacia el oeste, que es la zona de la ciudad donde vive ese tipo de gente. En realidad, el lugar al que llegó Bruno no era la casa de la vidente, sino una especie de atelier, para ser amables, porque se parecía más a un almacén de barrio abandonado y reusado –es decir, ni siquiera reciclado, como se hace ahora con los barrios de mierda para que se vuelvan exclusivos- donde la señora atendía.

- Buenas tardes, caballero- dijo la señora, una gitana corpulenta, por no decir gorda y tetona, y a Bruno le sonó gracioso, nadie lo llamaba caballero, apenas había dejado de ser un adolescente... ¿se estarían empezando a notar los estragos de la edad?, se preguntó-. Adelante, por favor.

No, qué edad, se convenció después. Esta mina quiere ponerle un aire de formalidad a toda esta payasada. Y pensó eso porque, al ingresar al atelier, tuvo más la sensación de estar entrando a un circo: cintas de colores por todos lados, estatuas de la Virgen, de Buda, estampas de la Difunta Correa, Jesús Crucificado, el Sagrado Corazón, la Madre María, el Gauchito Gil, y todos los demás que se pusieron de moda recientemente. Las velas, también de varios colores y formas, eran la única fuente de iluminación del recinto, que se respiraba hacinado y sucio. Había una ventanita al fondo, pero estaba cubierta por una tela gruesa con franjas de colores vivos, o para ser más precisos: rojo, verde, amarillo, violeta, y la idea parecía ser: no dejemos entrar la luz del Sol, que espanta a los espíritus.

Así y todo, Bruno se sentó donde la gitana le dijo, no veía razón en contradecir a una tan imponente presencia, y le dijo:

- No vengo para que me lea el futuro ni para que me comunique con los espíritus, eso ya lo hice. Quisiera saber un poco sobre la teoría del espiritismo, y si se conecta con los sueños, y cómo. ¿Cree que puede ayudarme?

- ¿Y podría usted decirme primero, caballero, cómo fue que se comunicó con los espíritus?

- Con un tablero de Ouija.

- ¿Y qué le dijo el espíritu, si es tan amable?

- Primero dijo No, muchas veces seguidas, pero ése no era el "espíritu"- las comillas fueron remarcadas por Bruno con el conocido gesto hecho con los dedos índice y mayor de ambas manos a la vez- con el que tenía intenciones de comunicarme...

- ¿La conversación comenzó con una negación?- dijo, aparentemente alarmada, la vidente, que, aunque Bruno nunca lo supo, se llamaba Rosa.

- No con una, sino con varias.

- Eso es una muy mala señal, joven- dijo Rosa, quizás habiendo entrado en confianza, quizás dejando las formalidades de lado por encontrarse frente a un caso aparentemente grave-. Un espíritu negador es, en general, un demonio.

Bruno estaba a punto de levantarse e irse. ¿Un demonio? ¿Se estaba volviendo mística, la cosa? Él no creía en nada de eso. No obstante, quería llegar por lo menos a la cuestión de su muerto en particular, para justificar la tarifa. Asintió con la cabeza sin decir nada, y la dejó seguir.

- Si un demonio interfiere en una conversación con los espíritus, es porque presiente alguna amenaza. ¿Usted, caballero, practica la Magia Negra?

- No señora- dijo Bruno, porque no sabía que se llamaba Rosa-. No tengo ni la menor idea de lo que es eso.

- Bien, mejor así. Pero de todas maneras el demonio que intervino sintió una amenaza. ¿Qué estaba usted tratando de averiguar con su aproximación al espíritu?

- Solamente por qué se aparece constantemente en mis sueños.

- ¿Y logró descubrirlo?

- A decir verdad, no. Pero esta entidad me dijo que no era un muerto, sino que era un sueño, nada más que eso. Dijo algo sobre la música y que esto iba a terminar pronto, "de una forma o de otra".

- ¿Le dijo que no era un muerto?

- En efecto, eso fue lo que enunció.

Rosa lo miró con cara de "yo también puedo hablar en difícil, si quiero", pero continuó en lenguaje raso:

- Entonces, caballero, creo que no puedo ayudarlo. Yo sólo conozco a los espíritus de los muertos que moran todavía en esta tierra, no a los de los sueños. Ésos están en la cabeza de cada uno.

Bruno sabía que no era así, porque Felipe y Benjamín también habían visto cómo se movía la planchuela de la Ouija. Pero como se dio cuenta de que no iba a sacar en claro nada más de la "sabiduría ancestral" de esta señora (de Rosa, decimos nosotros, que ya la conocemos un poco mejor que él), no la contradijo.

- Lo que sí puedo decirle con certeza, es que la intervención de un demonio es clara. Y ese, muchacho, no es un sueño. Tenga cuidado.

Después de pagar, Bruno se fue del ruinoso almacén con una preocupación más y con las mismas dudas que antes.

Capítulo 16.

En mi sueño de la última noche yo ya no estaba aterrorizado. Sentado en el mismo banco de siempre, con el violín en la mano, cerré los ojos y empecé a tocar. Era como si el sueño fuera la continuación de mi vida: era como si estuviera realmente viviendo en el sueño. Y lo que esperaba encontrar, siendo que aparentemente empezaba a tener cierto control de lo que ahí pasaba, eran las explicaciones que la realidad me negaba. Esperaba que las respuestas a los enigmas de mis sueños estuvieran, como Uroboros, la serpiente mundial que se muerde la cola, en esos mismos sueños.

Abrí los ojos e interrumpí la melodía cuando sentí –era, después de todo, un sueño, y la intuición en ese mundo funciona con mucha mayor precisión, parece- la presencia a mi lado. Estaba sentado junto a mí. Pero no tuve miedo. Sin embargo, no pude hablar, tuve que esperar a que él empezara.

- Como le decía, muy bonito lo que toca.

Y yo, descortés como nunca pero sintiendo que me estaban estafando desde hacía ya un buen tiempo, simplemente pregunté:

- ¿Quién es usted, señor Leopoldo Fuentes? ¿Por qué me persigue de esta manera?

Esto debe haberlo divertido, porque su cara medio carcomida mostraba una especie de sonrisa, o más bien de carcajada, perpetua.

- Veo que ha usted investigado- dijo con esa voz de muerto que sólo en los sueños se puede escuchar-. En efecto, soy Leopoldo Fuentes, o mejor dicho, su proyección. Soy una criatura de los sueños, pero también soy lo que queda de la persona que fue Leopoldo Fuentes, muerto hace ya casi un año.

"Pero en este mundo, que es el mundo de su sueño, estimado Bruno Ledesma, yo soy el muerto que sale de su sepulcro para vivir la vida que viven los difuntos. Puede ver cómo todos los demás muertos deambulan fuera de sus tumbas. ¿Lo puede ver?

"Usted se preguntará por qué en este momento un "muerto" comienza a acosarlo en sus sueños. Pues bien, todo podría haber continuado como hasta ahora, con un esporádico sueño sobre los "muertos" de este mundo que usted podría ni siquiera recordar al despertar. Pero la Historia nos está acercando, mi querido Bruno Ledesma. Se acerca un momento decisivo para la Humanidad. Ni usted ni yo elegimos esto, pero existe un motivo para que yo no pueda dejar de comunicarle la más importante de las novedades.

Lamentablemente, la duración de los sueños está supeditada al hecho de que uno se despierte, y por desgracia la alarma del despertador no conoce de grandes misterios ni de importantísimas novedades. Sonó en el momento en que tenía que sonar, me desperté y no pude saber cuál era la bendita novedad que el muerto Leopoldo Fuentes tenía que comunicarme.

Pero también sabía, para mi gran pesar, que la noche siguiente esta historia continuaría, y por algún motivo que presentía desde este último sueño: que cada vez sería más intensa e inevitable.

Capítulo 17.

- ¿"La más importante de las novedades"? ¿Qué forma de hablar es ésa?

- Qué se yo Felipe, así es como me lo dijo, textualmente. Además todo el tiempo me trató de usted. No parecía haber muerto hace un año, sino más bien hace un siglo. No sólo de otro mundo, parece también un tipo de otro tiempo.

- ¿Y justo te despertaste? Y después vinieron las publicidades, ¿no?

Los dos se rieron, y siguieron tomando cerveza y charlando en un tono de confianza y distensión. Felipe era, desde hacía más de diez años, el mejor amigo de Bruno. Se habían conocido en la escuela los tres, Benjamín también, y desde entonces eran inseparables. Si bien el tercero también era un amigo entrañable y la tercera pata sin la cual el grupo no podría sostenerse, igual que una banqueta, la verdad era que el vínculo entre Bruno y Felipe era más cercano, porque compartían mejor las ideas y la forma de pensar. Bruno tendía a ser el seguidor y Felipe el promotor –excepto en lo que se refería, por supuesto, a la música-, pero una vez que el concepto se instalaba, Bruno lo sentía propio y lo vivía con tanta intensidad como Felipe.

En este caso, y si bien Bruno había sido quien, involuntariamente, había entrado en contacto con la muerte y toda su estela de complicaciones, Felipe conocía mucho más sobre el tema y el asunto le generaba una extraña curiosidad. La idea del juego de la copa, que después se transformó en Ouija, había sido suya, porque más allá de no habérselo dicho a sus amigos aquél día, lo cierto es que sí había participado en sesiones espiritistas, con grupos de personas desconocidas que se reclutaban por Internet para ese tipo de experimentos.

Cuando Bruno descubrió que los sueños no se acabarían, que el destino lo seguiría acercando a cementerios y a la muerte en general, se resignó y decidió dejar de tener miedo y empezar a investigar, como ya vimos algunas líneas atrás. Pero cuando Felipe profundizó en el tema, cuando los conceptos se volvieron claros y Bruno descubrió que existía todo un mundo detrás, o debajo, o dentro de éste, su curiosidad se encendió. Desde ese momento, las reuniones "secretas", porque Benjamín –quien no habría participado con el mismo entusiasmo, y lo más probable sería que se durmiera después de la tercera cerveza- normalmente no estaba invitado, se hicieron frecuentes.

- ¿Y si hacemos otra sesión de Ouija?- propuso Felipe.

- No creo que sea necesario; seguro que esta noche vuelvo a soñar con él y me termina de contar lo que falta.

- La verdad Bruno, vos sí que sos innovador. Nunca había escuchado que los espíritus de los muertos vivieran en los sueños.

- Y los demonios también, pareciera ser, ¿no? Por lo que me dijo la vidente...

- No sé, es posible, pero todavía nada nos permite decir que lo que salió de la sesión en el cementerio, las dos entidades que se nos manifestaron, vengan del mismo mundo. Tené en cuenta que vos nunca soñaste con ningún demonio.

- Sí, también puede ser que la bruja ésta me haya verseado, y que eso del demonio negador sea un cuento chino.

- De cualquier manera, podríamos averiguar un poco, ¿no?

* * * * * * *

Los jóvenes dicen que todo está en Wikipedia, por eso es que allí se dirigieron. Nada de bibliotecas antiguas y misteriosas, con libros que se desarman de tan viejos, con telas de araña colgando por los rincones más oscuros y menos visitados, con paredes altísimas y ventanas sólo allá cerca del techo, y la luz polvorienta que ingresa ni siquiera llega al piso. No: la "averiguación" que proponía Felipe se hizo en su propia casa, donde los dos se enfrentaron a la Ventana al Mundo, y siguieron tranquilamente tomando cerveza.

Y lo más certero que lograron hallar respecto de ambos temas fue lo siguiente:

Espíritus y Apariciones

Los documentos referidos a comunicaciones con espíritus de personas fallecidas varían considerablemente a lo largo de las Historia. En líneas generales, quienes afirman haberse puesto en contacto con este tipo de entidades se pueden agrupar en tres categorías:

1. Los que tienen contacto con personas que conocieron mientras estaban vivas (aproximadamente 80% de los casos registrados): estas "comunicaciones" son las más fáciles de descartar, aduciendo que las mismas provienen de los deseos de quienes se someten al trance espiritista, o a alguna manifestación de su inconsciente que aún somos incapaces de interpretar, pero que la ciencia del cerebro, en cierto momento del futuro, logrará explicar.

2. Los que acceden a espíritus desconocidos a través de prácticas conocidas (aproximadamente 19% de los casos registrados): los documentos sobre este tipo de contacto son mucho más escasos que los anteriores, aunque bastante más abundantes que los que describiremos a continuación. Los casos de espiritismo en que se logra llamar a una entidad que no fue conocida por ninguno de los participantes en vida de la misma, por lo general atraen "espíritus malignos", que según lo descripto vagan por el meta-mundo esperando la oportunidad de "ingresar" al mundo físico a través de este tipo de prácticas. A partir de los casos en que se especifica, se puede concluir que estos "espíritus malignos" son seres humanos muertos que "no pueden acceder al Mundo Superior", aunque no es claro por qué no pueden hacerlo. Al ingresar al mundo físico, lo habitual es que acosen a quienes los invocaron, y a este fenómeno se lo llama poltergeist.

3. Los que "reciben" la visita de espíritus no convocados (1% de los casos registrados, o menos): en estas rarísimas ocasiones, la entidad se manifiesta espontáneamente, sin que la persona contactada haya practicado ninguna sesión de espiritismo. Cuando esto ocurre, claramente contra la voluntad del receptor, no se limita a una única oportunidad, sino que se suele volverse un hábito para el espíritu "invasor", y si bien los casos registrados son muy pocos, de lo observado puede arriesgarse la hipótesis de que los contactos se acaban sólo si se cumple una determinada condición, por ejemplo, la muerte de una persona o la venta de una propiedad, ligadas de alguna manera al espíritu que se comunica. La forma en que se producen estas apariciones es, generalmente, en los sueños de los receptores,

aunque también hubieron casos en que el espíritu, según lo manifestado en los registros existentes, "se aparece en la forma de fantasma, como un ser etéreo e intangible" que le habla a la persona contactada.

Si bien ninguna de las situaciones descriptas ha sido verificada científicamente, si se hablara de probabilidades sería razonable darle mayor credibilidad a las menos frecuentes, es decir, a la tercera. En los dos casos anteriores podría hablarse de "copias" de casos popularmente conocidos o leyendas, mientras que en el último, al ser extremadamente raras las ocasiones en que se registraron, habría menos posibilidades de "popularización" y fraude.

Manifestaciones de Demonios

Desde tiempos inmemoriales, el hombre se puso en contacto con los dioses y también con sus opuestos, los demonios. La Biblia judía abunda en detalles sobre Dios y los hombres, pero no dice prácticamente nada respecto del Diablo y sus apariciones.

A través de la ficción se nos indujo a pensar que los demonios se comunican con los hombres cuando éstos necesitan algún favor especial, como la vida eterna o el amor de una mujer, y que en esos casos, se realiza un pacto con la sangre de la víctima, quien paga con su alma eterna el favor terrenal solicitado.

Los registros documentales existentes sobre comunicaciones entre seres humanos y demonios muestran un panorama completamente distinto. En ellos, los demonios jamás acuden a una llamada de este mundo, muy por el contrario, siempre se manifiestan de acuerdo a su propia voluntad. Por otro lado, no se ha verificado ningún caso en que estén dispuestos a realizar favores, ni siquiera a cambio del alma del suplicante. Tampoco son claros los motivos de la intromisión de los acólitos de Satanás en nuestro mundo, ya que las comunicaciones son por lo general extremadamente crípticas y, en consecuencia, indescifrables.

Lo que puede afirmarse con relativa certeza es que los "mensajes satánicos" se registran con sospechosa frecuencia antes de acontecimientos catastróficos en la Historia de la humanidad. Existen informes sobre el aumento de los casos de aparente "comunicación demoniaca" antes de la Guerra de los Cien Años, de la gran Peste europea, e incluso de la Sagrada Inquisición española, un evento supuestamente concordante con la legislación divina. En los últimos tiempos, los casos, o al menos la documentación de los mismos, se

volvió más exigua, y durante el siglo XX sólo se registró un leve aumento en la denuncia de intervenciones demoniacas antes de la Primera Guerra Mundial. Antes de la Segunda, sin embargo, no se han podido hallar suficientes noticias de mensajes de este tipo de criaturas como para concluir que efectivamente se haya producido un incremento importante.

* * * * * * *

Una vez terminada la somera investigación en el generoso océano del ciberespacio, Bruno y Felipe quedaron, si cabe, más preocupados y perturbados que antes. El hecho de que existiera la posibilidad de una amenaza de magnitud catastrófica no era una circunstancia de la que se tuviera noticia diariamente. Por supuesto, todo estaba basado en las palabras de una adivina de poca monta, que había afirmado que un demonio se había inmiscuido en el ritual que los tres amigos habían practicado en el cementerio aquella noche. Además, había que tener en cuenta que no siempre se puede confiar en el contenido de la red global, incluso si se habla en particular de WikiWorld.

Así y todo, Bruno y Felipe quedaron, como se dijo, profundamente perturbados, y el mayor motivo de esa preocupación radicaba en el hecho de que no tenían idea de qué catástrofe podía estar al acecho. En el panorama mundial, no se hablaba de guerra ni de invasiones en el corto plazo. Las enfermedades se encontraban relativamente bajo control; claro que siempre podía aparecer un virus hasta el momento desconocido, como el HIV de los años ochenta. Pero, ¿sería algo como eso? ¿O el mundo debería enfrentarse a algún acontecimiento hasta el momento desconocido? ¿O, haciendo caso omiso a todas las señales que habían recibido hasta el momento, no había nada de que preocuparse?

De todas las opciones, los dos sabían que la última era, lejos, la menos probable.

Capítulo 18.

Otro sueño, como era de esperarse. Esta vez, al dormirme sólo sentí como si pasara de una habitación a otra. Como si abriera una puerta y del otro lado estuviera esperándome él, a quien, esta vez, yo también esperaba encontrar. Lo que quiero decir es que la sensación no fue la de estar soñando, y lo más extraño de todo fue que, si bien sabía que me estaba durmiendo, porque estaba en la cama, era de noche y mi conciencia se iba diluyendo de a poco, en un momento fue como si me sacudieran de una somnolencia, como cuando uno está en el cine, viendo una película aburrida

y empezando a cabecear, y la novia se da cuenta, lo sacude y uno vuelve a la realidad (en mi caso hubiera sucedido exactamente al revés, pero se entiende, ¿no?).

Claro, nadie me estaba sacudiendo esta vez; sólo me llegó el sobresalto, y de repente ya no estaba en la cama ni en mi casa, sino en el cementerio. Lo único que no había cambiado era la noche, y la sensación de no estar soñando ni dormido.

Leopoldo Fuentes, esta vez, no se acercó: me esperaba de pie a un costado de su sepulcro. Era como si supiera que yo lo necesitaba, que me moría por saber qué estaba pasando, y que creía que él iba a poder echar luz sobre todo este embrollo.

- Caballero- me dijo-. Creo que nuestra conversación fue interrumpida de manera abrupta e inesperada.

¿Notaba un esbozo de reproche en la forma en que lo dijo?

- Es que en el mundo real, suenan alarmas, existen horarios y uno tiene que despertarse, le guste o no.

- Por supuesto. Leopoldo Fuentes, alguna vez, también tuvo la suerte de estar vivo.

- ¿Alguna vez? Parece como si hablara de algo que ocurrió siglos atrás. Usted murió hace menos de un año, ¿o me equivoco?

- No soy yo el que murió, mi estimado Bruno Ledesma. Recuerde que soy solamente un sueño. Pero sé a lo que se refiere. El Leopoldo Fuentes que pisó el mundo en que usted vive murió hace poco, pero aquí el tiempo no transcurre de la misma manera. Aquí en su sueño, Bruno, la noche es eterna y nunca se sabe cuánto va a durar cada instante.

- Que mal que suena eso. Pareciera como que culpa mía usted está viviendo en el Infierno.

- Otra vez se equivoca, estimado amigo. Yo no estoy viviendo nada, la vida es cosa de su mundo. Piense en mí como en una imagen: la imagen del Leopoldo Fuentes que, en su mundo, está muerto. Yo me veo como él, pero no soy él. Soy su espectro, la idea de él que usted tiene.

- Justamente sobre eso quería hablar, ya que menciona el asunto. Nuestra conversación pendiente. ¿Por qué yo voy a tener una idea de Leopoldo Fuentes, si jamás lo vi en mi vida y no tiene absolutamente nada que ver conmigo? ¿Por qué, como me dijo esa vez, tiene que comunicarme "la más importante de las novedades"? ¿Por qué a mí en particular?

- Sentémonos sobre mi tumba. Esta charla no va a ser corta. Y esta vez, espero que ningún artefacto de su mundo nos interrumpa.

- Mañana es sábado, no se preocupe- dije mientras me sentaba sobre la pila de tierra removida-. No espero que me despierte ninguna alarma.

- Muy bien- continuó Leopoldo Fuentes mientras se sentaba cerca de mí-. Como le decía, yo no estaría apareciendo tan frecuentemente en sus sueños si no fuera porque se aproxima un acontecimiento sumamente importante.

"Usted fue elegido, Bruno. No es casualidad que así haya sido: yo existo en su sueño, y únicamente en él. Nadie más sueña con el muerto Leopoldo Fuentes. Y soy yo, mi querido amigo, quien tuvo acceso a la información que con urgencia necesito comunicarle.

"En el mundo de los vivos, existe una leyenda que habla sobre el Libro de los Muertos. Se dice que el Primer Muerto era su portador, que había sido enterrado con él, y que en el Libro se describían cosas como las que están

ocurriendo ahora: esta conversación, todas las que pasaron antes y todas las que tendremos en el futuro, están escitas en él. El Libro pasó por varias manos, y desafortunadamente los vivos trataron de usarlo para su beneficio, sin entender que las cosas de los muertos no son para ellos. Finalmente llegó a mis manos, y me prometí no leerlo jamás, porque sabía lo que me podía suceder si lo hacía. En la última voluntad de Leopoldo Fuentes se estipulaba que el Libro debía ser enterrado junto con él, y gracias al cielo los familiares fueron respetuosos y así lo hicieron.

"Cuando desperté en este mundo, estaba junto a mí, a salvo al menos hasta que alguien profane la tumba de Leopoldo Fuentes.

"El Libro comienza con una historia espeluznante, y no tengo opción más que creer que es cierta, porque todo lo que el Libro predijo, hasta el momento, se ha cumplido. ¿Por qué no habría de ser cierto todo lo que sucedió antes de que Leopoldo Fuentes muriera?

"La historia es la siguiente:

"¿Se da cuenta, mi amigo, a lo que me refiero? Si esta historia es verdadera, y nada me hace pensar que no lo sea, debemos temer por el Fin del Mundo. Y no crea que me preocupa el mundo de los vivos, no soy tan altruista como para querer salvar un mundo que no me pertenece. Si todo esto es cierto, todos los mundos desaparecerán, incluyendo a éste en el que yo existo. Eso sí me preocupa sobremanera, porque yo, tanto como usted o cualquiera, estoy atado a la existencia y mi instinto me obliga a sobrevivir. Por otro lado, en su caso, salvar al mundo de un final prematuro va a beneficiarlo personalmente, no sólo porque usted no perecerá, sino porque será reconocido como el Salvador y, quién sabe, tal vez hasta lo deifiquen o santifiquen.

- Todo esto es una locura absurda- dije finalmente, cuando Leopoldo Fuentes paró de hablar por un momento-. De repente, ¿el futuro del

mundo depende de mí? ¿El mundo está lleno de criaturas gigantescas y malvadas? ¿A quién puede ocurrírsele semejante barbaridad?

- No sea tan escéptico, estimado Bruno Ledesma. Quizás pueda convencerlo mostrándole el libro.

E, inesperadamente, el muerto se lanzó de cabeza sobre la tierra removida, comenzó a escarbar y se metió en el agujero. En la oscuridad de la noche, era como si la tierra estuviera hirviendo. Después de un rato, volvió a emerger con un libro enorme en sus manos. Me di cuenta al instante, sólo por verlo, que todo lo que allí se decía tenía que ser cierto. Leopoldo Fuentes, al ver mi expresión, me pregunto sólo por preguntar:

- ¿Quiere hojearlo?-, sabiendo que no iba a ser necesario.

- No, le creo.

- El Libro causa esa impresión. Es la Verdad desde cualquier ángulo que se lo mire.

Aunque le había dicho que no era necesario, Leopoldo Fuentes abrió el libro y me mostró algunas páginas, más precisamente las que relataban la historia de los monstruos interestelares, que ahora se habían transformado en una parte de la tierra que estaba pisando. Había hasta ilustraciones, dibujos detalladísimos e iluminados con pintura de colores vivos y oro, como las obras sagradas de la Edad Media. Si algo faltaba para que me convenciera de que los monstruos realmente existían, era ver esos dibujos: ahí parecían vivos, eternos e inconmensurables. Me pregunté si no sería alguno de esos seres el que se metió en la sesión de Ouija, del que la hechicera había dicho: es un demonio. Después se lo pregunté a Leopoldo Fuentes, quien me respondió:

- Es posible. Ellos seguramente saben cuál es su misión, y claramente están intentando lograr que no se cumpla.

- Puede que ellos la sepan; el que no sabe cuál es esa misión que me corresponde soy yo.

- ¿No está claro todavía, después de todo lo que le he contado? Su misión es hacer que el mundo no se acabe.

- Sí, por supuesto, pero lo que no sé es cómo. Y de hecho, todavía dudo muchísimo de que yo, ¡yo!, que no soy nadie, pueda… por Dios, no puedo siquiera imaginármelo.

- Y sin embargo, se dice que las mayores hazañas corresponden a quienes menos las esperan, y provienen de quienes el mundo menos lo espera. Usted puede creer que no vale nada, los demás pueden creer que usted no vale nada, y sin embargo es usted, y nadie más, quien puede evitar la catástrofe.

- Sigo sin poder concebir la forma en que eso puede ocurrir.

- Espero que nos quede tiempo, porque voy a explicárselo.

"Como le decía antes, no es casualidad que yo exista en su sueño. El momento en que Nanuk y su séquito despierten está cerca, pero más cerca aún existe otro acontecimiento que puede ser la clave de la salvación de su mundo y del mío.

"No me pregunte por qué, porque no sabría cómo responderle, pero lo cierto es que su mundo y éste se están acercando. Es por eso que mis apariciones en sus sueños son cada vez más frecuentes: simplemente porque nos encontramos más y más próximos. Llegará un momento, muy pronto, en que los dos mundos entren en contacto. Imagínese dos galaxias, que cuando se encuentran no se destruyen sino que se unen para formar una

sola, más grande: cuando los mundos chocan pasa lo mismo, se mezclan y coexisten. Claro que ese cruce y la posibilidad de esa unión duran sólo un instante: después, cada uno sigue su camino, y de a poco se van alejando, hasta que, a la larga, ya no se percibe más relación entre uno y el otro.

"La clave de todo este asunto, mi querido amigo Bruno Ledesma, radica en lo siguiente: en ese instante, en ese único momento en que su realidad y la mía coexistan, puede abrirse una puerta que haga que ambos mundos continúen existiendo como uno solo, que se fundan definitivamente. Y sólo de esa manera se puede lograr la salvación de ambos.

"Verá. Si ocurre lo peor, si todos los muertos del mundo continúan enterrados, dándole de comer a las bestias subterráneas; si se sigue removiendo la tierra para enterrar más muertos, en definitiva, si nada cambia, el resultado será el que narra la leyenda, que por otro lado es inevitable, porque está escrito en el Libro de los Muertos.

"En cambio, si se abriera la puerta que permite unir estos dos mundos, el suyo y el mío, el devenir podría ser muy diferente. Mire a su alrededor lo que está sucediendo, todos los muertos fuera de sus tumbas y moviéndose a voluntad por el mundo. ¿Qué cree usted que eso significa? Que esos licores pútridos de que habla el Libro no alimentan a los monstruos mientras estamos afuera. Durante cada noche, que en definitiva es sólo una en este mundo sin tiempo, los privamos de su alimento.

"¿Puede imaginar lo que pasaría si, en lugar de dejar de nutrirlos sólo en este mundo, lo hiciéramos también en el otro? Porque, aunque aquí se hiciera lo mejor que se pudiera, si allá no nos acompañan, el esfuerzo no serviría de nada. Ellos seguirían acumulando energía de sobra, y finalmente resurgirían. Es necesario que el trabajo sea compartido.

"Usted se preguntará de qué forma sería posible sacar a todos los muertos de sus tumbas, ya que en su mundo, ellos no resucitan por las noches, ¿no es cierto? Ahí es justamente donde se vuelve trascendental la superposición de nuestros mundos. Porque en ese caso sí sería posible, y de hecho inevitable, que los muertos se levantaran y deambularan por las noches. Entonces, el primer paso estaría dado: todos estarían afuera.

"Después de ese primer paso, algo habrá que hacer con los muertos para evitar que volvamos a la tierra. Sólo de esa forma dejaremos de alimentar de una vez por todas a la maldita progenie, y volverán a encontrarse aprisionados en su letargo.

"Y más aún, es necesario que después de haber ejecutado lo que sea que deba ejecutarse, la Humanidad no entierre más muertos en la tierra, porque si así fuera, todo volvería a empezar. Debe encontrarse otra solución.

"Sé que no se trata de un encargo sencillo, Bruno. Pero no hay alternativa, usted ha sido elegido y es el único que puede lograrlo.

- Sigo sin entender por qué fui elegido. ¿Quién me eligió, además? ¿Dios?

- No me ha sido dado contestar preguntas sin respuesta. No sé, ni creo que nadie sepa, quién lo eligió a usted. Sólo me atrevo a arriesgar una hipótesis sobre el motivo de la elección. Usted es músico, mi amigo Bruno, y la clave para abrir la puerta es una melodía, que debe ser ejecutada en el lugar indicado y en el momento preciso.

"Y casualmente, yo soy quien puede decirle cuál es el tiempo y el lugar, y quien puede indicarle cómo acceder a esa melodía.

Capítulo 19.

Bruno no quería seguir llevando esa carga solo. Sentía que el asunto se había vuelto demasiado sobrenatural: por momentos le costaba creer que lo que había soñado la última noche pudiera ser cierto. Pensaba: fue un sueño. Los sueños, como decía Calderón de la Barca, sueños son.

Claro que eso lo pensaba sólo un instante. Al siguiente, el miedo volvía a abrumarlo, cerraba los ojos y volvía a ver los monstruos que el muerto, el sueño o lo que fuera, le había mostrado en ese libro, ese que no permitía que uno no le creyera. Cuando pensaba en ese libro, Bruno dejaba de pensar en que había estado en otro mundo, en el mundo creado por su cabeza. El Libro parecía pertenecer a los dos, y no como si hubiera dos versiones. El Libro era uno solo, el mismo acá y allá. Al pensar en su existencia innegable -y esto, para Bruno, era cierto incluso cuando nunca lo hubiera visto en su realidad-, creía de verdad en la posibilidad de que los dos mundos pudieran unirse, en que pudieran llegar a ser uno solo, por fantástico, increíble, inconcebible y ridículo que pudiese parecer.

Después volvían a primar la razón, las leyes del mundo y la sensatez, y Bruno volvía a sentir la absoluta sensación de irrealidad de los sueños que había tenido, particularmente el último. El problema era que podía creer que todo era una fantasía, que el planeta estaba hecho de fuego y tierra y nada más, y que todo se iba a acabar; que el Apocalipsis llegaría, sí, pero dentro de muchísimos siglos, en el Fin de los Tiempos, después incluso de que el apellido Ledesma, de que todos los apellidos, desaparecieran de la faz de la Tierra. No ahora, en un par de... ¿de días, de meses? Ni siquiera sabía cuál podía llegar a ser la magnitud del problema, ni cuánto tiempo le quedaba, si es que realmente tenía que hacer eso que la sombra de Leopoldo Fuentes, que en paz descanse, pobre hombre, le había sugerido que hiciera.

Bruno no quería seguir solo. Sentía una necesidad imperiosa de pasarle parte del peso a Felipe y a Benjamín. A ellos, entre todos, porque eran quienes conocían algo de la historia, e incluso habían sido parte de la misma. Pero no sólo por eso: durante las visitas al cementerio, en aquella sesión de espiritismo con el tablero de Ouija, y después, cuando hablaron sobre el tema, tratando de buscar explicaciones, Bruno había comenzado a percibir, cada vez con mayor intensidad, que los tres formaban parte de algo más grande que ellos mismos. En el caso de Felipe, no había grandes sorpresas, él tenía un carácter peculiar y las cosas raras como ésta lo atraían mucho más que a Bruno; hubiera sido incluso más comprensible que el elegido hubiera sido él, y no Bruno, que de místico y espiritual, hasta que comenzó a transitar este episodio de su vida, no tenía nada, y más aún, el tema no le había interesado en absoluto, hasta ahora. Para Benjamín el proceso había sido mucho más complicado, y lo era todavía; igual que Bruno, a él nunca le habían llamado la atención

cosas como ésta, pero de alguna manera había sido arrastrado dentro, y ahora, era claro, se daba cuenta de que no iba a poder salir.

Por todo esto, Bruno sabía que no estaba solo. Por supuesto, él sería el protagonista, aparentemente tenía que serlo, pero iba a caminar hacia ese terreno incierto con dos escoltas. Si hubiera tenido que elegir compañeros para una tarea como ésta, ¿habrían sido ellos? Posiblemente no, o al menos no los dos. Pero no había nadie más, a esta altura no había más opciones, y por otro lado, podían o no ser los más indicados, pero lo cierto era que le gustaba tenerlos cerca. Eran sus mejores amigos, después de todo, y su corazón estaba con ellos más que con nadie. Incluso más que con su familia, y que con Sofía, por supuesto.

* * * * * * *

Cuando, después de la noche del último sueño, volvieron a reunirse, el acuerdo surgió casi de inmediato.

-Más vale que estamos juntos en esto, Bruno- dijo, sorprendentemente, Benjamín, quizás sin saber muy bien en lo que se estaba metiendo.

-Estamos juntos, sí- dijo, más previsiblemente, Felipe. Y, casi como si eso no fuera lo realmente importante, continuó:- pero todavía no sabemos casi nada, ¿no les parece? Claro, si suponemos que todo lo que te dijeron en tu sueño es cierto, y tiendo a creer que sí porque el otro día en el cementerio lo que vivimos fue, en mi opinión, muy convincente, y está en la misma línea que esto último que soñaste vos, Bruno; digo, sabemos que existe una amenaza grave, no digamos de que el mundo se acabe porque suena a demasiado, ¿no?, pero estamos frente a una amenaza, punto. Pero, ¿qué hacemos? ¿Cuándo, dónde? Y esa melodía, ¿cuál es? No tenemos idea de nada. Y peor aún: supongamos que hacemos todo eso, que "unimos los mundos", éste y el de los sueños de Bruno. ¿Qué pasa después? ¿Cómo hacemos para que los muertos se queden fuera de la tierra? ¿Cómo hacemos para que no se entierren más cadáveres?

-¿Me estás preguntando a mí?- dijo Bruno, porque cuando terminó de hablar, Felipe se lo quedó mirando.- Porque si me preguntás a mí, no tengo la más puta idea. Creí que el de las respuestas místicas eras vos, Felipe.

-Alabado sea el Señor- remató Benjamín.

-Creo que deberíamos comunicarnos de nuevo con tu muerto, Bruno- siguió Felipe, que no le había sacado los ojos de encima, incluso mientas hablaba Benjamín.- Los tres juntos, como esa vez en el cementerio. Si quieren, lo hacemos acá.

-¿Qué, no era que el espíritu se te puede quedar en la casa?- preguntó Benjamín.

-La verdad, Benjamín, viendo cómo viene la mano, que el espíritu de Leopoldo Fuentes me acose por las noches es lo que menos me importa. Además, me parece que en los

próximos días, va a estar muy ocupado acosándolo a éste- dijo Felipe, cabeceando hacia el lado donde Bruno estaba sentado.

-Sí, muy gracioso, pelotudo. Ojalá que se te meta ese otro demonio o lo que mierda sea y no te deje dormir más.

-Callate, nabo- agregó Benjamín-, que se va a arrepentir y vamos a tener que terminar haciéndolo de nuevo en el cementerio.

-No te preocupes, lo hacemos acá. ¿Les parece mañana a la noche? Mis viejos no van a estar.

* * * * * * *

Como la vez anterior, Bruno llevó el tablero de Ouija para poder establecer el contacto. Felipe los esperaba con la casa en silencio, apenas iluminada con unas velas que había ubicado en la mesita ratona de la sala de estar, donde, sentados en el piso, aparentemente convocarían al espíritu, o al sueño, Leopoldo Fuentes. Este Felipe es un aparato, pensó Bruno con una sonrisa paternal. Le gustaba que fuera de esa manera, no sólo porque se mostraba tal y como era en realidad, sin temor al ridículo, a que se rieran de él… sino también porque, Bruno lo había entendido perfectamente, sin el Felipe que se mostraba tan interesado en todas las cuestiones oscuras que ahora los ocupaban, de ninguna manera podrían ser capaces de enfrentar lo que se avecinaba, fuera lo que fuese. Era cierto, como lo había dejado bien claro Leopoldo Fuentes, que de Bruno dependía "la salvación de la Humanidad" –ya Bruno no se reía cuando pensaba en lo absurdo y ridículamente megalomaníaco que sonaba-; pero sin Felipe, y sólo Dios sabía por qué Bruno estaba tan seguro de esto; sin Felipe el mundo también estaría condenado.

¿Y Benjamín? ¿Por qué era parte de todo esto, junto con ellos dos? Se dice que el tres es el número místico, que todo lo importante se manifiesta de a tres:

Padre, Hijo y Espíritu Santo

Fe, Esperanza y Caridad

Brahma, Visnú y Shiva

Osiris, Isis y Horus

El triple cuerpo del Buda

Júpiter, Juno y Minerva

Paraíso, Tierra e Infierno

Sol, Luna y Tierra

Padre, Madre e Hijo

Saber, Acción y Devoción

Tesis, Antítesis y Síntesis

Pasado, Presente y Futuro

Yo, Tú y El

Yo, Superyó y Ello

Los Tres Mosqueteros

Introducción, Nudo y Desenlace

… y finalmente, por lo visto: Bruno, Felipe y Benjamín. Aparentemente, porque Bruno no tenía idea de qué rol tendría que jugar Benjamín en todo esto. Sabía, eso sí, que tenían que ser los tres, y ahí se dio cuenta de que al menos había una razón por la que era necesario que Benjamín estuviera en el grupo: sin alguno de los dos, Bruno no tendría la fuerza, el coraje para enfrentar lo que hubiera que enfrentar. No se trataba de una idea, de un concepto: era simplemente algo que Bruno sentía. Claro, después pasaba a ser un pensamiento y Bruno lo justificaba así: si no estuviéramos los tres, si fuéramos solamente dos, en los momentos de duda nos miraríamos a la cara y no sabríamos qué hacer, nos enredaríamos en el temor del otro y quedaríamos paralizados. En cambio, el tercero, que estaría afuera de ese intercambio de miradas y de miedos podría sacudirnos a los dos y decirnos "¡Vamos, hay que seguir!" y nos despertaríamos, nos desenredaríamos y seguiríamos. Y por "seguir", Bruno se imaginaba una caverna subterránea iluminada apenas por la fosforescencia de las paredes, y ellos tres caminando con antorchas en las manos por un sendero flanqueado, de un lado, por un enorme muro de piedra, y del otro por un siniestro precipicio.

-¿Empezamos?- preguntó Felipe cuando vio que cada uno se hallaba demasiado sumido en sus propios pensamientos. Quién sabe en qué estaría pensando Benjamín, pero miraba al infinito con extrema preocupación.

Un claro ejemplo, pensó Bruno. Ahí está Benjamín tildado, y Felipe lo sacudió y lo sacó.

- Efectivamente, así es como vamos a funcionar- dijo, sin darse cuenta de que estaba hablando en voz alta y a nadie en particular.

-¿Qué?- dijeron los otros dos casi al unísono.

- Nada; dale, empecemos.

Se ubicaron alrededor de la mesita, sentados con las piernas cruzadas y con los ojos puestos en el precariamente iluminado tablero. Causaba cierta inquietud ver cómo las figuras dibujadas en él se agitaban entre la luz y la sombra provocada por el resplandor de las velas, las pequeñas llamas agitadas sólo por la respiración de los tres amigos. El resto era absoluto silencio y quietud; el mundo había desaparecido alrededor de ellos.

Pasó un minuto, y no pasó nada.

Benjamín lo miró de reojo a Felipe, que seguía tan concentrado que ni siquiera se dio cuenta.

Otro minuto y nada. Entonces Felipe preguntó, mirando al techo o al cielo:

- ¿Hay algún espíritu esta noche con nosotros?- y volvió a su postura anterior.

Nada. Un poco molesto, Benjamín volvió a intervenir:

- Che, me parece que estamos haciendo algo mal. No pasa nada.

Pasó un minuto más antes de que Felipe abriera la boca. Pero no para contestarle. Dijo, mirando una vez más a quién sabe qué, arriba de ellos:

- No.

Los otros dos lo miraron. Y otra vez:

- No.

Paralizado, con los ojos fijos mirando a nada y los labios temblando de forma apenas perceptible, Felipe parecía poseído. La sospecha se terminó de confirmar como una perturbadora realidad cuando comenzó a negar con la cabeza, cerrando los ojos y prácticamente gritando:

-¡No no no no no no no…!

Benjamín reaccionó más rápido que Bruno, se levantó y sacudió a Felipe intentando hacer que reaccionara.

-¡Despertate Felipe, volvé!

Con un gesto de extrema inquietud, el ceño fruncido y aún con los ojos cerrados, Felipe parecía estar regresando de su trance. Le caían gotas de sudor desde las sienes, atravesando las mejillas.

- Leopoldo- dijo.- Leopoldo Fuentes.

Benjamín dejó de sacudirlo, y entonces Felipe abrió los ojos, y la expresión era de lucidez y de reconocimiento. La misma expresión del estudiante que, faltando diez minutos para el final del examen, descubre sin saber por qué la respuesta correcta al problema más difícil.

Mirándolo a Benjamín, dijo:

- Así que usted es el famoso Leopoldo Fuentes.

-¿Estás loco? ¡Soy yo, Benjamín, tarado!

Pero Felipe no contestó, sino que volvió a cerrar los ojos y pareció sumirse en un sueño profundo y tranquilo. Con cuidado, entre Benjamín y Bruno lo tendieron arriba del sillón de la sala y se quedaron mirándolo en silencio.

Ya había sido suficiente, pensó Bruno. Basta de Ouija, espíritus, muertos, basta de involucrar a sus amigos en sus problemas, basta de arriesgar la cordura de ellos y la suya. ¿Qué estaban haciendo, por el amor de Dios? ¿Y qué pasaría ahora, si Felipe no podía recuperarse de lo que fuera que le estaba pasando? ¿Cómo era posible que hubiera confundido a Benjamín con Leopoldo Fuentes, el muerto de su sueño? ¿Y cómo podía saber siquiera cómo era Leopoldo Fuentes?

Mientras se debatía y se maldecía por todo lo que sus sueños estaban causando, pensando además en qué iban a decirle a los padres cuando llegaran, Felipe abrió los ojos, y

parecía como si hubiera dormido el sueño más plácido que pudiera dormirse en la vida. Con una sonrisa, dijo:

- Lo estamos haciendo mal, muchachos. No necesitamos letras ni números. Para que Leopoldo Fuentes pueda transmitirnos la melodía, tenemos que armar una Ouija con notas musicales.

Entre aliviado por el regreso de su amigo y confundido por el mensaje que traía, Bruno se relajó y dirigió su atención a la mesita ratona y al tablero sobre ella, dispuesto a guardarlo para siempre.

Recordaba perfectamente haber posicionado la planchuela en el centro del tablero, debajo de las letras
T y U y justo encima del número 6. Pero ahora estaba, perfectamente ubicada, encima de la palabra NO.

Capítulo 20.

La noche siguiente no soñé con Leopoldo Fuentes, lo cual no me pareció tan extraño después de lo que había pasado en la casa de Felipe. Si Leopoldo Fuentes había aprendido a comunicarse con él, ¿qué sentido tenía que lo siguiera haciendo conmigo? Felipe era mucho más perceptivo, más apto para las rarezas espirituales que yo. En todo caso, si de todos modos yo tenía que ser "el protagonista", no había nada malo en que Felipe fuera el mensajero, como en la fábula de Aarón y Moisés.

Sin embargo, algo no cerraba del todo… Si Leopoldo Fuentes era sólo una imagen en mi sueño, ¿por qué, de repente, había "saltado" de mi cabeza a la de Felipe? Y más extraño aún, ¿por qué se había manifestado de esa manera? Según el relato de Felipe, cuando nosotros creíamos que le estaba hablando a Benjamín, lo que él veía era la imagen del muerto. También nos dijo que de pronto no hubo más luz, y era como si en lugar de en su casa, se hubiera encontrado en un descampado, bajo una noche sin luna. Fue entonces cuando Leopoldo Fuentes le habló, si bien brevemente, y le dijo que me hiciera saber que la próxima vez, tendríamos que usar una copa y notas musicales en lugar de la Ouija.

Todo el día siguiente me dediqué a pensar cómo podía hacer para crear el "alfabeto musical" que nos estaba solicitando el espíritu errante. En primer lugar, teníamos las notas, de do a si incluyendo bemoles o sostenidos. Claro que los puristas dirán que no es lo mismo un Do Sostenido que un Re bemol, que la tonalidad y qué se yo, pero decidí que para el caso, sería lo mismo; una vez que tuviera la melodía, ya sabría yo en qué tonalidad estaría, y entonces corregiría bemoles y sostenidos de ser necesario. Siempre y cuando, por supuesto, la melodía estuviera realmente en alguna tonalidad, y a juzgar por el origen de la misma, eso habría sido bastante extraño. Es decir, no esperaba que Leopoldo Fuentes nos transmitiera algo que fuera agradable al oído, precisamente.

Lo segundo y no menos importante, era el ritmo. Iba a ser necesario que se me transmitiera el tipo de compás, y para ello diseñé tarjetas con los más comunes: 2/4, 3/4 y 4/4. Si el ritmo era otro, íbamos a tener problemas, pero por otro lado, no podía hacer trescientas tarjetas…

Y por último, y lo que por muy poco no superó mi habilidad de entrelazar música con espiritismo, estaba la duración de las notas. Redonda, blanca, negra, corchea, semicorchea, fusa y semifusa, y cada una con su variedad con puntillo o doble puntillo. ¡Y los tresillos! ¿Cómo iba a ser posible que armara semejante enciclopedia para un simple juego de la copa?

Después de devanarme los sesos por varias horas, encontré la solución que creí más práctica: no quedaría más alternativa que trabajar con un orden, que esperaba que el muerto interpretase correctamente: dibujar por separado las notas -ignorando las menos comunes fusa y semifusa-, los compases, las alteraciones y las duraciones. Lo que Leopoldo Fuentes tendría

que hacer, si se daba cuenta del formato, sería indicarnos primero el compás, luego la nota, luego la alteración y por último la duración y, si fuera necesario, el o los puntillos. Incluso hice una tarjeta especial para el tresillo, aunque no así para el seisillo, mucho menos común.

En definitiva, cuando puse las tarjetas sobre la mesa, quedó esto:



Claro que sería mucho más sencillo si pudiera comunicarme con el muerto para explicarle el método, pensé, y por primera vez desde que toda la historia hubo comenzado, sentí muchas ganas de soñar con Leopoldo Fuentes y su cementerio.

Sin embargo, el destino me estaba siendo adverso: los sueños se resistían a venir. La verdad es que yo tampoco ayudaba mucho: me estaba costando muchísimo dormirme, y si lo hacía, me despertaba súbitamente a cada rato. La impresión que estos sobresaltos me producían era la de un alfiler que pincha un globo que se está inflando: yo comenzaba a dormirme, quizás también a soñar, y de repente, ¡paf!, algo me despertaba de repente. Cuando esto se repitió durante varias noches seguidas, me di cuenta de que lo que me estaba pasando no era casualidad. Más aún: justo antes de despertarme de golpe la última vez, creí entrever la figura de Leopoldo Fuentes; fue un instante, pero me pareció entender que estaba hablando y percibir la urgencia en sus ojos hundidos. Esa vez, al despertarme, no estaba seguro de si realmente Leopoldo Fuentes había estado, o intentado estar, en mi sueño, o si su imagen había sido un producto de mi imaginación, o de mi memoria confundida por el sacudón que produce el despertar.

Mi desconcierto, podrán imaginarlo, era enorme. La clave de la explicación de lo que estaba pasando podía estar en ese instante, que ni siquiera pertenece al tiempo, existente entre el sueño y la vigilia. En algún momento, alguien escribió:

"Despertar es un acto extraño y a veces atroz. La noche estuvo poblada por caras, voces y animales que podemos haber creado o recordado. Las

combinaciones de esos seres, sus apariciones inesperadas o sus gritos agónicos suelen asustarnos.

Se dice que los sueños terminan cuando abrimos los ojos y nos encontramos, de repente, con la claridad de la realidad. Me gustaría analizar ese "de repente".

Estudio matemáticas y la idea de continuidad es ya parte de mí, reconozco que es fundamental en el funcionamiento del universo. Por eso y por mi experiencia - que en breve enunciaré- descreo de la opinión expresada en el párrafo anterior.

No pocas veces desperté en medio de una pesadilla. Recuerdo personas acusándome, cayendo sobre mí y escupiendo sangre, que me persiguieron hasta la oscuridad de mi cuarto, hasta que mis pensamientos se organizaron y pude borrarlos. El temor o la vergüenza me acompañaron, no obstante, por varios minutos más; algunas veces no pude eliminar, en todo el día, ese recuerdo amargo de la noche anterior.

No sólo podemos estar dormidos o despiertos; existe un momento, entre el sueño y la luz, en el cual las cosas más temidas pueden ser realidad. Esos segundos donde no sabemos si acabamos de dormir o si estamos, finalmente, en el infierno. Donde no estamos seguros de que nuestras convicciones (religiosas, políticas, amorosas) sirvan para algo.

Esos lapsos de mi vida son los que más me inquietan."

Y realmente, algo de crédito hay que darle. Quién sabe si la imagen de

Leopoldo Fuentes no estaba dentro de ese instante, en la bisagra que une los dos mundos. ¿Y si había quedado atrapado allí, en ese otro mundo sin tiempo –ya que el de mi sueño, según él, tampoco transcurría-, si sólo pudiera existir dentro de ese fragmento inalcanzable, dentro de quién sabe

qué mundo? No, por supuesto: Felipe lo había visto en el cuerpo de Benjamín. Pero Felipe, por otro lado, podría haber imaginado lo que vio, y sin embargo los datos que trajo de esa "alucinación" encajaban muy bien con lo que Leopoldo Fuentes me había adelantado, acerca de la necesidad de usar música para abrir esa "puerta" que permitiría unir los dos mundos y salvar a la Humanidad, Dios me perdone la herejía…

Había llegado a un punto donde todo, absolutamente todo, era incierto. Se me debería transmitir una melodía, aparentemente a través del mecanismo que estábamos diseñando, y con esa melodía, en algún momento y en algún lugar, que todavía no conocía, yo, el Salvador (otra vez la herejía, Dios…) uniría el mundo de mi sueño, el mundo del cementerio donde habitaba, entre otros tantos muertos, Leopoldo Fuentes, con el mundo real, o mejor dicho éste, porque a esta altura quién sabe si es real o no, o cuánto de realidad tiene. Y de alguna manera, el hecho de unir esos dos mundos llevaría a un escenario donde los monstruos que moraban en el interior de nuestro planeta podrían ser detenidos y seguirían allí, sin poder despertarse, quién sabe por cuántas eras más. Lo cierto es que varias generaciones posteriores a la nuestra podrían darse el lujo de existir. En cambio, si la melodía nunca llegaba, o si yo decidía no tocarla, o si la tocaba mal (me abrumó la idea de que había una sola manera de que esto saliera bien, y muchas de que saliera para el culo), los dos mundos, después de tocarse por un instante sin tiempo (¡otra vez esto de los instantes, como el del sueño y la realidad! ¿Sería posible que la subsistencia del tiempo dependiera de instantes tan ajenos a él?) volverían a separarse, y en algún momento, aparentemente pronto, los monstruos, liderados por Nanuk,

emergerían y acabarían con toda la vida sobre la Tierra, y con el planeta mismo, ya que el mundo eran ellos.

Lo peor era que todo esto había surgido de conversaciones con un personaje de un sueño, a quien, para terminar de embarrarla y complicarme la vida, había decidido creerle. Y que ahora no daba señales de vida, o de muerte, que para el caso, en esta instancia, es lo mismo. ¿Realmente estaría atrapado en ese instante? ¿O eran puras ideas mías? Y si no, ¿por qué no podía soñar con él y preguntarle todo lo que necesitaba saber?

Fue entonces cuando me di cuenta. Algo, o alguien estaba pinchándome el sueño. Algo, o alguien me estaba despertando justo en el momento en el que habría de comenzar a soñar. ¡Por supuesto! Leopoldo Fuentes no estaba atrapado en ningún lado, y tampoco había desaparecido del mundo de mis sueños: simplemente, yo no le estaba dando el tiempo suficiente como para permitirle presentarse. El único momento en que había podido entrar, ese instante en que lo vi intentando hablarme desesperado, fue ese último después del cual, una vez más, me desperté.

* * * * * * *

Cuando bajé a desayunar después de la noche donde fugazmente había entrevisto a Leopoldo Fuentes, mi mamá me dijo:

- Tenés mala cara, hijo.

- Sí mamá, no estoy durmiendo bien- le contesté mientras ponía la taza de café con leche en el microondas.

Ella me seguía mirando, sentada en la mesa de la cocina. No había nadie más en casa.

- ¿Se trata de algo en que pueda ayudarte?

Desde detrás de una sonrisa triste, le dije:

- No creo, bah, no sé…- y pensé en que ella también, en su momento, se había interesado muchísimo por las cuestiones ocultas, y en que hasta el día de hoy se reunía con sus amigos a jugar al Magic, Los Mitos de Cthulhu o Cavernas y Dragones. ¿Podría llegar a ser una aliada en nuestra causa?- La verdad, no lo había pensado, pero había una posibilidad de que sí.

Mientras yo pensaba en estas cosas, ella se levantó, me abrazó y me besó en la frente.

- Hijito mío… ¿tuviste algún problema con Sofía, no?

No pude más que largar una carcajada bien sonora.

- No, por Dios, con Sofía no tengo ningún problema.

Mamá abrió la alacena, sacó un paquete de galletitas y mientras lo abría volvió a sentarse.

- ¿Con Joaquín, entonces? ¿Con nosotros?

- No mamá, quedate tranquila que no tengo problemas con nadie.

La miré profundamente y seguí:

- Vas a pensar que estoy loco.

Cuando sonó la campanilla del microondas saqué la taza y fui a sentarme frente a ella. Después de masticar una Lincoln entera –en ese sentido, en casa éramos de la vieja escuela, o quizás nostálgicos: Lincoln, Manón y Rhodesias jamás faltaban de nuestra alacena-, junté aire y empecé:

- ¿Te acordás de la madre de Carlos, la que se murió el otro día?

Capítulo 21.

Estuvieron hablando durante dos horas. La verdad es que casi toda la charla no fue más que un extenso monólogo de Bruno con intervenciones esporádicas de su madre, que al

principio lo miraba un poco incrédula pero que luego, al percibir la cantidad de detalles y la convicción y el miedo con que su hijo le hablaba, comenzó a prestarle más atención y a sintonizar con su historia. Al final, su cara estaba lívida y el paquete de galletitas Lincoln, vacío.

Durante la última parte del relato, Clara –que tal era el nombre de la madre, es bueno que a esta altura ya lo vayamos sabiendo- miraba a Bruno con intensa curiosidad, y mientras masticaba el último bocado con visible entusiasmo, sugirió a su hijo:

-Tenés que ver a otra vidente. Yo conozco una muy buena, de confianza- y continuó, ya con la boca vacía:- Guau, quién hubiera dicho que algún día iba a estar hablando esto con mi hijo. En cualquier otra circunstancia me hubiera avergonzado que supieras que algunas veces coqueteo con el esoterismo.

- Mamá… yo ya lo sabía… ¿cómo creés, si no, que llegué hasta la Ouija que guardás en el armario de tu habitación?

- Es increíble... Todo esto parece una historia de Lovecraft. Voy a ayudarte en todo lo que pueda, hijo.

Clara, como es evidente, tenía un espíritu muy curioso, similar al de Felipe… y Bruno se preguntó por qué sería que había tanta gente con esa característica a su alrededor: Felipe, su madre y su padre, … ¿tendría eso algo que ver con el hecho de que Leopoldo Fuentes lo hubiera buscado a él, entre todos los hombres que pueblan este mundo? ¿Serían esas personas que lo rodeaban como una especie de lente amplificadora, cual lupa que concentra la luz sobre un insecto? Rápidamente decidió descartar esa perturbadora metáfora y se convenció de que no, de que la elección era pura casualidad.

* * * * * * *

Clara acompañó a Bruno a lo de esa mujer que ella conocía, la bruja "de confianza". Creía que, yendo allí con él la primera vez, podría darle seguridad a su "hijito" para que no tuviera miedo...

La señora resultó ser una gitana, de enorme corpulencia, nariz pronunciada y un pañuelo de colores en la cabeza, que no permitía saber con certeza si era pelada o no.

- Qué tal Chola, cómo va la vida.

- Acá andamos, Clarita, acá andamos.

- Te presento a mi hijo Bruno; Bruno, ella es Chola.

- Un gusto – mintió Bruno mientras le tendía la mano. Ella se la agarró y comenzó a explorar las líneas de la palma. Después de un rato de ceño fruncido y ocasionales "Mmm..", "Ajá" y ladeos de cabeza, lo miró a los ojos y le dijo:

- Un gusto para mí también, querido Bruno.

La bruja se dirigía a él con la misma expresión y la misma cadencia que Leopoldo Fuentes. Como Bruno se la quedó mirando fijo, y ella tampoco desviaba la mirada, llegó a percibir su parecido con el muerto. Se atrevió a preguntarle:

- ¿Usted es pariente, por casualidad, de Leopoldo Fuentes?

- No, m’hijo. Yo
soy Leopoldo Fuentes.

- ¿Cómo dice?

Con expresión levemente sorprendida, pero por lo visto acostumbrada a las ocurrencias inesperadas, la adivina contestó:

- No dije nada, pero iba a decirle que no, que soy descendiente de zíngaros.

- Ah, disculpe.

Bruno estaba seguro de haberlo escuchado. Por lo tanto, y recordando lo que le había pasado a Felipe la última vez, se preparó para hablar con el Leopoldo Fuentes que estaba dentro de esa mujer. Aparentemente, el difunto había salido del mundo de los sueños, al darse cuenta de que desde allí, por alguna razón, ya no podía comunicarse con Bruno, y había incursionado en la realidad.

También podía ser que los dos mundos estuvieran ya tan cerca que comenzaran a mezclarse y confundirse. No sería raro, entre tantas rarezas, pensó Bruno todavía mirando a la Chola a la cara, No sería raro que en el cuerpo de esta señora habite también el espíritu de Leopoldo Fuentes.

Una vez en la sala, Bruno volvió a relatar la historia, y como ya estaba un poco cansado de contar tantas veces lo mismo, se centró sólo en lo fundamental. Aparentemente, Clara había prestado atención cuando se la contó a ella, porque cuando veía que Bruno obviaba algún detalle que a ella le había parecido relevante, lo interrumpía y llenaba el hueco.

La gitana los dejó hablar, mirando alternativamente a uno y a la otra con las manos cruzadas sobre la mesa. Al final, con absoluta sinceridad, dijo:

- Nunca había oído nada parecido.

El silencio que se produjo a continuación, con la mujer mirando a los ojos a Bruno y sus manos aún entrelazadas sobre la mesa, en una actitud que parecía decir "esto es todo lo que puedo hacer por ustedes", incomodó a Bruno, quien pensó justamente eso, Esta mujer no puede ayudarme, y pensó en levantarse e irse, y en terminar de resignarse del todo a que lo que fuese que pudiera hacer de ahora en más, lo iba a poder hacer él sólo, o a lo sumo junto a Felipe y Benjamín. Sin embargo, al cabo de un par de minutos, la mujer le dijo a Clara:

-Dejame sola con él.

Sin dudarlo un instante, Clara dijo que sí, y a Bruno que lo esperaba afuera y suerte.

-Bien- dijo la bruja cuando finalmente estuvieron solos y cara a cara.- Acá estamos, una vez más juntos a pesar de las dificultades, mi estimado Bruno Ledesma.

La cara y la voz seguían siendo los de la mujer, pero detrás, el que movía los hilos era Leopoldo Fuentes. Bruno, ya lejos de sorprenderse por detalles como éste, y además habiendo oído que la señora era Leopoldo Fuentes al comienzo de la entrevista, omitió el gesto o las palabras de sorpresa y preguntó directamente:

-¿Qué pasó, Leopoldo Fuentes? ¿Por qué ya no puedo soñar con usted?

-Algo está interfiriendo, Bruno. Creo que son Nanuk y los demás, que de alguna manera presienten que estamos confabulando en su contra. Aparentemente, deben tener algún poder sobre las mentes de los vivos. Recuerde, Bruno, que el ser humano todavía conoce muy poco sobre su propia mente, e incluso menos sobre las formas en que puede ser manipulada.

-Claro; usted, por ejemplo, tiene el poder de manipular mis sueños.

-Veo que todavía no comprende, Bruno. Yo no manipulo sus sueños. Mi mundo, el mundo de todas las imágenes de muertos con que usted sueña, existe realmente, está dentro de su cabeza pero también fuera de ella, y nadie está manipulando nada. Sin embargo, eso va a terminar pronto, espero. Ese mundo y éste ya están muy cerca uno del otro, casi se tocan. Es por eso que, más allá de la interferencia en sus sueños que impide que me comunique con usted desde allí, puedo venir a este mundo y hablarle de todos modos. La barrera es extremadamente delgada, Bruno, y el momento de actuar está mucho más cerca de lo que usted se imagina.

"Como le estaba diciendo, aparentemente Nanuk está vedando mi acceso a sus sueños porque sabe que lo que tengo para comunicarle puede poner en peligro su vuelta a este mundo. Y así es, en efecto. Como ya le comuniqué, es usted, a través de mi conocimiento del Libro de los Muertos, quien puede detener a la estirpe del mal. Usted y nadie más.

"Pero basta ya de palabras inútiles. Sólo un par de cosas me queda por decirle, mi querido Bruno. No debe preocuparse por si yo entiendo o no la forma en que decidió crear el canal de comunicación de la melodía que abre la puerta para la unión de nuestros mundos. Usted y yo somos el principal vínculo entre aquí y allá, y no hay forma de que no nos entendamos. Recuerde que mi mundo se encuentra en su cabeza, así que de alguna manera yo soy parte de la forma en que usted piensa. Por eso, le repito, no se preocupe.

"El otro asunto que debo comunicarle es la circunstancia, el dónde y el cuándo. Usted ya debe imaginarse que el lugar donde deberá ejecutar la melodía es el cementerio, el mismo cementerio que usted ve en sus sueños; el cementerio real que yo habito en esos mismos sueños. Como le decía antes, usted y yo somos el vínculo, la cadena que une a los dos mundos, por lo tanto usted deberá encontrarse tan cerca como pueda de mi cadáver: de esa manera el riesgo de que algo salga mal será el menor posible.

"En cuanto al momento, también debe ser sencillo deducir que se trata de la medianoche, la Hora de las Brujas, el momento en que todos los rituales que tienen que ver

con la muerte se llevan a cabo. En definitiva, mi mundo superpuesto al suyo tendrá, entre otras, la consecuencia obvia: la naturaleza de la muerte va a cambiar radicalmente. Éste será, Bruno, el acontecimiento que los magos oscuros de toda la Historia buscaron siempre, sin conseguir.

"La séptima noche a partir de hoy será el momento del cruce de nuestros mundos. Esa noche encierra la clave de nuestro destino. Será entonces cuando su decisión, Bruno, conduzca a nuestros mundos a la salvación o a la destrucción.

"Prepárese, porque falta poco. Recomiendo a usted y a sus compañeros en esta aventura que no dejen pasar más tiempo, y que vuelvan a intentar la comunicación esta misma noche. Si pudiera le escribiría la melodía ahora mismo, pero no tengo la capacidad de manipular este cuerpo, sólo me es dado presentarme como una imagen superpuesta a él. Nuestros mundos, si bien muy cerca, aún no están unidos.

"Vaya ahora, mi estimado Bruno Ledesma, y como le dije, empiece a prepararse. El momento está por llegar y todos contamos con usted.

Capítulo 22.

Como me había sugerido Leopoldo Fuentes, no dejé pasar ni un momento más. Esa misma noche junté todas las cartas, pasé por la casa de Felipe, donde él y Benjamín me esperaban con la copa y una mesita plegable con superficie de fórmica, y salimos hacia el cementerio. Para no perder detalle y no distraernos del ritual, Benjamín llevó su filmadora: así podríamos participar los tres, sin necesidad de que uno de nosotros tomara notas.

La verdad es que podríamos habernos quedado en lo de Felipe y volver a intentar el procedimiento ahí mismo, pero no teníamos tiempo para correr riesgos. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si la canción fuera extremadamente compleja y me tomara días aprender a tocarla? ¿O si la comunicación fallara, una vez más interferida por esos seres maléficos (en los que, sinceramente, todavía me costaba creer del todo)? No había más tiempo para intentar, probar ni experimentar: a partir de ese momento todo debía ser preciso, sin pérdidas de tiempo de ninguna clase. Nos gustara o

no, teníamos que ir al cementerio, el lugar donde Leopoldo Fuentes se había manifestado por primera vez fuera de mis sueños, a través de la Ouija.

Una vez que hubimos llegado a su sepulcro, con la luna encima nuestro, esta vez dándonos su luz sin mezquindad, desplegamos la mesita, acomodamos las cartas con las notas, compases y alteraciones en un círculo lo más prolijo posible, y colocamos la copa de la abuela de Felipe en el centro. Ni siquiera hizo falta que le pusiéramos los dedos encima para que, ella solita, comenzara a vibrar, como ansiosa por dar a conocer su mensaje. La cámara de Benjamín, firmemente posicionada encima de la lápida, grababa todo.

En medio del silencio abismal que nos rodeaba, los tres nos ubicamos alrededor de la mesita, justo sobre la tumba, y colocamos nuestros índices sobre la base de la copa. Esta vez Felipe no pidió que nos concentráramos ni que cerrásemos los ojos, claramente no era necesaria ninguna de las dos precauciones. La copa comenzó a moverse al instante, y yo pensaba: Por supuesto, Leopoldo Fuentes tampoco quiere perder más tiempo.

A una velocidad que asustaba, sobre todo porque parecía como si la copa fuera a caerse y hacerse añicos en cualquier momento, la melodía fue apareciendo. Primero el compás, después algunas negras, un par de corcheas, un puntillo aquí y allá... Yo iba imaginando la canción, reproduciendo en mi cabeza, y me sorpendió el hecho de que no fuera en absoluto complicada. Es más, hasta me sonaba conocida de alguna manera, aunque estaba seguro de que jamás en mi vida la había escuchado. Era como un recuerdo de infancia, un recuerdo que parecía estar ahí pero que no era real. Quizás formara parte de la herencia genética de cada ser humano: en definitiva, si esta canción existía desde quién sabe cuando en

ese legendario Libro, podía ser obra del mismo Ser que nos creó a nosotros... Y después me pregunté qué hacía yo pensando en semejantes barbaridades metafísicas.

En unos pocos minutos el mensaje había concluido. Me maravilló la simplicidad del momento, y vi en las caras de Felipe y de Benjamín la serenidad de quienes por fin se dieron cuenta de que todo marcha como corresponde.

Para quedarnos del todo tranquilos, le pedí a Benjamín que reprodujera el video. A excepción de la baja calidad de la imagen debida a la escasísima iluminación del lugar, la filmación era aceptable. Al menos se distinguía con claridad cada movimiento y cada punto de destino de la copa dentro del círculo. Con eso sería suficiente.

Éste era el momento en que nuestra aventura verdaderamente comenzaba. Hasta entonces no sabíamos prácticamente nada. En cambio, en poco tiempo cada detalle había quedado claro: qué era menester hacer, dónde y cuándo. No había más que practicar la canción en el violín, lo cual no debería resultarme en absoluto arduo, esperar hasta la undécima noche y tocar. Claro, a partir de allí no tenía ni la más remota idea de qué ocurriría, pero como dicen los viejos, de a un paso por vez se llega a Roma. Estaba seguro de que Leopoldo Fuentes volvería a ayudarme cuando fuera necesario.

A manera de festejo improvisado, Felipe, que parecía el más contento de los tres por la forma en que estaban presentándose los acontecimientos, rompió la copa contra la piedra de mármol que cubría la tumba. En el silencio de la noche pareció como si hubiese estallado una bomba, haciendo añicos todos los vidrios de un edificio a la vez. Quedó rápidamente claro que

Felipe no había previsto semejante escándalo, porque su cara cambió de la misma manera en que el día se transforma en noche, y casi podría decir que, en la oscuridad, pude darme cuenta de cómo se sonrojaba. Sin pensar en nadie y sin mirar atrás, corrió hacia el paredón del fondo del cementerio, trepó a lo bestia -lo cual le produjo heridas en las manos que encontró difíciles de explicar al día siguiente- y desapareció. Atrás, muy de cerca, lo siguió Benjamín, que tampoco lo pensó dos veces, y al grito de "Pelotudo de mierda, estás loco o qué mierda te pasa", que no hacía más que empeorar las cosas, si es que el miedo era a que nos descubrieran por el ruido que estábamos haciendo, prácticamente reprodujo al detalle los movimientos de Felipe, pero él, bastante más habilidoso, no se lastimó.

No puedo entender por qué, pero yo no me quería ir todavía. Al final, después de tantas vueltas, me gustaba estar allí. La tranquilidad, más allá del detalle de hacía un momento, era absoluta. Nadie vino a ver qué eran esos ruidos. La Luna seguía iluminando todo con ese resplandor que hace que las cosas, aunque visibles, sigan estando en medio de la oscuridad. Nada malo podía pasar, porque ¿a qué ser humano en su sano juicio se le ocurriría meterse en el cementerio para disfrutar de la tranquilidad de la noche? Sin embargo, si uno dejaba de lado el hecho de que ahí abajo estaba lleno de muertos, este lugar podía tranquilamente pensarse como un parque enorme que no hacía falta compartir con nadie. Después de plegar la mesita, juntar las cartas y correr con un pie los restos de la copa que Felipe había destrozado, me senté sobre la tumba de Leopoldo Fuentes para disfrutar de esa calma, inaccesible en el mundo de los vivos, por un rato más.

Mientras miraba plácidamente a nada en particular, y sentía cómo el sueño me iba ganando y hacía mis párpados cada vez más pesados, percibí un movimiento a mi derecha. Me puse rápidamente en guardia, me levanté y enfoqué la vista hacia ese lugar.

Me costó creer lo que vi, por eso seguí mirando. Una señora muy mayor, vestida con harapos sucios y, eso sí, un collar que parecía de perlas auténticas, intentaba esconderse sin éxito detrás del tronco de un árbol. En el instante que mantuve la mirada sobre ella, me di cuenta de que los ojos eran demasiado grandes y redondos, como si se estuvieran saliendo de sus órbitas. Incluso con la poca luz que le daba, vi que su piel era gris y verdosa, y la boca casi sin labios dejaba ver los pocos dientes que le quedaban. Le faltaba un zapato. A pesar de su contextura robusta, la cara era extremadamente flaca, lo que usualmente se enunciaría como "piel y huesos", y la verdad, nunca se usó esta expresión de manera más apropiada. La señora, digámoslo de una vez, estaba muerta.

Entonces yo también, como los otros dos cobardes antes que yo, pegué un grito vergonzoso, salí corriendo hacia el paredón y huí despavorido de ese lugar.

Capítulo 23.

Los días que siguieron, a pesar de sus tan optimistas previsiones, no fueron tan sencillos para Bruno. La melodía, o canción, o lo que fuese, que parecía tan simple en el pentagrama que había creado a partir de la filmación de Benjamín, demostró ser extrañamente compleja en la ejecución. Bruno no lograba explicarse por qué, pero una cadencia que hubiera resultado facilísima en cualquier otra composición, dentro del contexto de esta engañosa obra parecía cobrar un significado peculiar, y en consecuencia requerir otra postura interpretativa. Si bien nunca le había pasado nada similar en todos sus años de aprendizaje, también era cierto que gracias a esta nueva complicación estaba descubriendo aspectos de

la música que no conocía hasta ese momento, y quizás jamás hubiera conocido si no hubiese sido por un muerto que se le aparecía en sueños y le pedía que salvara el mundo.

Después de debatirse sobre si sería prudente o no abrir el asunto antes más personas, decidió que podía confiar en que Joaquín no lo tildaría de loco enfermo de la cabeza, y fue a verlo con la partitura. Tal vez él pudiera darle una pista desde toda su experiencia, aunque Bruno dudaba sobre el hecho de que su profesor se hubiera enfrentado alguna vez a un desafío como el suyo. De todas maneras, antes de hablar, le dio la partitura sin ninguna explicación, y esperó a que Joaquín la analizara y le diera su opinión imparcial, sin que el vicio metafísico que la historia oculta entre las notas lo influenciara.

-Creo que no ofrece ninguna dificultad, de hecho es relativamente simple- dijo al cabo Joaquín, y se sentó al piano para ejecutarla.

Los primeros compases transcurrieron sin sobresaltos, incluso improvisó unos acordes para acompañar la sencilla melodía. Pero poco después algo sonó mal, y Joaquín interrumpió la ejecución.

-Creo que me equivoqué en ese acorde- dijo, y volvió a empezar. Una vez más, ahora en un compás incluso anterior, volvió a equivocarse y se detuvo en seco.

- Evidentemente la armonía que usaron no es convencional, y al no estar escrita es difícil descifrarla. Voy a tocar sólo la melodía- dijo, y Bruno pudo notar que se sonrojaba levemente.

Joaquín continuó tocando sólo con la mano derecha, pero incluso así no pudo concluir sin errores. De todas maneras, visiblemente molesto, siguió hasta el final. Lo miró a Bruno muy serio y le preguntó:

-¿De dónde sacaste esta partitura? ¿Del Infierno?

-Y, a decir verdad... más o menos, sí. Me la dio un muerto.

Como ya estaba casi todo dicho, Bruno continuó, una agobiante vez más, hasta terminar con el relato que ya prácticamente se sabía de memoria. Mientras hablaba, se preguntó si serviría de algo perder tanto tiempo contándole esto a tanta gente. Cuando terminó, Joaquín preguntó:

-¿Vos me estás tomando el pelo?

Si algo no esperaba Bruno, era una reacción como ésa. El profesor estaba visiblemente alterado.

-Eh... No, para nada.

-¿De verdad esperás que crea que Leopoldo, justamente Leopoldo, se te apareció para decirte todo eso?

-¿Lo conocés?

-¿Por qué te podría llegar a interesar saberlo? ¿Y por qué se te ocurriría inventar semejante historia?

-¡Pero si yo no inventé nada, Joaquín! No tengo la menor idea de quién fue Leopoldo Fuentes durante su vida, todo lo que sé es lo que te acabo de contar. Creéme, por favor, jamás te haría una joda, ¡y mucho menos con alguien que vos hubieras conocido y que ahora esté muerto!

Joaquín lo miraba mientras hablaba. Reflexionó durante algunos momentos, y al ver que Bruno parecía sincero, se calmó un poco.

-No sé si "importante" es la palabra adecuada, pero tenés razón, no veo por qué serías capaz de una cosa así. Por otro lado, todo esto parece demasiada casualidad.

-Quizás podríamos entender un poco más esta coincidencia si me contaras de dónde lo conocés.

-No es de tu incumbencia, Bruno. Y preferiría que no hablásemos más de este tema, por favor.

-No hay problema Joaquín. Si te parece- dijo Bruno mientras juntaba sus cosas y se levantaba de la silla- dejamos acá, yo me voy a ensayar a otro lado y seguimos la próxima.

-Sí, creo que va a ser lo mejor. Te pido disculpas por el arrebato. No va a volver a ocurrir. Y si fuera posible, también te pediría que te olvidaras de lo que acaba de pasar.

-Voy a hacer lo posible.

* * * * * * *

Joaquín hubiera tenido que ser extremadamente ingenuo o iluso para pensar que Bruno iría a olvidarse tan fácilmente de lo que acababa de presenciar. Mientras tocaba el violín en el banco de la plaza, intentando descifrar de una vez por todas el misterio de la engañosamente simple melodía que Leopoldo Fuentes le había transmitido, y de la que dependía el futuro de la Humanidad completa, Bruno intentó comprender la inquietante reacción del profesor ante su historia, o mejor dicho, ante la mención específica del muerto en cuestión, que si de otro difunto se hubiese tratado, seguramente no habría saltado de esa manera. Esto agregaba un ingrediente completamente nuevo a todo el asunto: ¿quién había sido Leopoldo Fuentes cuando estaba vivo? ¿Por qué Joaquín se había puesto como loco, como Bruno jamás hubiese creído que lo vería, un tipo tan serio y ubicado, ante la mención de su nombre? Pero lo más importante de todo era que Bruno, de alguna manera, presentía que la respuesta a estas preguntas podía cambiar por completo el devenir de los acontecimientos. Hasta ese momento estaba convencido de que la de Leopoldo Fuentes era palabra santa, y estaba dispuesto a cumplir a rajatabla con sus instrucciones. Ahora, eso no le parecía tan seguro. ¿Qué tal, por ejemplo, si Leopoldo Fuentes hubiese sido, en vida, un adorador de demonios, mala persona, asesino y quién sabe cuántas cosas asquerosas más, y si todo este circo no era más que una farsa para hacerle abrir un portal por el cual todos esos monstruos cuya venida al mundo le estaba haciendo creer que podía impedir, pudieran efectivamente entrar y acabar con todo?

Las grandes preguntas eran, entonces, ¿quién había sido Leopoldo Fuentes?, y ¿cuál había sido la relación entre él y Joaquín?

Y el tiempo para averiguar la verdad era extremadamente corto.

Capítulo 24: quedan 5 días.

Ya comuniqué todo en casa, y cuento con mi vieja que me banca y que convenció a mi viejo de que esto es importante. A Sofía simplemente le dije que voy a estar ocupado durante los próximos diez días, no me interesa explicarle algo que de ninguna manera va a comprender. En cuanto al resto, dejé todo, incluso las clases –y, francamente, prefiero no verlo a Joaquín hasta que todo esto termine-, y decidí ocuparme cada mañana de buscar información sobre Leopoldo Fuentes, y por las tardes practicar la canción, aunque a cada momento dudo más sobre si la ejecutaré o no.

Para empezar por algún lado, voy al Registro Civil y pregunto por Leopoldo Fuentes, nacido en 1940 y fallecido hace casi un año.

- ¿Usted es familiar?- me pregunta la empleada pública.

- No, pero le aseguro que se trata de un asunto de vital importancia- le contesto, sin esperar que me crea por más que le digo la verdad.

- ¿Y de qué asunto se trata?- me pregunta por encima de esos anteojos todos manchados de dedos.

- Es confidencial.

- Lo siento joven, no puedo darle información sobre X persona si no me dice para qué la necesita. ¿Y su nombre cuál es?

- No importa, gracias.

- Un momento, jovencito- me dice desde detrás de su escritorio, levantándose de su silla. Pero como toda empleada pública, es

extremadamente lenta, y yo ya me fui antes de que pueda decir otra palabra.

No esperaba sacar nada de allí de todos modos, pero tenía que intentarlo.

Paso el resto de la mañana en el cementerio, sentado en el mismo banco de la primera vez, esperando a ver si alguien se acerca a la tumba de Leopoldo Fuentes para dejarle flores. Al mediodía me levanto y me voy, con la amargura del fracaso resbalándome por todo el cuerpo.

* * * * * * *

Me encierro a practicar en mi cuarto. Estoy muy enojado, ¿por qué se tenía que complicar todo de esta manera? ¿No podía haber seguido entusiasmado con el desafío, solamente preocupado por la inesperada dificultad técnica de la canción que debía ejecutar, pero con la certeza de que finalmente la descifraría y de que la decimoprimera noche después de que Leopoldo Fuentes me hubiera confiado el secreto lo haría magistralmente y lograría que los mundos se unieran? Antes pensaba que todo eso sería difícil; ahora estoy seguro de que, comparado con este nuevo enigma, esta pérdida de seguridad en las palabras de Leopoldo Fuentes y la absoluta incertidumbre de si lo que tengo que hacer va a salvar al mundo o va a condenarlo, lo otro era un juego de niños.

Hoy practico compás por compás, varias veces cada uno por separado, y no encuentro ninguna dificultad. Al final de la tarde, ya los sé prácticamente de memoria, a cada uno de ellos.

Con cierto optimismo, decido intentar una vez, para terminar el día, la melodía completa. Y fracaso vergonzosamente.

Capítulo 25: quedan 4 días.

Es una mañana extrañamente fría. Me pongo campera y un gorrito de lana para salir a la calle. Llevo el violín conmigo. Hoy tengo pensado pasar por la casa de Benjamín, porque su padre trabaja en el Departamento de Tránsito y pienso que quizás podría darme algún indicio de la vida de Leopoldo Fuentes, por ejemplo su historial de multas por mal estacionamiento, en el que, imagino, constará al menos una dirección o un teléfono. Pero cuando llego, Benjamín me anuncia que tanto su padre como su madre se fueron de viaje y vuelven en dos semanas. Sin embargo, me dice que las llaves de la oficina están ahí, que no se las llevó de viaje con él, y que si nos animásemos, podríamos ir y usar su computadora esa noche.

Dadas las circunstancias, cambio los planes del día y decido practicar durante la mañana y seguir la investigación a partir de la tardecita, junto con Benjamín y Felipe, a quien ya lo participamos de la aventura. Como ya estoy en la calle y tengo el violín encima, me dirijo al cementerio, porque quizás hoy sí vaya alguien a visitar la tumba de Leopoldo Fuentes.

Pero no. Paso allí la mañana y sigo a través del mediodía, volviendo a practicar los compases y tratando de empalmar de a dos, luego de a tres… de a poco, la música se va suavizando, se vuelve más fluida. Quizás el ámbito ayude, siendo que la terrible melodía surgió acá, o en algún lugar muy similar a éste. Aún así, en todo el tiempo que le dedico, no logro ejecutarla completa sin errores. Eso me lleva a preguntarme si será necesario tocarla a la perfección, o si existirá un margen de tolerancia como para poder equivocarme sin miedo a que eso signifique la condenación del mundo…

Después de comer algo rápido por la calle, ya bien entrada la tarde, voy directo a la casa de Benjamín para preparar el operativo de la noche. Él me pregunta:

-¿No intentaste volver a comunicarte con el muerto, para preguntarle?

- No boludo, si tiene algo que ocultarme y que no me dijo hasta ahora, ¿vos creés que porque se lo pregunte me lo va a decir, así porque sí? Además, ya viste que la copa no funcionó, salvo con lo de las notas, y no estoy pudiendo soñar nada que tenga que ver con él. Estoy a su merced; sólo si él quiere aparecerse como las últimas veces, por medio de imágenes en este mundo, puedo llegar a enfrentarlo. Y si no lo está haciendo debe ser por algo.

Al rato llega Felipe y nos empezamos a preparar. Ya está cayendo la noche. En la oficina no hay nadie pero preferimos esperar un poco más para que haya el menor movimiento posible en la zona a la que nos dirigimos.

Cuando llegamos al Departamento de Tránsito, nos sorprende la soledad absoluta de lugar. Ni un vigilante, ni una garita… nada. Es cierto que el barrio no es de esos que tientan a los ladrones e intrusos, y de una Oficina de Tránsito, ¿quién podría querer robar algo? De todas maneras nos movemos con mucha cautela, preparados para salir corriendo si de repente suena alguna alarma. Pero Benjamín abre la puerta, después otra y otra más, y nada.

Estamos frente a la computadora donde trabaja el padre de Benjamín cada día, excepto estas dos semanas porque está de vacaciones. Como la extrema falta de seguridad viene indicando hasta ahora, no necesitamos una clave de acceso para ingresar a los archivos de tránsito de la ciudad.

Buscamos durante varias horas por todos los sitios donde se nos ocurrió, pero Leopoldo Fuentes no aparece. O no tuvo nunca un auto, o nunca cometió una infracción. La tercera posibilidad es que el archivo no esté completo por la negligencia de los empleados públicos del Departamento, pero ya no me importa demasiado la razón: lo único cierto es que Leopoldo Fuentes parece ser extremadamente bueno para ocultarse, incluso después de muerto.

Capítulo 26: quedan 3 días.

Despierto con la idea de contratar un detective privado, pero ¿de dónde voy a sacar la plata para pagarle? Mi viejo apenas se permitió creer en la locura en que me estaba embarcando, pero si ahora le digo que necesito dinero para saber quién fue Leopoldo Fuentes en su vida de vivo, puede llegar a echarme de casa. Ni siquiera puedo apelar a mi mamá para que interceda, porque no quiero correr el riesgo de que ni siquiera ella me apoye al menos en el aspecto moral de esta epopeya. Tampoco puedo pedirle más a Benjamín, él ya hizo su parte, y Felipe, en este tema, tampoco tendría los medios para ayudarme. De esa manera, rápidamente descarto esa posibilidad.

Me voy una vez más al cementerio, con la intención de seguir practicando allí, dada la fructífera experiencia de ayer. Antes de sentarme en el banco de costumbre, me doy una vuelta por la tumba de Leopoldo Fuentes, con la probable inconsciente intención de rajarle flor de puteada y escupirle la lápida. En lugar de eso, me quedo leyendo y releyendo las letras doradas que componen su nombre, la fecha natal y la fatal, las expresiones

de congoja de sus familiares, de sus amigos, y de sus compañeros del Museo de Ciencias Naturales de Parque Centenario.

¡El Museo de Ciencias Naturales de Parque Centenario!

¿Cómo es que dejé pasar ese detalle? ¿Cómo es posible que no haya leído el epitafio completo nunca antes? Con ganas de besar la tumba, es más, de desenterrar el cadáver y darle un franco abrazo de agradecimiento, salgo corriendo para tomar el colectivo hacia Parque Centenario. Las viejas que dan vueltas por el cementerio miran con espanto mi expresión de felicidad, seguramente dispuestas a comentar entre ellas la falta de respeto de los jóvenes en la actualidad.

Maldita sea, me digo cuando veo que el Museo abre recién a las dos de la tarde. Una lamentable pérdida de tiempo. Me voy a sentar en un banco del parque, dispuesto a practicar un poco pero sabiendo que no voy a lograr ni de cerca la calidad de ejecución de ayer en el cementerio. Así es, en efecto. Cuando levanto la vista, veo que el vendedor de un local de libros viejos, uno de los tantos que hay en Parque Centenario, me sonríe. Tiene pinta de bohemio, y debe pensar que soy un artista callejero o algo por el estilo, lo que aparentemente le produce regocijo.

Se me ocurre una idea. Aprovechemos la oportunidad. Me levanto y me acerco al viejo que sigue sonriendo mientras hace como que acomoda los libros que tiene expuestos.

-Buenas- digo.

-Qué tal, joven. Es gratificante ver a un violinista por estos lados.

-Gracias, pero todavía no soy un violinista. Soy un aprendiz, nada más.

-Sin embargo toca muy bien.

Qué caradura, pienso, este tipo no tiene ni idea. Si ni siquiera puedo tocar una frase completa de esta porquería de canción.

-Gracias- le digo, no obstante. Y a los bifes:- dígame, ¿por casualidad usted conoció a un señor llamado Leopoldo Fuentes? Era empleado del Museo- continúo mientras le señalo el edificio detrás nuestro.

De repente la expresión del hombre cambia, y se pone serio.

-¿Y por qué me pregunta sobre Leopoldo ahora? Ya pasó como un año desde el asesinato.

Tratando de ocultar la cantidad de emociones y pensamientos que se me metieron en el cuerpo y en el alma en ese instante, contesté:

-Era mi abuelo.

Una vez más, la expresión del vendedor de libros cambia de la gravedad a la compasión.

-Siendo así, le doy mi pésame, jovencito.

-Muchas gracias. De todos modos ya hace mucho tiempo que pasó, por suerte mi familia lo está llevando bastante bien.

-Y, se hace lo que se puede, me imagino, pero no bajen los brazos, hay que encontrar al que lo mató y llevarlo a la Justicia.

-Por supuesto, esta búsqueda la vamos a llevar hasta las últimas consecuencias. Justamente por eso estoy acá, quiero averiguar algunas cosas en el Museo, pero recién ahora me acuerdo de que no sé en qué departamento trabajaba mi abuelo... La verdad es que, en vida, no le presté mucha atención, pobre abuelo, y ahora no se una idea de cómo me arrepiento.

-Y, es lo que pasa con la juventud en estos días. No se preocupe, no es su culpa, nosotros los educamos de esa manera. En cuanto a Leopoldo, que en

paz descanse algún día, cuando su alma haya sido vengada, trabajaba en la seguridad, siempre estaba por ahí, dando vueltas en la puerta, y cuando podía se acercaba acá a la feria. Era como uno más de nosotros. Fue una amistad de años. Era un buen tipo, su abuelo. Una pérdida irreparable su muerte, y tan cruel, para colmo.

-La vida es injusta, qué podemos hacer nosotros...

-Que tenga suerte con lo que está buscando...- y se queda mirándome, inquisitivamente.

-Bruno. Bruno, me llamo.

-Bruno. Que tenga suerte, le decía, estimado Bruno.

¿Qué?

-Hace mal en desconfiar de mí. En este momento debería estar estudiando la canción que le hice llegar con tanto esfuerzo. Esto no es un juego de detectives.

Una vez más los mundos se superponen justo frente a mí. La sensación de irrealidad es tremenda: si bien el vendedor sigue siendo el vendedor, los ojos son los de Leopoldo Fuentes. Ahí está él, amonestándome, pero no me interesa hablar con él. Doy media vuelta y me voy a esperar a que abra el Museo a otro lado, pesando en que los dos mundos ya están prácticamente uno sobre el otro, y en que en el futuro, si no me fuera bien con el violín, podría dedicarme a la actuación.

Si es que no se acaba todo antes.

* * * * * * *

El Museo abre pasadas las dos. Se percibe claramente que hoy es un día de semana, porque no hay prácticamente nadie esperando para entrar: sólo un pequeño contingente de viejos que vinieron en un pequeño ómnibus

seguramente alquilado por la obra social de la tercera edad, y un grupito de estudiantes de primaria con dos maestras entradas en años y visiblemente hartas de visitar museos con esta manga de pendejos quilomberos.

Me acerco al primer empleado de seguridad que veo, y que parece estar reflexionando acerca de la absoluta inutilidad de su trabajo cuando lo único que hay que vigilar es que los niños no tiren nada abajo durante sus correrías. Se sorprende un poco al ver a una persona joven en el museo, ese día y a esa tan temprana hora.

-Buen día- le digo con una cortesía exagerada.- Soy el nieto de Leopoldo Fuentes, quien supongo que fue su compañero antes de morir.

Ahora incluso más sorprendido por tan directa aproximación, el empleado de seguridad me dice, repentinamente conmovido, mientras me tiende la mano, como si se estuviera reencontrando con un viejo y querido amigo, evidentemente viendo en mí a la sombra de su antiguo compañero:

-Es un gusto conocerlo. Yo soy Abel Rojas y su abuelo fue un gran amigo mío.

-Mi nombre es Bruno, Bruno Fuentes. Me alegra que lo conociera y lo tuviera en tan alta estima, porque estoy investigando sobre su asesinato. Desde el día en que pasó lo que pasó no puedo dormir tranquilo. Yo también lo quería mucho a mi abuelo. Cualquier información que pueda darme va a ser de muchísima utilidad para mí.

-Por supuesto, Bruno. Ahora no puedo hablar, pero podríamos encontrarnos aquí enfrente, en el café de Zacarías, que también supo conocer a su abuelo, cuando cierre el museo, a las siete. ¿Usted puede

esperarme hasta esa hora? Será un gusto hablar con usted. Lo miro y es como estar viéndolo a Leopoldo de nuevo.

Qué fácilmente influenciable es la gente, por Dios.

-Ningún problema, señor Abel. No hay nada más importante que averiguar lo que le pasó a mi abuelo, y hacer justicia cueste lo que cueste.

-Más de acuerdo no podría estar.

Mientras espero a que este tal Abel Rojas termine su turno, doy una vuelta por el casi desierto museo para ver si puedo conseguir alguna otra información relevante. La verdad es que no hay muchos empleados a la vista: la chica que vende las entradas, Abel Rojas, un par más de seguridad y listo. Me doy cuenta de que la mejor apuesta serán este Abel y Zacarías, el del café de enfrente. Como el contenido del museo no me interesa y en circunstancias tan apuradas como ésta todavía menos que de costumbre, me cruzo a lo de Zacarías para ir adelantando la charla.

Después de ordenar un sándwich y una gaseosa, ya que todavía no había almorzado, le pregunto al mozo si Zacarías se encuentra. Que sí, me dice, que es el que está ahí, en la caja registradora. Ah, bueno, gracias, le digo, y lo dejo ir, y el mozo lo primero que hace es ir y decirle al tal Zacarías que yo pregunté por él. Quería tomarme diez minutos para comer tranquilo, pero el tipo se me acerca con cara de quién es este pibe. Lo miro con respeto, porque es alto y macizo, con la cara roja y redonda y pelo entrecano y enrulado, desprolijo.

-¿Usted preguntó por mí, joven? ¿Nos conocemos?

-No, no lo creo, pero Abel Rojas, el empleado de seguridad del museo, me habló de usted. Yo soy el nieto de Leopoldo Fuentes, quien según tengo entendido fue amigo suyo y habitué de este lugar.

La expresión de Zacarías cambia de inmediato a una mezcla de confusión, compasión y vergüenza.

- El nieto de Leopoldo… lo siento muchísimo, lo de su abuelo fue una tragedia absurda.

Muriéndome de ganas de preguntar cómo ha sido tal tragedia, de la que no tengo noción alguna, pero sabiendo que se supone que yo, mejor que nadie, el "nieto", sepa perfectamente qué pasó, le sigo la corriente como puedo.

- Justamente estoy por acá tratando de averiguar un poco más acerca de lo que pasó…

- ¿Pero no fue que lo mataron en Boedo? No creo que por este lugar vaya a averiguar mucho.

- Es verdad, lo mataron en Boedo –digo, poniendo cara de saber que a Leopoldo lo mataron en Boedo-, pero aquí, en el museo y sus alrededores, hay mucha gente que lo conocía de años, y me imaginé que algo de lo que pudieran contarme podría ser de utilidad para la investigación, que obviamente está liderando la policía, pero con la que colaboro como puedo.

- Eso lo hace a usted muy digno…

- Bruno. Bruno es mi nombre.

- Lo hace muy digno, Bruno, de la memoria de su abuelo. Era un gran hombre, muy humilde y bondadoso.

- Es tal como usted dice- digo yo como al aire, mientras pienso en que verdaderamente el muerto Leopoldo Fuentes siempre se portó muy bien conmigo.

- Fíjese que todas las tardes, al salir del museo, pasaba por acá a tomarse una copita y charlar con sus amigos de la zona. Todos lo queríamos

mucho a Leopoldo, él sabía muchísimo de fútbol, y sobre todo de Racing, claro.

- Así es- mentí-, él llevaba el espíritu de la Academia a cada miembro de la familia, y al final nos convirtió a todos a su "religión"…

- ¡Ja, qué manera de decirlo! Pero es verdad, era como una religión para él.

- Y dígame, don Zacarías, ¿mi abuelo era de andar con mujeres, atorrantear, como se le dice?

- No, qué va. Era un santo. Si hubiese sido un mujeriego lo habríamos sabido, acá no se oculta nada. Al contrario, siempre era el primero en irse a su casa, donde lo esperaba Adela, esa santa… pero qué le digo, usted lo sabe mucho mejor que yo.

No quiero hablar nada sobre esa Adela. ¿Y si, por ejemplo, hubiera muerto y yo diciendo que me hace las mejores tortas fritas del mundo? Cambio de tema rápidamente y arremeto con:

- ¿Y drogas, estupefacientes, o algo así?

Como sin haberme escuchado, Zacarías sigue mirando al infinito, al que ya venía mirando desde la frase anterior, y dice:

- Había un hombre… no sé quién era, pero Leopoldo algunas veces se iba con él. Lo pasaba a buscar por acá mismo, la puerta del boliche. Él nos decía que era su cuñado, pero nunca se acercó a tomar nada con nosotros… ¿es raro, no? Mirá vos, nunca había pensado en eso hasta ahora.

- ¿Se acuerda de qué auto era?

- Un Escort azul.

- Ah, sí, es el auto de Juan Carlos, mi tío abuelo. No, por ahí no hay nada…

Joaquín tiene un Escort azul.

- Bueno, una pista menos… ¡creí que ya me estaba volviendo medio detective, ja ja!

Si supiera, Zacarías, si supiera la tremenda pista que me acaba de dar…

Ni me molesto en esperar a Abel Rojas. Estoy seguro de que no necesito saber nada más.

Capítulo 27: quedan 2 días.

No duermo en toda la noche pensando en por qué Joaquín podría haber ido a buscar a Leopoldo Fuentes al bar. Zacarías no me contestó sobre las drogas, ¿realmente porque no me escuchó, o porque prefirió no hablar de algo que pudiera herir al nieto de su amigo? ¿Tendría que ver con eso? ¿O era algo peor, algo que ni siquiera me podía imaginar? Joaquín nunca me había parecido alguien que anduviera precisamente en el negocio de las drogas…

En definitiva, ¿era Leopoldo Fuentes de fiar, o lo mejor era no hacer lo que me había pedido? Todo parecía indicar, de acuerdo a lo manifestado por sus amigos, que era una buena persona, un esposo dedicado, etc. etc… y que alguien lo había asesinado por algún motivo, y entre quienes podían haberlo hecho, Joaquín tenía la mayor parte de los números, pero ¿por qué? ¿Qué motivos podría tener un profesor de violín para asesinar a un empleado de seguridad de un museo? Claramente no se podría haber tratado de celos profesionales. Y sin embargo, algo me decía que no era tan simple, que Leopoldo Fuentes también ocultaba algo… de lo contrario, ¿por qué me había elegido justamente a mí, el alumno de su asesino, si ese fuera el caso? ¿Podría ser todo esto un gran escenario para su venganza, que

quizás consistiera en traer al mundo a Nanuk y los demás monstruos para terminar especialmente con Joaquín, pero también con toda la vida en la Tierra, la vida que a él le habían arrebatado sin merecerlo?

A pesar de la nueva información, aún no sé qué es lo que debo hacer. Ya no me quedan muchas alternativas. Podría ir y enfrentar a Joaquín, pero si realmente él hubiera asesinado a Leopoldo, ¿no debería suponer que podría hacer lo mismo conmigo? Y si fuera a la policía a denunciarlo, ¿cómo podía probar algo que ni siquiera sé si sucedió?

Profundamente confundido y perturbado, lo único que se me ocurre es irme al cementerio, el lugar donde la música fluye como agua de manantial, y dedicarme todo el día a practicar. Al menos, si finalmente decido interpretar la melodía como me dijo Leopoldo Fuentes, sabré cómo hacerlo a la perfección.

Es sábado. Me siento en el banco de siempre y empiezo a tocar. Cuando me concentro cierro los ojos y me olvido del mundo, y por primera vez la melodía, la canción, la obra maestra, emerge del violín sin fisuras, sin tiempos incorrectos, sin falsas notas. Perfecta.

Al abrir los ojos me doy cuenta de que ya está atardeciendo. Estuve allí durante horas, pero valió la pena. Me levanto después de guardar el violín, y echo una última mirada a la tumba de Leopoldo Fuentes. Después de haber tenido éxito con la música, me dan más ganas de confiar en él que de desconfiar. Miro hacia ahí como diciéndole Está bien, ganaste.

Hay una persona dejándole flores frescas. Una mujer de unos treinta años. No puedo creer lo que estoy viendo. Cuando se está yendo me pasa cerca, pero no me ve, claro, porque no me conoce. Su perfume me acaricia

el rostro. Los ojos de ella, ajenos a los míos, me hacen olvidar por un momento de que en un día tengo que decidir el destino del mundo.

Cuando se aleja un poco, entre mareado, confundido y fascinado, me dispongo a seguirla hasta donde sea que vive, que termina siendo a un par de cuadras de allí. Anoto la dirección.

Cuando llego a casa, busco el apellido en la guía telefónica. Entre los cientos de Fuentes que hay en Buenos Aires, encuentro la entrada corresponde a la calle donde vive la mujer de treinta años (más o menos). Fuentes, Alicia. ¿Será ella? Sin dudarlo ni un segundo, llamo a ese número.

-¿Diga?- me responde una voz femenina, de más o menos treinta años.

- ¿Alicia?

- No, habla Lucero, la hija. ¿Quién habla?

- Me llamo Bruno, usted no me conoce, pero tengo algo muy importante para comunicarle acerca de la muerte de su padre, Leopoldo Fuentes.

Yo ni siquiera sabía si era el padre, pero tuve suerte.

- ¿La muerte… de mi padre? ¿Usted me está hablando en serio?

- Nunca hablé más en serio en mi vida. Y es absolutamente necesario que usted escuche lo que tengo para decirle.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

PUENTE A LA SEGUNDA PARTE

Capítulo 28: último día.

Quedamos en encontrarnos en un café a mitad de camino entre el cementerio y su casa, hoy a las diez de la mañana. Debo haber sido muy convincente, porque no opuso ninguna resistencia. O quizás sea muy importante para ella saber cualquier cosa acerca de su padre asesinado. De cualquier manera, no queda tiempo para preguntarme nada. Allá voy.

Esos ojos que no me miraron ayer, hoy me buscan con ansiedad desde la mesa del bar. Llegó antes que yo: razón más que suficiente para pensar que el tema le interesa.

- Buen día, Lucero. Soy Bruno Ledesma. Es un gusto conocerte.

Es una piba tímida, por lo que puedo ver. Se levanta, esboza una sonrisita, me dice Igualmente, sonrojándose apenas, y vuelve a sentarse. Se mira las rodillas, me mira, y mientras vuelve a mirarse las rodillas me pregunta:

- ¿Es verdad lo que me dijiste por teléfono, que tenés información sobre la muerte de mi padre?

- Sí, Lucero, creo que sí.

Se acerca el mozo, le pedimos café y medialunas, y sigo:

- ¿Conocés a un tal Joaquín Valenzuela?

- No, nunca escuché ese nombre.

- Es lo que me imaginaba. Mirá, Lucero, lo que voy a decirte puede hacer que te cambie el concepto que tenés de tu papá, ¿de verdad querés que siga?

- Sí, no te preocupes. Si sirve para saber quién lo mató, no me importa nada más.

- Bueno… ¿a Zacarías, el dueño del bar que está frente al museo donde trabajaba tu papá, lo conocés?

- No personalmente, papá lo nombró algunas veces pero nada más.

- Estuve hablando con él. Si tu papá mencionó a Zacarías, seguramente sabés que después del trabajo iba a tomar algo con sus amigos al bar.

- Sí, eso lo sabía. Papá tenía muchos amigos por esa zona.

- Lo que no creo que sepas, es que algunas veces, un hombre en un Escort azul lo pasaba a buscar por el bar.

Se queda mirándome con los ojos muy abiertos, perpleja. Deja de masticar el trozo de medialuna que tiene en la boca. Olvidando toda timidez, decoro, etc. me dice, con la boca llena:

- ¿Cómo?

- Eso, que lo pasaban a buscar y que seguramente nunca habló de esto con su familia, siendo que nunca escuchaste hablar de Joaquín. Y estoy seguro de que era efectivamente Joaquín quien lo pasaba a buscar y se lo llevaba quién sabe a dónde, porque cuando hablé con él sobre Leopoldo Fuentes, reaccionó de una forma exagerada. No sólo lo conocía, sino que además me ocultaba algo.

- Pero… ¿vos cómo sabés todo esto? ¿Cómo sabés quién era mi padre? ¿Y de dónde conocés a ese tal Joaquín?

- Joaquín es mi profesor de violín. En cuanto a tu padre… es complicado, y si te lo cuento vas a pensar que estoy completamente loco. Pero te juro que es cierto. ¿Por qué, si no, iba a venir a contarte todo esto? ¿Qué podría ganar?

La mirada de Lucero cambia, no sabría decir cómo ni por qué.

- Bravo, Bruno, bravo.

Es Leopoldo Fuentes, una vez más.

- Acaba de arruinarle la vida a mi hija. Lo felicito.

Es raro escuchar justamente eso de los labios de la mismísima hija.

- ¿Usted qué cree que va a pasar, ahora? ¿Qué ella se va a quedar tranquila, esperando a que la investigación siga su curso y llegue a ningún lado? No, Bruno, eso no va a pasar. Lucero y su madre van a buscar a Joaquín, lo van a hacer hablar, y si él confiesa, la vida de los tres va a quedar arruinada para siempre. Lo que acaba de hacer es la estupidez más grande de su vida.

- ¿Qué pretendía, Leopoldo? ¿Qué no hablara con nadie sobre semejante cuestión? No me venga con reproches, que si usted me hubiera dicho lo que realmente ocurrió, nada de esto estaría pasando.

- Bruno, no podía, no puedo decirle. Lo que sí puedo es asegurarle que a nadie le interesa lo que pasó. Sí, Joaquín fue quien me asesino. Ahora lo sabe, total, de todos modos iba a saberlo tarde o temprano. ¿Pero usted cree que hacerlo confesar y meterlo en la cárcel es la mejor alternativa? Como le dije, lo que acaba de hacer va a arruinar la vida de mi familia. Hubiera preferido que Joaquín siguiera en libertad y que ellas siguieran ignorando lo que lo llevó a matarme. Pero ahora es tarde, usted tenía que hablar y arruinarlo todo.

- Leopoldo, usted sabe que esa no era mi intención. Sólo quería ayudar a resolver el crimen que lo separó de su familia.

- En fin, lo hecho, hecho está. Adiós, Bruno Ledesma. Espero que al menos esta noche haga lo correcto.

Otra vez el cambio en la mirada. Pero no es la misma de antes, la de la chica tímida que mira para abajo. Ahora me clava sus ojos llenos de furia, de sed de venganza.

- Tengo que encontrar a ese hombre. ¿Me podrías decir dónde vive?

Le digo. Ella se levanta y me dice:

- No tenés idea de cuánto te agradezco que me hayas contactado. Mi mamá también va a estar muy agradecida, cuando le haga saber lo que me dijiste. Espero que se haga justicia de una vez por todas.

Y se va. Debo confesar que me gusta mucho verla yéndose.

* * * * * * *

Llega la noche. Felipe, Benjamín y yo comemos algo, ellos toman algunas cerveza –yo no, porque temo correr el riesgo de perder la concentración y equivocarme al tocar- y salimos para el cementerio. Ellos parecen despreocupados, quizás hasta incluso no creyendo del todo en que algo importante va a pasar a la medianoche, cuando yo me instale sobre la tumba de Leopoldo Fuentes y toque la canción que abrirá la puerta para que los mundos se unan. Cómo puede llegar a abrirse esa puerta, si tenemos que hacer algo más que tocar y esperar, no tenemos idea en absoluto. Supongo que deberemos estar preparados para lo que sea que suceda, y viendo a Felipe y a Benjamín haciéndose bromas tranquilamente, no estoy muy seguro de que lo estemos…

Yo, por otro lado, estoy muerto de nervios. ¿Soy el único que se da cuenta de que el destino de la humanidad entera está en juego esta noche? Mi mamá me deseó suerte y se fue a dormir. Mis amigos no parecen compartir mi ansiedad… ¿o sí, y ésta es su forma de refugiarse de ella? No, definitivamente: creo que soy el único que sufre la importancia de este

acontecimiento. Y Leopoldo Fuentes, claro, pero él no está acá para ofrecerme consuelo. De hecho, si estuviera sería peor, porque es muy probable que me odie por lo que hice esta tarde. Una familia arruinada, ¿pero por qué, cómo? Cuando Lucero se fue del bar me propuse llamarla ni bien todo esto termine. Lo cierto es que ya no tengo dudas de que Leopoldo Fuentes fue sincero en su pedido: el mundo corre un peligro gravísimo y yo tengo que evitar que lo peor suceda. Si destruir una familia es el precio de salvar al mundo, que así sea.

Al trepar el muro y entrar al cementerio se produce un cambio en los tres. Felipe y Benjamín, aparentemente tomando conciencia de lo que yo ya sabía y sentía, se ponen repentinamente serios. Yo, en cambio, me siento seguro y dejo de estar tan nervioso. El mismo ambiente que propicia la ejecución de la melodía decisiva está haciendo su efecto también ahora: me puedo dar perfecta cuenta de que, con el terror con que venía, no iba a poder tocar ni un compás. Leopoldo Fuentes puede estar furioso conmigo, pero sabe muy bien lo que le conviene. Cuanto más propicie la correcta ejecución de la canción salvadora, más posibilidades tiene de sobrevivir a la catástrofe que el Libro de los Muertos predice.

No queda más que el episodio final, así que me paro frente a la lápida de Leopoldo Fuentes, la misma por la cual lo conocí al principio, y gracias a la cual logré, finalmente, volver a confiar en él. Aparentemente, también logré arruinar su familia.

La noche es clara, como si cada piedra, cada árbol, incluso nosotros tres, tuviéramos un resplandor propio que fuera independiente de la luz de la Luna. Claro que es una ilusión, en realidad es ella quien nos alumbra, pero

de una manera tan sutil, con lo que podría llamarse, si la Luna estuviera viva, una humildad digna del más austero monje franciscano del mundo.

La calma es absoluta, casi penetrante. Los chicos parecen dos estatuas, estoicamente expectantes de lo que va a suceder a continuación. No hay siquiera un murmullo producido por alguna brisa. Nada. Es como si el cementerio entero, o quizás el planeta entero, se hubiera convertido en un auditorio haciendo silencio para que yo empiece a tocar.

Coloco el violín en posición, empuño con decisión el arco, y ahí voy.

Bruno cierra los ojos y empieza a tocar la extraña pero tremendamente familiar melodía. Es como si ya no fuera él. Es como si el universo entero estuviera fluyendo a través de su cuerpo y de su alma. En este momento no existen ni el miedo, ni la ansiedad, ni la preocupación por si va a tocar bien o no. Ni siquiera existe la voluntad, no es Bruno el que toda sino el Destino, al que sin haberlo previsto, Bruno convenció de que lo ayudara pocas horas antes, cuando finalmente se dio cuenta de que estaba bien confiar en Leopoldo Fuentes.

No dura mucho: es, al fin y al cabo, una simple canción, y después de algunos minutos de ejecución magistral, Bruno baja el violín y el arco. Abre los ojos y ve que todo sigue igual. No sabe si lo hizo bien o no. Ahora que la oportunidad pasó, ahora que nada mas puede hacerse, lo invaden una vez más el miedo y la ansiedad. Con esas emociones esculpidas en su rostro, en los ojos sobre todo, se vuelve y mira a sus amigos, queriendo preguntarles sin poder aún hablar, si había hecho algo mal, si creían que no había funcionado.

- Me parece que todo esto era un verso, Bruno- me dice Benjamín, el primero en abrir la boca.- No pasa nada...

-Por ahí no tiene que pasar nada ahora- conjetura Felipe.- O puede que esté pasando, pero no acá.

-No sé… yo esperaría una señal, por lo menos.

Yo sigo sin poder pronunciar palabra alguna. Algo tiene que pasar. ¿No se suponía que se abriera una puerta, que los mundos se unieran?

Y casi en respuesta a nuestra inquietud, de repente el piso se mueve, tiembla, como si se estuviera produciendo un terremoto. Pero en Buenos Aires no hay terremotos. Miro hacia abajo, hacia la tumba de Leopoldo Fuentes, y veo que la losa que cubre el ataúd está vibrando.

Felipe y Benjamín pegan un salto: en las tumbas donde ellos se habían sentado está pasando lo mismo.

Increíblemente, la losa se desliza hacia un costado ,y la tierra que hay debajo parece hervir, como si fuera agua sucia, muy muy sucia, pero no, es tierra sólida, y de repente una mano se asoma, escarba, y después la otra, y miro alrededor y en todo el cementerio está pasando lo mismo, Felipe y Benjamín están abrazados, muertos de terror, las peores pesadillas se vuelven realidad, los muertos se levantan de sus tumbas, y no hay lugar hacia donde escapar, estamos rodeados, y en la tumba de Leopoldo Fuentes se asoma por fin una cabeza, la cabeza de quién sino de Leopoldo Fuentes, y ya con medio cuerpo afuera, un cuerpo putrefacto, un cuerpo con un olor que en mis sueños no existía, me mira con esos ojos carcomidos, desde esa cara de piel gris y tensa, esa calavera cubierta de piel, me mira y me dice:

- Buenas noches, Bruno Ledesma. Al menos esto sí lo hizo bien.